II. EL BESTIARIO DE LAUTRÉAMONT
IX
Uno de los caracteres que queremos señalar para terminar este ya demasiado largo estudio del Bestiario de Lautréamont es la densidad de sus formas sustantificadas. Si Lautréamont no hubiera ido hasta la presencia animal, si se hubiera contentado con la función, tal vez habría encontrado una audiencia menos reticente. Como a menudo hemos hecho la observación, bastaría desencarnar las imágenes, dulcificar los gestos, velar los deseos para domesticar el lautréamontismo. Puede darse la prueba en el plano mismo del lenguaje. Así, el lector aceptaría más fácilmente un adjetivo que un sustantivo; admitiría el remordimiento horadante, rapaz, pero que un buitre, ya no mitológico, sino real, rojo, fino, venga a beber la sangre de un corazón y a cenar en una carne, ya es demasiado; el lector comprenderá una mirada sedosa, fascinante y los brazos de una oscura tentación, pero el pulpo con ojos de seda, con brazos anillados, boca ubicuitaria, es falso porque es indignante. Todas esas garras dan un estilo crispado, crispante. Esas minas de gusanos, esas fosas de piojos, esa purulencia que pulula, dan la impresión insoportable de una aliteración de la violencia, de una brutalidad que considera uno exagerada, porque es preciso reconocer que es fundamental.
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