IV / LA ESTANCIA DE LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS (2)
Estos presagiosos gruñidos no me produjeron ningún efecto, y al siguiente día volví de nuevo al asunto. Yo no tenía lazo, de modo que no podía, sin ayuda, encargarme de enlazar una vaca medio brava. Por último, uno de mis congregados ofreció ayudarme, diciendo que hacía años que no probaba una gota de leche, y que estaba inclinado a catar otra vez aquella singular bebida. Este nuevo aliado merece ser presentado formalmente al lector. Se llamaba Epifanio Claro. Era alto, delgado y lampiño, y su cara larga y macilenta tenía una expresión singularmente torpe. Su negro y lacio cabello, partido al medio, colgábale hasta los hombros, medio cercando su enjuto rostro, como un par de alas de iribú. Tenía ojos muy grandes, claros y de expresión ovejuna; las cejas encorvadas hacia arriba como un par de arcos góticos, sólo dejaban cobre ellas un angostísimo espacio que servía de frente. Debido a esta peculiaridad, le apodaban Cejas, por cuyo nombre era conocido de sus amigos. Pasaba la mayor parte del tiempo rasgueando una vieja, rajada y desafinada guitarra, y cantando tonadas amorosas en una voz de falsete, triste y chillona, que me hacía recordar, no poco, la hambrienta y pedigüeña gaviota en aquella estancia del departamento de Durazno. Pues, aunque el pobre Epifanio tenía una pasión loca por la música, la naturaleza le había negado cruelmente el modo de expresarla de un modo agradable a sus semejantes. Sin embargo, es justo admitir que prefería las baladas o composiciones de un carácter filosófico, por no decir metafísico. Me tomé el trabajo de traducir literalmente la letra de una de ellas, que dice así:
Ayer se abrió mi sentido,
Al golpear de la razón,
Inspirando en mí una intención
Que jamás había tenido.
En vista que todos mis días,
Mi vida ha sido lo que es,
Al levantarme, pues, me dije:
Hoy día ha de ser como ayer,
Puesto que la razón me avisa
Que nunca he sido otro ser.
Es difícil juzgar por estas pocas líneas, formando ellas sólo una cuarta parte de la canción, pero es un buen ejemplo, y el resto no era más inteligible. Naturalmente, no es de suponer que Epifanio claro, un hombre ignorante, se penetrase de toda la filosofía de estas líneas; no obstante, es probable que alguna ligera emanación de su profundo significado haya tocado su magín, haciéndolo, al mismo tiempo, más cuerdo.
Acompañado por este singular individuo y con el permiso del capataz, quien en palabras de muchas sílabas rehusó tomar responsabilidad alguna en el asunto, salimos al potrero en busca de una vaca. Luego encontramos una que parecía venir de molde para nuestro objeto, cuya distendida ubre prometía leche en abundancia; la seguía un ternerito de no más de una semana; desgraciadamente la vaca era brava y tenía astas puntiagudas como agujas.
-Luego se las cortaremos -me gritó Cejas.
Entonces alzó la vaca y yo agarré al ternerito, y levantándolo y colocándolo por delante del recado, me puse en marcha hacia la casa. La vaca me persiguió furiosamente, y detrás venía Claro a todo galope. Tal vez estuvo demasiado confiado y permitió descuidadamente que la vaca tirara el lazo que la sujetaba; el hecho es que, de repente, volvió atrás y le arremetió con furia extraordinaria, hundiendo uno de sus formidables cuernos en la barriga de su caballo. Pero Cejas supo arrostrar la situación, y dándole a la vaca un fuerte golpe en la testera que la hizo recular momentáneamente, cortó el lazo con su cuchillo, y gritándome al mismo tiempo que soltara al ternero, se escapó. En cuanto llegamos a una prudente distancia, detuvimos nuestros caballos, diciendo Claro, secamente, que el lazo era prestado y que el caballo era de la estancia, de modo que nada habíamos perdido. Se apeó y le dio algunas puntadas a la enorme herida que la pobre bestia tenía en la barriga, usando como cuerda algunos pelos que le arrancó de la cola. Era una tarea difícil, o por lo menos lo hubiera sido para mí, pues tuvo que abrir algunos agujeros en los labios de la herida con la punta de su facón; pero parecía serle muy fácil. Usando lo que quedaba del lazo, pialó al caballo de una pata trasera y otra delantera, y con un diestro empujón, lo tumbó al suelo; entonces, amarrándolo bien, hizo la operación de coser la herida en un par de minutos.
-¿Vivirá? -le pregunté.
-¡Qué sé yo! -replicó, indiferentemente-. Solo sé que aura podrá llevarme a casa; si se muere después, ¿qué importa?
Entonces, montando otra vez a caballo, nos fuimos al trotecito a la estancia. Por supuesto que se mofaban despiadadamente de nosotros, sobre todo la vieja negra que había previsto, según nos dijo, lo que iba a suceder. Uno se habría imaginado, al oírla hablar, que consideraba el tomar leche una de las más graves ofensas contra la moral de la cual un hombre pudiese ser culpable, y que en este caso la misma Providencia había intervenido milagrosamente para impedir que satisficiéramos nuestros depravados apetitos.
Cejas tomó el asunto con mucha frescura.
-No les haga ningún caso -dijo -; ni el lazo ni el caballo eran nuestros, ansí que ¿qué importa lo que digan?
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