jueves

MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS - CLARISSA PINKOLA ESTÉS



CIENTOVIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
CAPÍTULO 14


La selva subterránea:
La iniciación en la selva subterránea


La doncella manca (2)

He aquí por tanto la antigua-moderna "Doncella manca".

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Había una vez, hace unos días, el hombre que vivía camino abajo aun poseía una enorme piedra que molía el trigo de los aldeanos y lo convertía en harina. El molinero estaba pasando por una mala época, pues sólo le quedaba la áspera y enorme muela que guardaba en un cobertizo y un precioso manzano florido que crecía detrás de este.

Un día en que se fue al bosque con su hacha de plateado filo para cortar leña, apareció un extraño viejo de detrás de un árbol.


-No hace falta que te atormentes cortando leña -graznó el viejo-. Te cubriré de riquezas si me das lo que hay detrás de tu molino.

"¿Y qué otra cosa hay detrás de mi molino sino el manzano florido?", se preguntó el molinero, que aceptó el trato del viejo.

-Dentro de tres años vendré a llevarme lo que es mío -dijo el forastero soltando una carcajada mientras se alejaba renqueando entre los árboles.

El molinero se tropezó con su mujer por el camino. Había huido a toda prisa de la casa con el delantal volando al viento y el cabello alborotado.

-Esposo mío, al dar la hora apareció en la pared de nuestra casa un soberbio reloj, nuestras rústicas sillas fueron sustituidas por otras tapizadas de terciopelo, en nuestra pobre despensa abundan las piezas de caza y nuestras arcas y cajas están llenas a rebosar. Te suplico que me digas cómo ha podido suceder tal cosa.

Justo en aquel momento unas sortijas de oro aparecieron en sus dedos y su cabello quedó recogido con una diadema dorada.

-¡Oh! -exclamó el molinero, contemplando con asombro cómo su pobre jubón se transformaba en una prenda de raso. Ante sus ojos sus zuecos de madera con los desgastados tacones se convirtieron en unos espléndidos zapatos-. Eso es obra del forastero -dijo con la voz entrecortada por la emoción-. En el bosque me tropecé con un hombre muy extraño vestido de negro que me prometió riquezas sin cuento si yo le daba lo que hay detrás del molino. Ya plantaremos otro manzano, esposa mía.

-¡Oh, esposo mío! -gimió la mujer, mirándole como si acabaran de asestarle un golpe mortal-. El hombre vestido de negro era el demonio y es cierto que lo que hay detrás del molino es un árbol, pero ahora nuestra hija también está allí, barriendo el patio con una escoba de ramas de sauce.

Los desconsolados padres regresaron a toda prisa a casa derramando amargas lágrimas sobre sus ricos ropajes. Su hija se pasó tres años sin encontrar marido a pesar de que su carácter era tan dulce como las primeras manzanas primaverales. El día en que el demonio acudió a buscarla, la joven se bañó, se vistió con una túnica blanca y permaneció de pie en el centro del círculo de tiza que había trazado a su alrededor. Cuando el demonio alargó la mano para agarrarla, una fuerza invisible lo arrojó al otro lado del patio.

-No tiene que volver a bañarse -gritó el demonio-, de lo contrario, no podré acercarme a ella.

Los padres y la hija se asustaron. Pasaron varias semanas en cuyo transcurso la hija no se bañó, por cuyo motivo tenía todo el cabello pegajoso, las uñas orladas de negro, la piel grisácea y la ropa tiesa y ennegrecida a causa de la suciedad.

Cuando la doncella más parecía una bestia que una persona, el demonio regresó. Pero la joven rompió a llorar con desconsuelo. Las lágrimas se filtraron a través de sus dedos y le bajaron por los brazos hasta tal extremo que sus mugrientos brazos y sus manos quedaron tan blancos y limpios como la nieve. El demonio se enfureció.

-Hay que cortarle las manos, de lo contrario, no podré acercarme a ella.

El padre se horrorizó.

-¿Quieres que le corte las manos a mi propia hija?

-Todo lo que hay aquí morirá, tú, tu mujer y todos los campos hasta donde alcanza la vista -rugió el demonio.

El padre se asustó tanto que obedeció y, suplicándole a su hija que lo perdonara, empezó a afilar el hacha de plateado filo. La hija se sometió a su voluntad diciendo:

-Soy tu hija, haz lo que tengas que hacer.

