miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (12) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



III / MATERIA PARA UN IDILIO (1)

Dejando muy temprano, a la mañana siguiente, el rancho del elocuente domador de caballos, continué mi jornada, y caminando al trotecito todo el día y dejando atrás del departamento de Florida, me interné en el de Durazno. Aquí interrumpí el viaje en una estancia donde tuve una espléndida oportunidad de estudiar los modales y las costumbres caseras de los orientales, y donde también tuve algunas variadas experiencias que extendieron en sumo grado mi conocimiento de la insectología. Esta casa, a la que llegué una hora antes de ponerse el sol, y donde pedí permiso para desensillar, era un edificio largo y bajo, con techo de totora, cuyas bajas murallas, extremadamente gruesas, presentaban, exteriormente, el áspero aspecto de una pirca. ¡Cómo era que no se hubiesen derrumbado, amontonadas allí, sin orden ni argamasa que las uniera, era un misterio para mí; y era aun más difícil imaginar por qué no se había estucado su tosco interior, con sus innumerables grietas y esquinas llenas de polvo.

Fui recibido amablemente por una numerosísima familia, compuesta del dueño de casa, su suegra -una anciana de blancas canas-, su mujer, tres hijos y cinco hijas, todos crecidos. Había, también, varios chiquillos que pertenecían, creo, a las hijas,  bien que eran todas solteras. Me asombró sobremanera oír el nombre de una de las niñitas. Nombres como Trinidad, Corazón de Jesús, Natividad, Juan de Dios, Concepción, Ascensión y Encarnación son bastante comunes; pero apenas me habían preparado para encontrarme con una prójima con el nombre de… pues vaya… ¡Circunscisión! Además de la familia, había perros, gatos, pavos, patos, gansos e innumerables aves. No contentos con todos estos animales, tenían también una chillona y antipática cotorra a la que la vieja siempre hablaba, explicándole continuamente a los demás, en pequeños apartes, lo que decía el loro o quería decir, o tal vez lo que ella se imaginaba que quería decir. También había varios charabones domésticos, que siempre rondaban por la gran cocina -pieza donde se reunía la familia- a la mira de algún dedal, una cuchara u otro pequeño bocado metálico que pudiesen engullir sin ser observados. Una mulita mansa pasó la noche entrando y saliendo de la habitación, y posada en el umbral de la puerta, estorbando el paso a todo el mundo, había una gaviota renga que chillaba constantemente para que le diesen algo de comer -la mendiga más pedigüeña que jamás he visto en mi vida.

La familia era muy jovial y bastante industriosa para ser de un país tan indolente como la Banda Oriental. La tierra era de ellos; los hombres cuidaban del ganado del cual parecían tener un número considerable, mientras que las mujeres, levantándose antes del amanecer, ordeñaban las vacas y hacían quesos.

Durante la noche vinieron de visita dos o tres muchachones -vecinos, me imagino, que le hacían la corte a las niñas de la casa-, y después de una abundante cena, tuvimos canto y baile al son de la guitarra, que cada uno de la familia, excepto los nenes, tocaba un poquito.

Como a las once me fui a acostar, y tendiéndome en el suelo, sobre mi tosco lecho de ponchos en una pieza contigua a la cocina, bendije a esa llana y hospitalaria gente.

-¡Caramba! -pensé- ¡qué campo tan glorioso le espera aquí a un nuevo Teócrito! ¡Qué indeciblemente trillada y artificial parece toda la poesía idílica a la fecha escrita, cuando uno se sienta a cenar y toma parte en el airoso cielo pericón en una de estas lejanas estancias medio incultas sudamericanas! Juro yo mismo volverme poeta y regresaré algún día a la hastiada Europa y la sorprenderé con algo tan…, tan…, ¿qué diablo fue eso?”. Mi soliloquio a medio dormir terminó de improviso y de un modo poco concluyente, pues había un sonido aterrador, ¡el inequívoco zumbido de un insecto! ¡Era la detestable vinchuca! He ahí el enemigo contra el cual el valor británico y los revólveres no sirven de nada, y en cuya presencia se empieza a tener sensaciones que no es de suponer encuentren asilo en el corazón de un hombre valiente. Los naturalistas nos dicen que es el connorhinus infestants, pero como ese informe deja algo que desear, describiré el bicho brevemente. Es indígena de Chile, la Argentina y los países orientales, y es conocido entre los habitantes de ese vasto territorio por el nombre de vinchuca; pues, como a ciertos volcanes, mortíferas víboras, cataratas y otros sublimes objetos naturales, se le ha permitido conservar el antiguo nombre que le dieron los primitivos moradores. Es de color tostado oscuro, del ancho del pulgar de un hombre, y plano como la hoja de un cuchillo ¡cuando está en ayunas! Se esconde de día, como las chinches, en las rendijas y grietas de las paredes; pero, apenas se apagan las velas, sale en busca de alguien a quien pueda devorar; pues, como la pestilencia, anda en la oscuridad. Puede volar, y en la pieza oscura sabe dónde uno está y también sabe encontrarle. Después de escoger una tierna y sabrosa parte del cuerpo, penetra el cutis con su pico y chupa vigorosamente durante dos o tres minutos, y por raro que parezca, no se siente la operación estando uno enteramente despierto. Al terminar, es tanta la sangre que ha chupado, que el bicho, antes tan enjuto, llega a adquirir la forma, el tamaño y el aspecto general de una grosella madura. Apenas se va, empieza la parte picada a hincharse y a arder como cuando a uno le pican las ortigas. Que la comezón venga después y no durante la picadura, es algo muy ventajoso para la vinchuca, y dudo mucho que en este aspecto haya otro parásito chupador tan favorecido por la naturaleza.

¡Imagínese, pues, el lector mis sensaciones, cuando oí el zumbido no de un par, sino de dos o tres pares de alas! Traté de olvidar el sonido y de quedarme dormido. Traté de olvidar esas toscas paredes llenas de rendijas -tenían cien años, según me había contado el dueño de casa-. “¡Qué vieja casa tan interesante!”, pensé; y entonces muy repentinamente una ardorosa comezón en el dedo gordo del pie. “¡Eso es lo que pasa! -dije para mí-, con cenas a medianoche, el pericón, la sangre acalorada y todo lo demás. Casi puedo imaginarme que, en efecto, algo me ha picado, cuando claro que no ha pasado tal cosa”. Entonces, mientras frotaba y rascaba furiosamente el dedo, sintiendo una propensión de mapache a roerlo, mi brazo izquierdo fue atravesado por agujas candentes. Inmediatamente dirigí mis atenciones a aquella parte del cuerpo; pero luego mis atareadas manos fueron llamadas a otro punto, como un par de doctores que, agobiados de tanto trabajo, atienden a los enfermos en algún pueblo atacado por una epidemia; y así pasé toda la noche, sólo quedándome dormido a ratos, y eso, a duras penas, mientras seguía la lucha.

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