sábado

EN EL DÍA DEL PATRIMONIO - HUGO BERVEJILLO


ESOS VIEJOS HUESOS VERÍDICOS

(revista Fundación Nº 1 / 1994)

Pocas cosas han de haber para los uruguayos tan polémicas como la propia historia del país. Ello se debe en primer lugar a la temprana confrontación de dos proyectos antagónicos -uno federal, otro republicano- y las sucesivas modificaciones y características que se le fueron imprimiendo a estas posiciones a lo largo de un siglo y medio.

En segundo lugar, al hecho de que la historia oficial la escribió una sola colectividad -con prescindencia de la opinión y documentación que pudiera aportar la otra vertiente política sobre sucesos de importancia capital para determinar el rumbo de la nación- con el color partidario previsible, luz de cultivo de la imagen y prudente sombra cautelar (y en esa sombra se cobijan la fe y las fidelidades de los adeptos en las respectivas colectividades, que entonces devienen reservorios de los resortes más íntimos y secretos de hechos y personas, lo que asegura la cohesión emotivo partidaria y vuelve el conocimiento histórico una labor para iniciados).

No debe ser así.

Si de modernizar se trata (celestino verbo, este), la Historia debería ser una e indiscutible para todos los ciudadanos del país, sin distinciones de credos o divisas, una y verdadera, y desapasionada para todos los habitantes -tal vez para esos habitantes del país que Varela soñó vestir con túnica blanca y moña azul, para que pudieran ser indiferenciables y destacarse únicamente por su talento y no por la fortuna o la prosapia-.


Felizmente esta tarea fructifica -si bien al margen de flashes y noticieros- gracias al tesón (debiéramos decir el empeño) de figuras como Barrán, Jacob, Caetano, Rilla, Rocca, etc., y de un tiempo a esta parte es posible ver que la historia del país se redibuja -bien que oficiosamente- y empieza  parecerse a los antecedentes de lo que somos hoy: comenzamos a ser parientes de nuestros ancestros.

El otro punto no es menos importante.

Hasta hoy, las aguas dividen a quienes enfatizan la “orientalidad” y a quienes la “uruguayidad”, contraponiendo el país-nación emanado de 1830 con la provincia federada o federable del proyecto artiguista de 1815.

No es ociosa la confrontación.

Una debió ser la posibilidad de la provincia ligada federativamente a un país mayor y poderoso, con su proyecto político y económico, con la incidencia que pudo haber tenido en el ámbito geopolítico y aun en la identidad del poblador con su terruño. Otra, en cambio, fue la dirección impuesta desde entonces y de allí derivó otro proyecto de nación, independiente -si es que puede serlo una nación pequeña: extraña paradoja de los constituyentes- y una tradición de país con ese inasible algo propio -más ciudadano que campesino, bucólico en el gran norte, industrial en el pequeño sur-, su edificación, sus calles y barrios, su Batlle y su Herrera, su Estadio Centenario, su asumida nacionalidad. Y si el modelo fue este -y en él nacimos y crecimos y nos multiplicamos (o no)- es un deber develar el cómo y el porqué, sin oscuridades, determinado con toda la documentación disponible, y, al conocerlo, mensurarlo como país, sin partidarismos, dimensionar su historia y sus hombres, y su reflejo en la actualidad, sin anestesia; con hombres -como lo fueron- carnales y pasionales tanto como soñadores, con virtudes y defectos, perceptibles y comprensibles por su condición humana. Pero asumirlos con entereza: que no nos asuste la sangre.

Peor es la actitud tristemente torpe -como aquellas damas decimonónicas que, tras el parto, enterraban el cadáver de la criatura para continuar con la apariencia de virginidad-, de negar el hecho consumado en aras de la imagen, olvidando que más tarde o más temprano, siempre cuentan todos sus secretos la tierra y el mar.

De la transparencia surgirán nítidamente los hombres, y serán condenables o queribles según sus actitudes -a los árboles se los sigue conociendo por el fruto- y se comprenderán mejor los prohombres y los epígonos, y también -y sobre todo- la gran masa anónima que fue ladrillo y argamasa, peón y poeta, de este país que somos hoy; y tal vez examinando esos viejos huesos verídicos, limpios de arena política, sea posible volver a creer en el país infinitamente perfectible que soñaron tantos, desde tanto tiempo atrás, no como plataforma de destinos individuales sino como comunidad colectiva: hogar de todos.

Dice la anécdota que en 1950, cuando partió hacia Maracaná el combinado que nos iba a representar en el Campeonato Mundial, todavía estaban abiertas las heridas producto de las actitudes hasta un año antes, con motivo de la huelga de jugadores que terminó gestando la Mutual. Se esquivaban mutuamente quienes habían impulsado la huelga y quienes la habían resistido: recelos, rencores y desprecios. Sabiendo que, no obstante todo aquello, había un interés común a todos, superior a las rencillas personales, el presidente en ejercicio de la Mutual, Enrique Castro, le pidió a Obdulio (nada menos que a Obdulio, el principal impulsor de la huelga y de la formación del gremio):

-Negro, por favor; juntalos a todos en una pieza y que no salga nadie sin haberse dado la mano con los demás.

Dicen, también, que Obdulio cumplió con el pedido, y que esa unidad del equipo consiguió cosas milagrosas, que figuran con honor en el patrimonio histórico del país que -ese sí- no se discute.

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