H.G.V.
En Dejemos hablar al viento Juan Carlos Onetti eructó una afirmación que él seguramente consideraba un insulto blasfemo:
Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre.
Pero en el momento de empezar esta paginita que intenta definir la esencia del delantero que hizo el gol más importante de la historia del fútbol, nos parece adecuadísima para explicar lo que pasó la tarde del 16 de julio de 1950.
El ser ducassiano no digiere, muerde, explica Gastón Bachelard en su ensayo dedicado al montevideano letal por excelencia: Para él, la alimentación es una mordida. Las ganas-de-vivir son aquí ganas-de-atacar. (…) Por ello, ¡qué rapidez! Al lado de Lautréamont, ¡cómo es lento Nietzsche, cómo se siente tranquilo, cómo se le siente en familia con su águila y su serpiente! Para el uno, ¡los pasos del bailarín!, para el otro, ¡los saltos del tigre!
Ghiggia venía siendo una punta de lanza decisiva en aquel equipo capitaneado por el Negro Jefe, y apenas empezó la final el half izquierdo brasileño Bigode lo atendió con una brutalidad respaldada por más de 200 mil personas, pero casi inmediatamente Obdulio Varela -que nunca jugó sucio- le devolvió el planchazo. Y cuando el cancerbero grandote se dio vuelta para mostrarle los colmillos, el capitán celeste le advirtió desde una oscuridad sin fondo: Tranquilo, muchacho.
Y entonces nuestro puntero menudamente discepoliano pudo seguir haciendo estragos con su talento enorme y su nariz (para hablarlo en Homero Manzi) sin riesgo de quebradura.
Pero se sabe que en el entretiempo el propio Ghiggia pidió que le alcanzaran la pelota al pie y no siguieran haciéndole pases largos.
Y fue seguramente en ese momento que se le verticalizó la fe que les venía repartiendo al plantel todos los días el autor analfabeto del mayor verso rugido en nuestra historia: Los de afuera son de palo.
No es mucho menor, por otra parte, la potencia poética de la advertencia que les había hecho a sus compañeros la mayor estrella de la seleçâo verde amarela, Zizinho: Cuidado porque los uruguayos se atan los zapatos con las venas.
Lo único que faltaba para atigrarle las ganas-de-atacar a Ghiggia fue el alarido que pegó Obdulio cuando llegó a la mitad de la cancha con la pelota abajo del brazo después del gol de Friaza:
-¡Vamo arriba que a estos japoneses les ganamos!
Y aquella pelota le empezó a llegar al pie y primero pudo darle el pase del empate a Schiaffino y en el minuto 34 volvió a escapársele a Bigode pero en vez de tirar el centro previsible apuntó al pedacito que Barbosa dejó libre contra el palo izquierdo.
Porque se tuvo una fe completamente ciega y hambrienta.
Y se transformó en esa clase de hombres peligrosos que son capaces de sobrevolar el cielorraso lógico del mundo y depositarnos en la transfiguración intemporal.
Ayer también fue 16 de julio y el mismo resplandor de Maracaná le desanudó las venas.
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