sábado

GASTON BACHELARD - LAUTRÉAMONT (28)

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III. LA VIOLENCIA HUMANA Y LOS COMPLEJOS DE LA CULTURA

IV (1)

El niño no es más que un pretexto para el aprendizaje de la crueldad, o, con más exactitud, para el paso de la crueldad física a la crueldad moral. Maldoror sueña con un enemigo mayor, el enemigo más consciente de todos. De allí un desafío al Creador, un desafío que a la vez es fulgurante y carnal. En ese punto, podemos ser breves puesto que el hermoso libro de Léon Pierre-Quint ha esclarecido este aspecto del lautréamontismo. Léon Pierre-Quint ha destacado en particular el cainismo juvenil de la obra. (3) Nos limitaremos a acentuar las resonancias adolescentes, tan sensibles en la obra del joven poeta.

El maestro, en su orgullo de enseñar, cada día se instituye como el padre intelectual del adolescente. La obediencia que, en el reino de la cultura, debería ser una pura conciencia de lo verdadero, adquiere, por el hecho de la paternidad usurpada de los maestros, un gusto insoportable de irracionalismo. Es irracional obedecer a una ley antes de estar convencido de la racionalidad de la ley. Igualmente, ¿no es el hombre el hijo del Creador? ¿No se exigen de él virtudes diversas y mal eslabonadas, no se le impone a priori un método de vida moral? Ahora bien, todas estas virtudes, todos esos métodos -como hace un momento todas esas retóricas-, son sistemas de obediencia. Enlazan en los actos una fatalidad tan pronta que se olvidan los instantes inefables de impulsos, el soplo primero de la inspiración. Entonces la vida virtuosa es una vida demasiado monótona, un trozo de obediencia completamente escueto, al igual que la vida literaria es una vida demasiado escolar, demasiado fiel a los héroes de la escuela, un trozo de elocuencia completamente frío. La vida y el verbo reales deben ser rebeliones, rebeliones conjugadas, rebeliones elocuentes. Hay pues que expresar su rebelión, hay que decírsela a su maestro, a sus maestros, al Maestro: “Y bien, exclama Lautréamont, esta vez me presento para defender al hombre; yo, el despreciador de todas las virtudes” (p. 215).

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