Y lo hizo, pero, al final, nadie pudo decir quién gritó más de dolor, si la hija o el padre. Así terminó la vida de la muchacha tal y como esta la había conocido hasta entonces.

Cuando regresó el demonio, la joven había derramado tantas lágrimas que los muñones de sus brazos volvían a estar limpios y el demonio fue arrojado al otro lado del patio cuando trató de agarrarla. Soltando unas maldiciones que provocaron una serie de pequeños incendios en el bosque, desapareció para siempre, pues había perdido el derecho a reclamar la propiedad de la muchacha.

El padre había envejecido cien años y la madre también. Como auténticos habitantes del bosque que eran, siguieron adelante de la mejor manera posible. El anciano padre le ofreció a su hija un espléndido castillo y riquezas para toda la vida, pero ella le contestó que más le valía convertirse en una mendiga y buscarse el sustento en la caridad del prójimo. Así pues, la joven se envolvió los muñones de los brazos en una gasa limpia y, al rayar el alba, abandonó la vida que había conocido hasta entonces.

Anduvo y anduvo. El sol del mediodía hizo que el sudor le dejara unos surcos de mugre en el rostro. El viento le despeinó el cabello hasta dejárselo convertido en una especie de nido de cigüeñas con las ramas enroscadas en todas direcciones.

En mitad de la noche llegó a un vergel real, donde la luna iluminaba todos los frutos que colgaban de los árboles. Pero no podía entrar porque el vergel estaba rodeado por un foso de agua. Cayó de rodillas, pues se moría de hambre. Un espíritu vestido de blanco se le apareció, cerró una de las compuertas y el foso se vació.

La doncella caminó entre los perales y comprendió que cada una de aquellas preciosas peras estaba contada y numerada y que, además, todas estaban vigiladas. Pese a ello, una rama se inclinó con un crujido para que la muchacha pudiera alcanzar el delicioso fruto que colgaba de su extremo. Esta acercó los labios a la dorada piel de la pera y se la comió bajo la luz de la luna con los brazos envueltos en gasas y el cabello desgreñado cual si fuera una figura de barro, la doncella manca.

El hortelano lo vio todo, pero intuyó la magia del espíritu que protegía a la doncella y no intervino. Cuando terminó de comerse la pera, la joven cruzó de nuevo el foso y se quedó dormida al abrigo del bosque.

A la mañana siguiente se presentó el rey para contar sus peras. Descubrió que faltaba una y, mirando arriba y abajo, no logró encontrar el fruto perdido.

-Anoche dos espíritus vaciaron el foso -le explicó el hortelano-, entraron en el vergel a la luz de la luna y uno de ellos que era manco se comió la pera que la rama le ofreció.

El rey dijo que aquella noche montaría guardia. En cuanto oscureció, se fue al vergel con su hortelano y su mago, que sabía hablar con los espíritus. Los tres se sentaron debajo de un árbol e iniciaron la vigilancia. A medianoche apareció la doncella flotando por el bosque, envuelta en sucios andrajos, con el cabello desgreñado, el rostro tiznado de mugre y los brazos sin manos, en compañía del espíritu vestido de blanco.

Ambos entraron en el vergel de la misma manera que la primera vez. Un árbol volvió a inclinar amablemente una de sus ramas hacia ella y la joven se comió la pera de su extremo.

El mago se acercó a ellos, aunque no demasiado, y les preguntó:

-¿Sois de este mundo o no sois de este mundo?

-Yo era antes del mundo, pero no soy de este mundo.

-¿Es un ser humano o es un espíritu? -le preguntó el rey al mago.

El mago le contestó que era lo uno y lo otro. Al rey le dio un vuelco el corazón y, corriendo hacia ella, exclamó:

-No te abandonaré. A partir de este día, yo cuidaré de ti.

En su castillo le mandó hacer unas manos de plata que le acoplaron a los brazos. Y así fue como el rey se casó con la doncella manca.

A su debido tiempo el rey tuvo que combatir una guerra contra un reino lejano y le pidió a su madre que cuidara de la joven reina, pues la amaba con todo su corazón.

-Si da a luz un hijo, envíame inmediatamente un mensaje.

