(Ensayo inédito que fue presentado como ponencia en el Coloquio Francia-Uruguay organizado en París por La Sorbonne y la UNESCO en 1987)
PRIMERA ENTREGA
Cualquier universo posible que intentemos aproximar a esta novela de retornos y recurrencias, de límites imprecisos entre la vida y la supervivencia, deberá estar fuertemente enraizado en este mundo pero invadido por otro, quizá sólo visible para los ojos del alma. Se trata de dos estados de la existencia intercomunicados por la palabra, la música y el amor.
Para afirmar su punto de partida que se apoya en la realidad terrena, Hugo Giovanetti Viola precede su relato de un cuadro genealógico preciso de los personajes de la novela, para luego, al entrelazar sus historias, mezclar y cortar los tiempos, desvanecer la individuación de los fenómenos: “Únicamente a estos se aplican las nociones de duración y de fin” (1). De esta manera, en una primera instancia, se recompone y se juega el universo el universo de la filosofía inmanente de Schopenhauer, para quien es posible colocarse en un punto de vista que excluya el tiempo y sostenga la validez de las esencias (2).
Diversas historias podrían desglosarse como demostración de que la propia trama de la novela está tejida por hechos y fenómenos pasajeros de una esencia indestructible, que no termina con la muerte individual. Algo perdura en la renovación constante de las cosas (los objetos y los seres), como por ejemplo:
- la luz simbolica del faro, “eterna”, “silenciosa”, mantenida por sucesivos cuidadores de la Isla de Lobos;
- la guitarra, la “estrellera” española con incrustaciones de nácar, que reaparece y vuelve a sonar en manos de diversas generaciones;
- el gato, “Dominique”, de Natacha Regusci Tomillo, del que se registran seis dinastías de presencia invariable (3);
- los lobos que vuelven cada año y cada año se repite la matanza.
Junto a ellos, los loberos. Situación aberrante y compleja la de esos hombres anónimos que cuidan el sueño de los lobos y los tienen que matar: “Mire que uno los mata, pero qué bicho lindo que es el lobo”, dice un capataz. Ellos quieren a esos animales “de mirada hinchada y dulce” que a veces se defienden y se enloquecen. Alguna vez pensaron en hacerles una tumba con flores (MA, p. 50) (*); a los recién nacidos les llaman “angelitos” como a los niños. ¿Ellos también se volverían “de luz” como Sabino y Carolina? Es el “reino del faro” (MA, p. 36), con su doble simbolismo que anuncia el primer acápite de la novela:
“Lobos o ángeles / sostienen la vigilia de la luz” (4)
Por un lado, la vigilia es el permanente estar en vela del faro, y por otro, la palabra “vigilia” sustituye a la muerte que no se quiere nombrar: es la víspera o lo anterior al estado “de luz”. Otras formas de luz intramundana, o por lo menos visibles a través del mundo, van a ser representadas.
I
Significativamente, la primera parte de la novela está dividida en capítulos que repiten y alternan dos títulos: El eclipse y Las cruces.
El eclipse es tal vez la alusión al fenómeno que sirve a Sócrates para referirse a los ojos del alma. La posible pérdida de la vista que puede sufrir quien contemple sin precauciones un eclipse de sol explica por similitud el temor de perder los ojos del alma que permite ver la verdad de las cosas.
“Je trouve que je devais recourrir aux príncipes et y regarder la vérité des choses” (5).
Es posible que aunque Alondra, la niña de los ojos de vidrio, no quiera olvidar los colores del mundo, estos ya no la hieran ni la confundan y sea por eso mismo, quien vea mejor ese otro mundo que representan las cruces (MA, p. 44).
Las cruces son tres señales concretas que marcan el lugar donde están enterrados los tres muertos que componen el cementerio de la Isla. Es Alondra quien lleva siempre flores esos lugares donde dicen que tres personas fueron enterradas. Ella no los ve con los ojos del cuerpo ni le servirían para la percepción de esa otra manera de presencia que acompaña por medio de las flores.
El otro mundo no es, en principio, en la novela, un mundo del más allá, sino lo que podríamos llamar la comarca de lo perdurable fuera del tiempo y los fenómenos. También Magdalena Tomillo, otro de los personajes importantes de la novela, ve de esa manera cuando, ya casi sorda y ciega, nos hace participes de ese otro mundo con el cual ella puede comunicarse.
Notas
(*) Hugo Giovanetti Viola, Morir con Aparicio, 1ª edición, Arca, Montevideo, 1985. La sigla MA indica la cita del este díptico novelesco seguida de la página correspondiente.
(1) Schopenhauer define el tiempo como “la forma del conocimiento que tenemos de nuestra existencia y de nuestra naturaleza… este conocimiento es muy incompleto y se limita a los fenómenos” (El mundo como voluntad y representación, La España moderna, Madrid, vol. 3, p. 200).
(2) “Comenzar, terminar, durar, son otras tantas nociones que toman su significación exclusivamente del tiempo…” (ibídem).
(3) La percepción de un gato, es uno de los ejemplos con que ilustra Schopenhauer la presencia esencial de la especie en cada individuo concreto: “Bien sé que si se sostuviese seriamente que el gato que juega en este momento a mi lado es el mismo que hace trescientos años daba los mismos saltos y se entregaba a los mismos juegos, me tomarían por loco, pero sería más loco aun que creyese que el gato de hoy es esencial y enteramente otro que el de hace trescientos años” (ob. cit., p. 183).
(4) Jorge Arbeleche, “Los ángeles oscuros”, Ediciones de la Balanza, Montevideo, 1976, p. 34.
(5) Platón, Phédon, Classiques Garnier, Paris, XLVIII, p. 160.
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