viernes

LA TIERRA PURPÚREA (9) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


II / RANCHOS Y CORAZONES GAUCHOS (2)

Los perros, después de haberme tratado tan descortésmente y del fuerte castigo que en consecuencia recibieron, habían vuelto, y estaban, ahora, todos echados en el suelo a nuestro rededor. Aquí observé, no por vez primera, que los perros que viven en estos lugares apartados, no son ni con mucho tan aficionados a que les tengan cariño y atenciones como los de los distritos más poblados y civilizados. Al tratar de acariciar a uno de estos ariscos brutos en la cabeza, gruñó salvajemente y enseñó los dientes. Sin embargo, este animal, aunque de genio tan feroz y que no exige cariño de su dueño, es exactamente tan fiel al hombre como su primo hermano de mejores modales que vive en sitios poblados. Le hablé sobre este punto a mi apacible pastor.

-Es la pura verdá lo que usté dice -replicó-. Ricuerdo una vez, durante el sitio de Montevideo, cuando yo estaba con un pelotón de milicos que habían mandao pa observar los movimientos del general Rivera, que alcanzamos un día a un hombre montao en un caballo muy cansao. Nuestro oficial, sospechando que fuese espía, ordinó que lo matáramos, y después de degollarlo, dejamos el cuerpo en el suelo a unas tres cuadras del pequeño arroyo. Tenía un perro, y cuando nos juimos, lo llamamos pa que nos siguiera, pero no quiso ni moverse del lao de su dueño. A los tres días volvimos al mesmo lugar y encontramos el cuerpo ande mismo lo habíamos dejao. Ni los zorros ni las aves lo habían tocao porque tuavía estaba ay el perro pa defenderlo. Había muchos caranchos cerca aguardando una oportunidá pa comenzar su comilona. Nos apiamos al lao del arroyo pa descansar, y nos quedamos una media hora oservando al perro. Parecía estar medio muerto de sé, y vino en dirección al arroyo pa beber; pero antes que hubiese yegao a la mitá del camino, los caranchos de dos y tres comenzaron a avanzar, cuando patrás voló el perro ladrando y los espantó. Después de descansar al lao del dijunto un rato, vino por segunda vez en dirección al arroyo, hasta que viendo avanzar los hambrientos güitres otra vez, volvió tras ellos, ladrando juriosamente y echando espuma por la boca. Esto lo vimos varias veces, y por último, cuando nos juimos de ay, tratamos de nuevo hacer que el perro nos siguiese, pero jué al ñudo. Dos días después tuvimos la ocasión de pasar por el mesmo lugar, y ay vimos al perro muerto al lao del cuerpo de su patrón.

-¡Por Dios! -exclamé-, qué horribles debieron de haber sido sus sufrimientos y los de sus compañeros al ver eso!

-¡Qué ocurrencia la suya, señor! -contestó el viejo-. Vaya, señor, jui yo mesmo el que le enterré el facón en el garguero. Pues, si uno no se acostumbra a derramar sangre en este mundo, la vida sería un suplicio.

“Qué viejo asesino más desalmado”, pensé. Entonces le pregunté si alguna vez en su vida no había sentido remordimiento de haber derramado sangre.

-¡Sí! -contestó-, cuando era muy joven y no había tuavía untao mi facón en sangre humana; eso fue cuando comenzó el sitio. Me mandaron con unos seis soldados en busca de un espía muy habilidoso que había pasao nuestras líneas con cartas de los sitiaos. Llegamos a una casa, ande, según le habían avisao a nuestro oficial, el hombre había estao escondido. El dueño de la casa era un joven de unos veintidós años. Por nada quiso confesar. Hallándolo tan porfiao, le dió rabia a nuestro oficial, y le dijo que saliera para juera; entonces nos ordenó que lo lanciáramos. Nos alejamos una media cuadra al galope, dimos güelta y volvimos. Él se quedó ay sin decir una palabra, con los brazos cruzaos sobre el pecho y con una sonrisa en la boca. Sin un grito, sin siquiera chistar y siempre con aquella mesma sonrisa, cayó traspasao por nuestras lanzas. Durante varios días su cara no se apartó de mí. No podía ni comer… la comida me atoraba. Cuando levantamos un jarro de agua a la boca pa beber, podí ver claramente, señor, sus ojos que me oservaban dende el agua. Cuando me acostaba a dormir ay estaba su cara otra vez, siempre con aquella sonrisa en los labios como burlándose de mí. Yo no podía entenderlo. Me dijeron que era el rimordimiento y que luego me dejaría, pues que no había mal que el tiempo no curara. Y ansí no más jué, pues, señor, y cuando me dejó aquel rimordimiento pude hacer cualquier cosa.

Fue tanto el asco que me dió el cuento del viejo, que apenas tuve gana de cenar, y pasé muy mala noche, pensando, despìerto o durmiendo, en aquel joven en este último rincón del mundo, que cruzó los brazos y sonrió a sus asesinos mientras le asesinaban. Al día siguiente, muy de mañana, me despedí del viejo, agradeciéndole su hospitalidad y esperando con toda mi alma que nunca más volvería a ver su destestable cara otra vez.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+