sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (35)


XX

PARÍS NO SE ACABA NUNCA (4)

Viviendo en Schruns, cuando queríamos subir hasta la Madlener Haus hacíamos primero el largo ascenso hasta una posada donde dormíamos antes del último trayecto. Era una vieja posada muy hermosa, y la madera de las paredes del comedor estaba sedosa por años de pulimento. También lo estaban la mesa y las sillas. Dormíamos muy juntos en la gran cama, bajo el edredón de pluma, con la ventana abierta y las estrellas muy próximas y muy brillantes. De madrugada, después de desayunar, nos cargábamos para el último ascenso y salíamos a la oscuridad, con las estrellas muy próximas y muy brillantes y con los esquís al hombro. Nos acompañaban mozos de cuerda, que llevaban unos esquís muy cortos y se cargaban con cargas pesadas. Entre nosotros competíamos por ver quién podía acarrear una carga mayor, pero no había modo de competir con los mozos de cuerda, unos campesinos contrahechos y taciturnos que sólo hablaban el dialecto de Montafon. Subían al paso como caballos de carga, y al llegar a la cumbre, donde se encontraba la choza del Club Alpino en un descanso junto al ventisquero nevado, dejaban los paquetes arrimados a la pared de piedra del refugio, pedían más dinero del precio convenido, y después de solucionado el regateo se ponían sus cortos esquís y se precipitaban pendiente abajo como gnomos.

Éramos amigos de una muchacha alemana que se venía a esquiar con nosotros. Era una estupenda esquiadora de alta montaña, menuda y bien formada, capaz de llevar una mochila tan pesada como la mía, y durante más tiempo.

-Estos mozos -dijo una vez- nos miran siempre como si pensaran que nos van a bajar en forma de cadáver. Y nunca dejan de tratar de subir el precio que pidieron para la escalada.

En los inviernos en Schruns yo me dejaba crecer la barba como protección contra el sol que reverberaba en la nieve y me quemaba demasiado la piel, y no me molestaba en hacerme cortar el pelo. Una tarde en que corríamos en esquís por las pistas de leñadores, Herr Lent me contó que los campesinos que me habían visto por las cercanías de Schruns me llamaban «el Cristo Negro». Dijo que algunos que frecuentaban la Weinstube me llamaban «el Cristo Negro que bebe kirsch». Pero para los campesinos de la parte alta del Montafon, entre los que alquilábamos los mozos de cuerda para subir a la Madlener Haus, eramos todos unos demonios forasteros, que subíamos a la alta montaña cuando la buena gente se encerraba en su casa. Que tuviéramos la cordura de subir antes del amanecer, para evitar pasar por los puntos de avalanchas cuando el sol los hacía peligrosos, no se nos tenía en cuenta. Demostraba sólo que éramos astutos como lo son todos los demonios forasteros.

Recuerdo el aroma de los pinos, y el dormir en montones de hojas de haya en las chozas de los leñadores, y el esquiar por los bosques siguiendo algún rastro de liebre o de zorro. En la alta montaña, más arriba de la zona arbolada, recuerdo que una vez seguí el rastro de un zorro hasta que llegué a verle, y observé cómo estaba quieto, con la pata delantera alzada y después se acurrucaba con cautela y saltaba de golpe, y la alborotada albura de una perdiz blanca se alzaba de la nieve y se alejaba coronando el puerto.

Recuerdo todas las especies de nieve que el viento sabía elaborar, y sus formas de traicionarnos cuando esquiábamos. Y las ventiscas cuando estábamos encerrados en la alta choza alpina, formando un mundo extraño por el que teníamos que encontrar una ruta con tanta cautela como si estuviéramos en un país nunca visto, porque todo aquello era nuevo y recién hecho. Y, finalmente, ya cerca de la primavera, llegaba la gran bajada por un ventisquero, el descenso liso y recto, siempre recto si las piernas se mantenían firmes, y los tobillos doblados, y nosotros corriendo tan agachados, y dejándonos vencer por la velocidad, zambulléndonos más y más en el callado silbido del polvillo vibrante. Era una cosa mejor que volar y que todo lo que hubiera en el mundo, y la podíamos vivir gracias a las largas escaladas que hacíamos cargando las mochilas. No podíamos pagar lo que nos cobraban para subirnos hasta la cumbre. Habíamos trabajado todo el invierno para llegar hasta allí, y ahora era el propio invierno el que nos ayudaba.

Lo malo es que durante el último invierno pasado en las montañas vino gente nueva a meterse muy adentro de nuestras vidas, y ya nada fue igual. El invierno anterior, el de las terribles avalanchas, pareció un inocente y feliz invierno de la infancia, en comparación con el próximo, que fue una especie de pesadilla disfrazada de diversión insuperable, y el verano asesino que llegaría después. 

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