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CONDE DE LAUTRÉAMONT - LOS CANTOS DE MALDOROR (6)
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Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito… Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y mujer, según me han dicho. Lo que me deja sombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón, cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería tan malo. Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada montaña, cuando el sol se levanta para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga cono el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en el sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo que golpeara un yunque?
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