viernes

CONDE DE LAUTRÉAMONT - LOS CANTOS DE MALDOROR (4)


7

Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una casa, me decía: “Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta orden suprema.” Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y leí: “Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él.” No muchos hombres habrían tenido el valor que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Yo, a ella, con semblante triste: “Puedes levantarte.” Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a su hermana. El gusano de luz, a mí: “Toma una piedra y mátala.” “Por qué?” le pregunté. Él a mí: “Ten cuidado tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Esta se llama Prostitución.” Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de muchos esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor de un hombre; la piedra reboto hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz sanguinolenta dejó de brillar. “¡Ay, ay!”, exclamó la hermosa mujer desnuda, “¿qué has hecho?” Yo a ella: “Te prefiero a él, porque tengo piedad por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado.” Ella, a mí: “Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que has amado.” Yo, a ella: “¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te amaré siempre!”… Desde hoy abandono la virtud.” He ahí por qué, ¡oh pueblos!, cuando oís gemir el viento invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: “No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano.” “Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando de misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias.

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