Yo trabajaba en un negocio de repuestos de automóvil y apenas me alcanzaba el sueldo. Mis únicas alegrías eran comer, tomar cerveza y acostarme con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero tenemos que conformarnos con lo que tenemos. Sara me alcanzaba. Respiraba SEXO por todos lados. La había conocido en una fiesta de Navidad que hicieron los empleados del negocio. Ella trabajaba allí como secretaria. En la fiesta me di cuenta de que nadie se le acercaba a ella y no lo pude entender. Nunca había visto mujer que estuviese tan buena y además no parecía boba. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Cuando te miraba fijo no parpadeaba y tenías la sensación de que te penetrara. En un momento en que ella fue al baño me arrimé a Harry, al camionero.
-Oíme, Harry -le dije. -¿Por qué a Sara no se le acerca nadie?
-Es una bruja, loco, una bruja de verdad. Tené mucho cuidado.
-Dale, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Y en la antigüedad hasta las quemaban. Qué cosa más horrible. Las brujas no existen.
-Bueno, no voy a discutirte que puedan haber quemado a muchas mujeres por error. Pero yo te aseguro que esta mina es una bruja.
-Lo único que necesita -me dijo Harry- es una víctima.
-¿Y vos cómo sabés?
-Por cosas que le pasaron a dos empleados de aquí -dijo Harry. -Manny, un vendedor, y Lincoln, un delivery.
-¿Qué les pasó?
-Fueron desapareciendo frente a nosotros, aunque muy despacito… Podías verlos desaparecer…
-Prefiero no hablar de eso. Vas a creer que estoy loco.
Enseguida que se fue Harry llegó Sara del baño. Estaba preciosa.
-¿Qué te dijo Harry de mí? -me preguntó.
-¿Y vos cómo sabés que estaba hablando con Harry?
-Yo sé bien -dijo ella.
-No me dijo mucho.
-Ta. Olvidate de lo que te dijo. Son mentiras. Lo que pasa es que no le di bola y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.
-A mí lo que diga Harry no me importa -dije yo.
-¿Vos sabés que nosotros funcionaríamos? -dijo ella.
Después de la fiesta la traje a mi apartamento y juro que nunca había gozado tanto. No podía haber algo igual. Más o menos al mes nos casamos. Ella dejó de trabajar enseguida, pero yo no dije nada porque me tenía loco de contento. Sara se hacía la ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer realmente extraordinaria.
Pero como conté al principio, después de tres meses empezó a quejarse mi gordura. Al principio eran nada más que pequeñas observaciones amables, hasta que al final ya me tomaba el pelo. Una noche llegó a casa y me dijo:
-¡Sacate esa maldita ropa!
-¿Cómo decís, querida?
-¿No me escuchaste, idiota? ¡Desvestite!
-¡Qué horror! -dijo. -¡Qué montón de mierda!
-Pero querida, qué te pasa... ¿Andás con ganas de pelear?
-¡Callate! ¡Mirá toda esa mierda colgándote por todos lados!
Tenía razón. Se me había formado un rollo michelín arriba de cada cadera. Entonces ella empezó a pegarme terribles piñazos en cada michelín.
-¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células...
Y me seguía pegando.
-¡Ay! ¡Me duele, mi amor!
-¡Bueno! ¡Ahora empezá a pegarte vos mismo!
-¿Yo mismo?
-¡Sí, dale, tarado!
Me pegué varias veces, bastante fuerte. No pude sacarme los michelines, pero ahora estaban morados.
-Tenemos que sacarte esta mierda -me dijo.
-No, de eso ni hablar -le dije-, la cerveza no la voy a dejar. ¡Te amo muchísimo, pero no te metas con la cerveza!
-Okey -dijo Sara. –Igual vamos a poder.
-¿Qué vamos a poder?
-Sacarte toda esa grasa para que vuelvas a tener un tamaño razonable.
Todas las noches, cuando volvía a casa, me preguntaba lo mismo.
-¿Te pegaste en los rollos?
-¿Cuántas veces?
-Cuatrocientos piñazos de cada lado, fuerte.
Iba por la calle dándome piñazos. La gente me miraba, pero al final me importaba un pito, porque sabía que el que estaba haciendo algo importante era yo…
La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Después de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba que tenía un buen aspecto. Todos menos Harry, el camionero. Pero de celoso, claro, porque nunca había podido bajarle la bombacha a Sara.
Una noche me pesé y había llegado a los setenta kilos.
-¿No te parece que ya estoy en forma? -le dije a Sara. -¡Fijate!
-Según los gráficos -dijo Sara-, según los gráficos, todavía no llegaste al tamaño ideal.
-Pero oíme -le dije-, mido uno ochenta. ¿Cuál es el peso ideal?
Y entonces Sara me contestó con un tono muy raro:
-Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución para la Explosión Demográfica. Que otros se preocupen por la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso va a resolver la Contaminación y muchas cosas más.