La joven reina dio a luz una preciosa criatura y la madre del rey envió un mensajero al soberano para comunicarle la buena nueva. Pero, por el camino, el mensajero se cansó y, al llegar a un río, se sintió cada vez más soñoliento hasta que, al final, se quedó completamente dormido a la orilla de la corriente. El demonio apareció por detrás de un árbol y cambió el mensaje por otro en el que se decía que la reina había dado a luz una criatura que era medio persona y medio perro.

El rey se horrorizó al leer el mensaje, pero envió un mensaje de respuesta en el que transmitía su amor a la reina y ordenaba que cuidaran de ella en aquella terrible prueba. El muchacho que llevaba el mensaje llegó nuevamente al río y, sintiéndose tan pesado como si hubiera participado en un festín, no tardó en volver a quedarse dormido a la orilla del agua. Entonces apareció de nuevo el demonio y cambió el mensaje por otro que decía "Matad a la reina y a la criatura".

La anciana madre se turbó ante la orden de su hijo y envió a otro mensajero para confirmarla. Los mensajeros fueron y vinieron, todos ellos se quedaron dormidos junto al río y el demonio fue cambiando sus mensajes por otros cada vez más terribles hasta llegar al último que decía "Conservad los ojos y la lengua de la reina como prueba de su muerte".

La anciana madre no pudo soportar la idea de matar a la joven y dulce reina. En su lugar, sacrificó una paloma, le arrancó los ojos y la lengua y los guardó. Después ayudó a la joven reina a sujetarse la criatura al pecho, la cubrió con un velo y le dijo que huyera para salvar su vida. Ambas mujeres lloraron y se despidieron con un beso.

La joven reina anduvo hasta llegar al bosque más grande y frondoso que jamás en su vida hubiera visto. Lo recorrió en todas direcciones tratando de encontrar un camino. Cuando ya estaba oscureciendo, se le apareció el espíritu vestido de blanco y la guió hasta una humilde posada que regentaban unos bondadosos habitantes del bosque. Otra doncella vestida de blanco la acompañó al interior de la posada y la llamó por su nombre. La criatura fue depositada en una cuna.

-¿Cómo sabes que soy una reina? -le preguntó la doncella manca.

-Nosotros los que vivimos en el bosque sabemos estas cosas, mi reina. Ahora descansa.

La reina permaneció siete años en la posada, viviendo feliz con su hijo. Poco a poco le volvieron a crecer las manos, primero como las de una criatura, tan sonrosadas como una perla, después como las de una niña y finalmente como las de una mujer.

Entretanto, el rey regresó de la guerra y su anciana madre le preguntó, mostrándole los ojos y la lengua de la paloma:

-¿Por qué me hiciste matar a dos inocentes?

Al enterarse de la horrible historia, el rey se tambaleó y lloró con desconsuelo. Al ver su dolor, su madre le dijo que aquellos eran los ojos y la lengua de una paloma y que había enviado a la reina y a la criatura al bosque. El rey juró que no comería ni bebería y viajaría hasta los confines del mundo para encontrarlos. Se pasó siete años buscando. Las manos se le ennegrecieron, la barba se le llenó de pardo moho como el musgo y se le resecaron los enrojecidos ojos. Durante todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero una fuerza superior a él lo ayudaba a vivir.

Al final llegó a la posada que regentaban los habitantes del bosque. La mujer vestida de blanco lo invitó a entrar y él se acostó, pues estaba muy cansado. La mujer le cubrió el rostro con un velo y él se quedó dormido. Mientras permanecía sumido en un profundo sueño, su respiración hinchó el velo y, poco a poco, este le resbaló del rostro. Al despertar vio a una hermosa mujer y a un precioso niño mirándole.

-Soy tu esposa y este es tu hijo -dijo la mujer.

El rey quería creerla, pero vio que la mujer tenía manos.

-Gracias a mi esfuerzo y a mis desvelos me han vuelto a crecer las manos -añadió la joven.

La mujer vestida de blanco sacó las manos de plata del arca donde estas se guardaban como un tesoro. El rey se levantó, abrazó a su esposa y a su hijo y aquel día hubo gran júbilo en el bosque. Todos los espíritus y los moradores de la posada celebraron un espléndido festín. Después, el rey, la reina y el niño regresaron junto a la anciana madre, celebraron una segunda boda y tuvieron muchos hijos, todos los cuales contaron la historia a otros cien, que a su vez la contaron a otros cien, de la misma manera que tú eres una de las otras cien personas a quienes yo la estoy contando.

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