jueves

CONDE DE LAUTRÉAMONT - LOS CANTOS DE MALDOROR (14)


Una familia se encuentra rodeando una lámpara situada sobre la mesa (3).

-Hijo mío, alcánzame las tijeras que están en la silla.

-No están, madre.

-Entonces ve a buscarlas al otro cuarto. ¿Te acuerdas de aquella época, dulce dueño, en la que hacíamos votos para tener un niño, en el cual renaceríamos, y que sería el sostén de nuestra vejez?

-La recuerdo, y Dios nos lo ha enviado. No podemos quejarnos de lo que nos ha tocado en este mundo. Día tras día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Eduardo posee todos los atractivos de su madre.

-Y las cualidades varoniles del padre.

-Aquí tienes las tijeras, madre; al fin las encontré.

Él reanuda su trabajo… Pero alguien se encuentra en la puerta de entrada, y contempla durante unos instantes el cuadro que se ofrece a sus ojos:

-¿Qué significa este espectáculo? Hay mucha gente que no es tan feliz como esta. ¿En qué razonamientos fundan su amor por la existencia? Aléjate, Maldoror, de este hogar tranquilo; tu sitio no está aquí.

Y se retira.

-No sé por qué, pero siento que las facultades humanas libran combates en mi corazón. Mi alma se inquieta y sin saber por qué; la atmósfera está pesada.

-Mujer, experimento las mismas impresiones que tú; tiemblo por el temor de que nos ocurra alguna desgracia. Tengamos fe en Dios; en él está la suprema esperanza.

-Madre, casi no puedo respirar; me duele la cabeza.

-¿También tú, hijo mío? Voy a humedecerte la frente y las sienes con vinagre.

-No, querida madre…

Vedlo cómo apoya su cuerpo sobre el respaldo de la silla, fatigado.

-Hay algo que da vueltas en mí, y que yo no sabría explicar. En este momento cualquier cosa me contraría.

-¡Qué pálido estás! ¡No acabará esta velada sin que algún suceso funesto nos hunda a los tres en el lago de la desesperación!

Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.

-¡Hijo mío!

-¡Ay, madre!... ¡Tengo miedo!

-Dime rápido si sufres.

-Madre, no sufro… No digo la verdad.

El padre no vuelve en sí de su asombro:

-Esos son los gritos que suelen oírse en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque se oigan los gritos, aquel que los lanza no está cerca de aquí, pues esos lamentos pueden llegar a oírse a tres leguas de distancia, transportados por el viento de una ciudad a otra. Me habían hablado muchas veces de ese fenómeno, pero nunca había tenido ocasión de juzgar por mí mismo su veracidad. Mujer, me hablas de desgracias: nunca existió desgracia más concreta en la larga espiral del tiempo, que la desgracia de aquel que en este momento trastorna el sueño de sus semejantes…

Oigo a lo lejos prolongados gritos del más punzante dolor.


Notas

(3) Está estrofa está presentada, en la edición original del primer canto, en la forma gráfica de una escena de teatro. (N. del T.)

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