-¿Pero de qué carajo hablas? -pregunté, abriendo una botella de cerveza.
-No te preocupes -contestó. -Ya te vas a dar cuenta.
Entonces empecé a notar que aunque seguía perdiendo peso no adelgazaba. Era raro. Y después me di cuenta de que arrastraba los dobladillos de los pantalones... y que también empezaban a quedarme grades las mangas de la camisa. Al subir al coche para ir al trabajo el volante parecía quedar más lejos y tuve que adelantar un poco el asiento.
Hasta que una noche me subí a la balanza. Sesenta kilos.
-Oíme, Sara. Vení.
-Sí, querido...
Hay algo que no entiendo.
-Me parece que me estoy achicando.
-Sí, encogiendo.
-¡No seas imbécil! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Vos pensás que la dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible! Y se empezó a reír.
-Okey -dije. -Agarrá un lápiz y vení aquí. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre hacía esto cuando yo era chico y estaba creciendo. Ahora colocame el lápiz recto arriba de la cabeza y hacé una raya en la pared.
-Bueno, bobito, bueno -dijo ella
Hizo la raya.
A la semana semana pesaba cincuenta kilos. La cosa avanzaba cada vez más.
-Vení aquí, Sara.
-Sí, bobito.
.-Dale, hace la raya.
La hizo.
-Nene bobo...
Y al poco tiempo me llamó el jefe de la oficina.
Me paré arriba de la silla que había frente a su mesa.
-¿Henry Markson Jones II?
-Sí. Lo escucho, señor.
-¿Usted es Henry Markson Jones II?
-Claro, señor.
-Bueno, Jones, últimamente lo estuvimos observando con mucho cuidado y pensamos que usted ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto... quiero decir, nos fastidia que esto se termine así, pero...
-Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.
-Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero usted ya no está en condiciones de hacer un trabajo de hombre.
Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad que me charan echarme así...
Las cosas con Sara empeoraron, porque ahora me alimentaba ella. Llegó un
momento en el que ya no podía abrir la puerta de la heladera. Y después me puso una cadenita de plata. En poco tiempo llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una pelela. Claro que todavía me daba mi cerveza, como me había prometido.
-Ay, mi muñequito -decía. -¡Sos tan chiquito y tan mono!
Nuestra vida amorosa también se terminó. Todo se había achicado proporcionalmente. Me la montaba, pero al ratito ella me bajaba riéndose.
-¡Bueno, por lo menos hiciste todo lo posible, mi patito!
-¡Oh mi hombrecito, mi hombrecito chiquito!
Y me agarraba y me besaba con sus labios rojos...
Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Es cierto que tengo que reconocerle algo: todavía me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto litro me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Cuando se está cerca el final de la vida uno puede valorar mucho ese poquito de vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:
-¡Bailá, chiquito! ¡Bailá, bobito mío, baila! ¡Bailá, bailá!
Al final yo ya no siquiera podía cobrar la plata del desempleo, así que bailaba arriba de la radio mientras ella aplaudía y se reía.
Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese agarrado un gato me habría torturado igual que a un ratoncito. Pero la vida todavia seguía gustándome. Bailaba, cantaba, bebía. Por más pequeño que sea un hombre, siempre va a descubrir que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una paliza. Colocaba pedacitos de papel por el suelo y yo cagaba alli. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una horrible sensación de inferioridad y me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Lo que no supe nunca es por qué me mantenía en los quince centímetros justos. Le hacía canciones a Sara y las llamaba Canciones para Sara: sí, no soy más que un mosquito, y no mientras no me caliente no hay problema, aunque solamente se la podría meter a una puta cabeza de alfiler. Sara aplaudía y se reía. Si querés ser almirante de la marina de la reina tenés que hacerte del servicio secreto, llegar a quince centímetros de altura y cuando la reina vaya a mear
vichar el chorro de su conchita...
Y Sara aplaudía y se reía. Las cosas eran así y no había nada que hacerle.
Pero una noche pasó algo espantoso. Yo estaba cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, aplaudiendo, tomando vino y riéndose. Era una de mis mejores actuaciones. Pero la radio se calentó y empezó a quemarme los pies, como pasaba siempre, hasta que no aguanté más.
-Por favor, querida –dije-, no puedo más. -Bajame de aquí y dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como podés tomar ese vino tan malo. Dame un dedal de esa cerveza tan rica.
-Claro, amorcito -dijo ella. -Esta noche estuviste extraordinario. Si Manny y Lincoln hubiesen sido tan extraordinarios todavía estarían aquí. Pero ellos no cantaban ni bailaban, lo único que hacían eran pensar y llorar. Y lo peor es que no querían aceptar el Acto Final.
-¿Y cuál es el Acto Final? -pregunté.
