jueves

LA TIERRA PURPÚREA (28) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


VIII / MANUEL EL ZORRO (1)

Cuando empecé a escuchar, me extrañó que el tema no fuera aquel tan favorito de caballos que había absorbido la atención durante la noche. El tío Anselmo se dilataba ahora en un elogio de los méritos de la ginebra, licor al que profesaba una afición muy particular.

-La giñebra es, sin duda -dijo-, la flor de tuitos los licores. Siempre he sostenido que no hay nada que se compare con ella, y es por eso que acostumbro tener un poco en casa en un porrón; pues, una vez que he tomao mi cimarrón por la mañana y, en seguida, echao uno, dos, tres o cuatro tacos de giñebra, ensillo mi pingo y salgo con el espíritu reposao, el corazón contento y en paz con todo el mundo.

“Pues, siñores, me fijé aquella mañana que quedaba muy poca giñebra en el porrón, porque aunque no podía ver cuánta había, siendo de barro y no de vidrio, lo malicié por el modo en que tuve que empinarlo. Hice un ñudo en el pañuelo pa ricordarme que tenía que tráir más ese mesmo día, y montando en mi caballo, enderecé al galope pal lao en que se dentra el sol, sin pensar por un momento que algo muy extraordinario había de pasarme ese mesmo día. Pero ansina sucede con frecuencia, pues naides, por muy letrao que sea y capaz de leer el almanaque, puede saber lo que va a pasar durante el día. Pero ansina sucede con frecuencia, pues naides, por muy letrao que sea y capaz de ler el almanaque, puede saber lo que va a pasar durante el día.

Anselmo estaba tan atrozmente prosaico, que estuve por irme a la cama a soñar con la hermosa Margarita; pero la buena crianza no lo permitía. Y además, tenía curiosidad de saber qué cosa tan extraordinaria le habría sucedido en ese día tan portentoso.

-Por suerte -prosiguió Anselmo-, había ensiyao ese día al mejor de mis malacaras, pues puedo decir sin temor a que naides me retruque, que en aquel pingo estoy montao y no a pie. Lo llamaba el Chingolo, nombre que Manuel, a quien también llaman el Zorro, le había puesto, porque era un pingo que prometía mucho y capaz de volar con su jinete. Manuel tenía nueve redomones, todos malacaras, y voy a contarles cómo jué que habiendo pertenecido primero a Manuel, pasaron a ser míos. El pobre diablo acababa de perder tuito cuanto tenía al naipe; tal vez no sería gran cosa la plata que perdió, pero como jué que tenía alguna, era un misterio pa todo el mundo. Pa mí, sin embargo, no lo era, pues cuando me mataban mis animales y los cueriaban durante la noche, tal vez podría haber ido ande la Justicia, que anda a tientas como un ciego en busca de algo ande no está, y haberla endilgao en dirección del rancho del culpable; pero cuando no puede hablar y sabe al mesmo tiempo que sus palabras caerán como un rejucilo de un cielo despejao sobre el rancho de un vecino, reduciéndolo a cenizas y matando a tuitos dentro, ¡vaya, pues, siñores, en tal caso, el güen cristiano prefiere quedarse cayao! Pues, ¿por qué ha de valer más un hombre que otro pa que se arrogue el lugar de la Providencia? Tuitos somos carne, es verdad que algunos somos sólo carne de perro y güena pa nada. Pero a todos nos duele el golpe del rebenque, y ande cai, ay brota la sangre. Eso lo digo, siñores, pero acuerdensén que yo no he dicho que el Zorro me haiga robao, pues por nada empañaría yo la reputación de naides, ni la de un ladrón, ni tampoco quisiera que naides sufriera por causa mía.

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