miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (14) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



IV / LA ESTANCIA DE LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS (1)

Continuando mi jornada por el distrito de Durazno vadeé el hermoso río Yí y penetré en el departamento de Tacuarembó, departamento extremadamente largo, que se extiende hasta la frontera brasileña. Atravesé su parte más angosta donde sólo mide unas ocho leguas; después de vadear el Salsipuedes Chico y el Salsipuedes Grande, llegué, por último al fin de mi viaje al departamento de Paysandú. La estancia de la Virgen de los Desamparados era un cuadrado edificio de ladrillo de regular tamaño, plantado sobre una altísima eminencia que dominaba un inmenso techo ondulante cubierto de hierba. No había ninguna arboleda cerca de la casa, ni siquiera un solo árbol de sombra o planta cultivada; había, en cambio, algunos grandes corrales para el ganado, del cual tenían seis o siete mil cabezas. La falta de sombra y verdura daba al lugar un aspecto melancólico y desapacible, pero si yo alguna vez llegara a tener autoridad allí, todo eso cambiaría. El mayordomo, don Policarpo Santierra de Peñalosa, probó ser una persona muy afable y complaciente. Me recibió con aquella sencilla cortesía oriental, que sin ser fría, tampoco es expansiva, y en seguida leyó la carta de Doña Isidora. Por último, me dijo: -Tendré el mayor gusto, amigo, de proporcionarle todas las comodidades asequibles en esta altura; y en cuanto a lo demás, ¿qué quiere que le diga? ¡al buen entendedor pocas palabras!, y en breve me hará usted un gran favor de considerar esta casa con todo lo que contenga, la suya, mientras nos honre con su presencia.

Después de expresar estos amables sentimientos que me dejaron en el aire acerca de mis esperanzas, montó su caballo y se fue al galope, probablemente a atender algún asunto de mucha importancia, pues no volví a verlo durante varios días.

Empecé inmediatamente a establecerme en la cocina. No parecía que nadie en la casa entrase jamás ni aun por casualidad en las otras piezas. La cocina era enorme; parecía un granero, y era de no menos de trece a catorce metros de largo y de proporcionada anchura; el techo era de totora, y el fogón, situado en el centro de la pieza, consistía en una plataforma de argamasa cercada por cañas de buey medio enterradas verticalmente en el suelo. Desparramadas, aquí y allá, había algunas trébedes y teteras de fierro, y desde la cumbrera que soportaba el techo colgaba una cadena con un gancho, del que pendía una enorme olla de fierro; un asador de unos dos metros de largo completaba la lista de los utensilios de la cocina. No había ni sillas, ni mesas, ni cuchillos, ni tenedores; cada cual llevaba su propio cuchillo; a la hora de comer se echaba el puchero en una gran fuente de lata, mientras que del asado cada uno se servía del asador mismo, tomando la carne con sus dedos y cortándose su tajada. Algunos troncos de árbol y cabezas de caballo servían de asientos. Tenían habitación en la casa una mujer -una vieja negra y canosa, horriblemente fea, de unos setenta años de edad- y unos dieciocho o veinte individuos de diversas edades y tamaños, y de todos los matices de cutis imaginable, desde el color blanco de pergamino hasta el de vieja madera de encina. Había un capataz y siete u ocho peones, siendo los demás todos agregados, o hablando claro, un tropel de vagabundos que se apegan a esta clase de establecimientos como perros errantes atraídos por la abundante carne, y que, de tarde en tarde, ayudan a los peones en sus tareas; también juegan un tanto por dinero y a veces roban para costear sus menudos gastos. Al apuntar el día, cada uno se hallaba en pie y sentado al lado del fogón sorbiendo el cimarrón y fumando un cigarrillo; antes de salir el sol, todos estaban ya montados a caballo repuntando el ganado en el campo circunvecino; volvían a mediodía a almorzar. La carne consumida y la que se desperdiciaba era algo atroz. Después del almuerzo se tiraban con frecuencia hasta diez o quince kilogramos de carne cocida y asada en una carretilla, llevándose en seguida al basurero, donde servía para sustentar a veintenas de halcones, gaviotas y caranchos, además de los perros.

Por supuesto que yo sólo era un simple agregado, sin tener todavía ni sueldo ni ocupación fija. Creyendo, sin embargo, que esto sólo sería por poco tiempo, estaba bien dispuesto a ponerle buena cara al asunto, y luego me hice muy amigo de mis congregados, tomando parte gustosamente en todos sus pasatiempos y tareas voluntarias.

Pasados varios días, empezó a cansarme la comida exclusivamente de carne, pues ni una galleta era “asequible en esta altura”; y en cuanto a papas, lo mismo habría sido pedir un plum-pudding. Por último, se me ocurrió que con tantas vacas se podría conseguir leche e introducir un poco de variedad en nuestra comida. Esa misma noche sondeé el asunto y propuse que al día siguiente enlazáramos una vaca y la amansáramos. Algunos de los hombres aprobaron la idea, añadiendo que jamás se les había ocurrido hacerlo; pero la negra, a quien, por ser la única representante del bello sexo, siempre se la escuchaba que su posición exigía, se afilió apasionadamente al partido de la oposición. Declaró que desde la visita del dueño y su joven esposa a la estancia hacía doce años, nunca jamás se había ordeñado en ella una sola vaca. En ese tiempo tenían una vaca lechera, y de haber bebido mucha leche la señora, antes de desayunarse, hubo un empacho tal que hubo que darles polvos de estómago de avestruz, y, por último, llevarla con gran dificultad en una carreta de bueyes a Paysandú, y de allí, por el río, a Montevideo. El dueño ordenó que soltaran al animal, y nunca, a su saber, desde aquella fecha, se había ordeñado una vaca en la Virgen de los Desamparados.

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