jueves

LA TIERRA PURPÚREA (8) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



II / RANCHOS Y CORAZONES GAUCHOS (1)

Pasaron varios días, y mi segundo par de zapatos había sido ya dos veces remendado antes de que empezaran a tomar forma los proyectos de Doña Isidora para mejorar mi situación. Comenzaba a encontrarnos, tal vez, un pesado gravamen sobre su mezquino establecimiento; en todo caso, oyéndome decir que yo prefería la vida de campo a la de la ciudad, me dio una carta con unas cuatro líneas de recomendación para el mayordomo de una lejana estancia, diciéndole que le haría un gran servicio si pudiese darle a su sobrino -pues así me llamaba- algún trabajo. Probablemente la señora sabía perfectamente que esta carta no tendría resultado alguno, y sólo lo hizo con el objeto de alejarme al interior del país, para así tener, durante un cierto tiempo, a Paquita sola con ella, pues le había tomado un gran cariño a su hermosa sobrina. La dicha estancia se hallaba en los confines del departamento de Paysandú, y a no menos de unas setenta leguas del camino de Montevideo. El viaje era largo y me aconsejaron que no lo emprendiera sin una tropilla; pero cuando un gaucho dice que no se puede hacer un viaje de setenta leguas sin una tropilla, sólo quiere decir que no puede hacerse en dos días, pues le cuesta creer que pueda uno contentarse con andar menos de unas treinta leguas diarias. Yo hice el viaje en un solo caballo, así  que tardé varios días. Antes de llegar al lugar de mi destinación, que se llamaba la estancia de la Virgen de los Desamparados, tuve algunas aventuras que bien merecen la pena relatarse, y empecé a sentirme tan en casa con los orientales, como hacía ya mucho tiempo me sentía con los argentinos.

Por fortuna, después que dejé la ciudad, continuó soplando todo el día un viento del Oeste acompañado de muchas tenues nubecillas que moderaron la fuerza del sol, así que pude recorrer un buen número de leguas antes de que me alcanzara la noche. Tomé el camino que parte al norte por el departamento de Canelones, y estaba ya bien internado en el departamento de Florida, cuando llegué al solitario rancho de adobe de un viejo pastor que vivía muy rústicamente con su mujer y sus niños; y allí pasé la noche. Al aproximarme al rancho, salieron a atacarme algunos enormes perros: uno se asió de la cola de mi caballo, tirando al pobre mancarrón para un lado y otro, y haciéndolo bambolear tanto que apenas pudo mantenerse de pie; otro se agarró de las riendas, y aun otro, clavó sus colmillos en el talón de una de mis botas. Después de observarme unos cuantos segundos, el pastor, a cuyo cinto colgaba un enorme facón de una vara de largo, se adelantó para salvarme. Les gritó a los perros y hallando que no lo obedecían, se arrojo sobre ellos, y con algunos buenos golpes bien dados con el pesado cabo de su rebenque, los ahuyentó aullando de rabia y dolor. Me recibió con gran cortesía, y luego que hube desensillado y soltado a pacer mi caballo, nos sentamos juntos, y gozamos de la brisa de la tarde y sorbimos el refrescante cimarrón que su mujer nos había cebado. Mientras conversábamos, noté innumerables linternas que revoloteaban a nuestro alrededor. Nunca había visto tantas a la vez, y presentaban un hermosísimo espectáculo. Luego, uno de los niños, un chiquillo de unos siete u ocho años, y muy habilidoso, vino corriendo hacia nosotros con uno de los lucientes insectos en la mano, y dijo: -¡Mire, tatita! ¡He piyao una linterna! ¡Vea cómo brilla!

-¡Que los santos te perdonen, niño! -dijo el padre-. Andá hijito y güelve a ponerla en el pastito, que si la lastimás, las ánimas se enojarían contigo, pues les tienen un gran cariño a las linternas que siempre las acompañan cuando salen de noche.

“Qué superstición tan bonita” -pensé-, y qué corazón compasivo y bondadoso debe de ser el de este viejo pastor oriental, cuando muestra tanta ternura para con una de las pequeñas criaturas de Dios”. Me felicité por mi buena fortuna de haber caído en manos de una persona como esta en un lugar tan solitario.

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