-Vamos, amorcito, tomate la cerveza y descansá. Quiero que goces mucho en el Acto Final. Es evidente de que sos mucho vivo que Manny y que Lincoln. Me parece que vamos a poder conseguir la Culminación de los Opuestos.
-Tomate la cerveza, preciosito, que te vas a enterar enseguida.
Y empezó a moverme más rápido, más rápido, cada vez más y me empezó a arder la piel, y cada vez se me hacía más difícil respirar; el hedor aumentaba. Escuchaba sus jadeos. Entonces pensé que cuanto antes acabase la cosa menos iba a sufrir. Y cada vez que me empujaba para adelante arqueaba la espalda y el pescuezo y arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeando todo lo posible al Hombre de la Barca. Hasta que de repente quedé afuera de aquel túnel terrible y Sara me levantó y me puso frente a su cara.
-¡Dale, maldito! ¡Dale!
Estaba totalmente borracha de vino y de pasión. Entonces quedé embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy rápido, de arriba a abajo. Y de repente junté aire para aumentar de tamaño y después junté saliva y la escupí... una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces... El hedor ya era increíble, pero al final me volvió a levantar en el aire.
Sara me acercó a la lámpara de la mesita y me empezó a besar la cabeza y los hombros.
-¡Ay amorcito mío! ¡Ay mi mi pijita divina! ¡Te amo! -me dijo.
Al final volví a llegar hasta aquel pecho inmenso. Solté el alfiler y escuché, tratando de localizar el punto exacto de donde llegaba el ruido del corazón. Me pareció que era un punto situado exactamente abajo de una pequeña mancha marrón, un lunar de nacimiento. Entonces me incorporé. Agarré el alfiler con su hermosa cabeza de cristal color púrpura reluciendo bajo la lámpara y pensé, ¿funcionará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría veintidós, más o menos. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros. Así que levanté el alfiler y lo clavé. Justo abajo del lunar marrón.
Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo... lo que para mi tamaño hubiese sido como caer desde una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Pero seguía sosteniendo el alfiler con firmeza el alfiler. Y de golpe ella exhaló un sonido extraño y empezó a estremecerse como si sintiese escalofríos.
Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel. Entonces quedó inmóvil. Escuché. Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno... Y de golpe se paró.
Y entonces me agarré a la sábana con mis manitos asesinas y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un arbusto, y bajé a través de las hojas. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, aunque desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. Y sin embargo no podía dejar de pensar en lo que decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja y traté de comérmela. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio sacaba un plato de comida de gato y salí corriendo del arbusto, vigilando posibles movimientos animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía otra. Devoré todo lo que pude... y era más asqueroso que la muerte. Después volví a treparme al arbusto.
Así que allí estaba yo, con quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un arbusto con la barriga llena de comida de gato.
No los quiero aburrir contándoles demasiados detalles de todo lo que sufrí cuando también empezaron a perseguirme los perros y las ratas. Pero de a poco iba aumentando de tamaño y veía cómo los animales se llevaban el cadáver de Sara. Después me animé a entrar y descubrí que todavía era demasiado chiquito para abrir la heladera. Y el día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le robaba la comida no tuve más remedio que escaparme de allí.
Pero empecé a crecer. Ahora medía entre veinte y veinticinco centímetros y ya asustaba a las palomas. Y cuando asustás a las palomas ya te podés considerar salvado. Hasta que un día salí corriendo por la calle usando las sombras de los edificios y los arbustos para esconderme lo mejor posible y llegué a la entrada de un supermercado y me escondí abajo de un quiosco de diarios que hay a la entrada. Y cuando vi aparecer a una mujer muy grande esperé que se abriera la puerta automática y me colé atrás de ella. Pero una de las empleadas que atendían las cajas registradoras me vio justo cuando me colaba atrás de la mujer.
-Pa, ¿qué carajo es eso?
-¿Qué? -preguntó una cliente.
-Me pareció ver algo raro -dijo la empleada-, pero capaz que no. Supongo que no.
Después pude llegar al negocio sin que me vieran. Me escondí atrás de unas cajas de verduras cocidas. Esa noche salí y me comí un buen banquete. Ensalada de papas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí viviendo. Me escondía en el negocio y de noche salía y me preparaba una fiesta. Claro que cada vez crecía más y ya se me hacía difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía la plata todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Calculé las pausas de la combinación que usaba para sacar la plata. Parecían ser siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha y al final se abría. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No hubo modo de abrirlo, pero seguí probando. Todas las noches. Y mientras tanto seguía creciendo. Ya debería medir unos noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que aumentar el número de las tallas. El problema demográfico volvía. Hasta que una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Agarré la llave que usaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Después me animé a salir a la calle y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Me miró con aburrimiento.
-Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez -me dijo.
Agarró la plata, me dio un recibo y cerró la puerta.
La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba hacia el norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había en el horizonte y la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario