jueves

LA TIERRA PURPÚREA (11) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


II / RANCHOS Y CORAZONES GAUCHOS (4)

Después de un rato me convidó a que pasara la noche bajo su techo. -Su caballo -dijo con mucha razón- está demasiado gordo y flojo, y a menos que usté esté emparentao con la familia de las lechuzas, no podrá seguir mucho más adelante esta noche. Mi rancho es muy pobre, pero la carne de carnero será jugosa, el juego calentará, y el agua que tenemos es tan fresca como en cualquier parte.

Acepté de muy buena gana su invitación, deseando ver cuanto me fuera posible de este tipo tan original, y antes de irnos compré una botella de caña, lo que hizo lucir sus ojos de tal modo que consideré que el nombre de Lucero le cuadraba admirablemente. Su rancho estaba a poco más de media legua de distancia de la pulpería y nuestro galope hacia allá fue tal vez el más curioso que jamás he tenido. Lucero era domador de caballos y montaba un bagual sumamente chúcaro. Durante todo el camino se entabló una reñida lucha entre el jinete y el animal, tratando cada cual de vencer al otro; el bagual se empinaba, corcoveaba, se encabritaba y empleaba toda maña imaginable para desprenderse del peso que llevaba encima; mientras que Lucero le rebenqueaba y espoleaba con extremada energía, y prorrumpía en torrentes de singulares interjecciones. Ora el bagual se estrellaba violentamente contra mi viejo y sobrio mancarrón, ora estábamos a cincuenta metros uno de otro; pero no por eso dejó Lucero de hablar por un solo momento, pues al salir de la pulpería había comenzado a contarme un cuento muy interesante, cuya narración no interrumpió a pesar de todo, recogiendo, después de cada sarta de maldiciones que le echaba al bagual, el hilo de ella, y levantando la voz hasta casi gritar cuando quedábamos muy separados. El aguante del viejo era verdaderamente maravilloso, y en llegando al rancho, saltó ligeramente al suelo y pareció tan fresco y tan sereno como si tal cosa.

En la cocina estaban reunidas varias personas tomando mate: los hijos y los nietos de Lucero, y su mujer, una anciana de canosa cabellera y ojos turbios. Lucero también tenía muchos años, pero, como Ulises, poseía todavía, en su alma, el fuego inextinguible y la energía de la juventud, mientras que los años habían cargado de dolencias, así como de arrugas y canas, a su compañera.

Me presentó a su mujer de un modo que me hizo sonrojar. Colocándose delante de ella, le dijo que me había encontrado en la pulpería y me había hecho la pegunta que un viejo y simple campesino siempre debe hacer a todo viajero que llega de Montevideo… ¿Qué noticias traía? Entonces, en un tono seco y satírico, que por muchos años que practicara jamás podría imitar, empezó a repetir mi fantástica respuesta, aliñándola, a su modo, con mucho de original.

-¡Señora! -dije, cuando él hubo concluido de hablar-, no crea por un momento todo lo que le ha dicho su marido de mí. Yo sólo le di la lana cruda, y con ella, él ha elaborado una linda tela para su deleite.

-¿Oís? ¿Qué te dije, Juana, de lo que te esperaba? -exclamó el viejo, haciéndome sonrojar más todavía.

Nos sentamos a tomar mate y a charlar tranquilamente. Sentado sobre la armazón de una cabeza de caballo -trasto muy común en todo rancho oriental- estaba un muchacho de unos doce años, uno de los nietos de Lucero, de cara muy hermosa. Tenía los pies desnudos y estaba muy pobremente vestido, pero sus suaves obscuros y su rostro aceitunado tenían aquella expresión dulce y medio triste que con frecuencia se ve en los niños de origen español y que siempre tiene un encanto singular.

-¿Ande está tu vigüela, Cipriano? -le preguntó su abuelo, dirigiéndose a él, y en oyendo lo cual, se levantó el muchacho y trajo la guitarra que, cortésmente, primero me ofreció a mí.

No aceptándola, se sentó Cipriano otra vez sobre su cabeza de caballo y empezó a tocar y a cantar. Tenía una voz melodiosa de muchacho y una de sus tonadas me gustó tanto que le hice repetir la letra mientras la anotaba en mi libro de apuntes, lo que agradó mucho a Lucero, que parecía estar muy orgulloso de la gracia del muchacho.

Aquí están las palabras traducidas literalmente (2) y, por consiguiente, sin rima; siento no poder darles a mis lectores músicos el triste y bonito aire con que se cantaba:

Quiero irme donde el alto de los cerros
Brotan los arroyos que alegran todo el sur.
Corren el grande y verde océano,
Por el herboso y vasto llano,
Donde su sed apaga el gamo.

En sus riscos cubiertos de azulinas flores del aire,
Vaga sin dueño el ganado cimarrón.
El señor de la vacada que rumbea
Por esa alta y escarpada cima
No parece más grande que mi mano.

Conozco mucho a aquellos cerros de Dios
Y ellos también me conocen a mí.
Cuando allá voy están siempre serenos.
Pero al ir un extraño, las negras nubes
Rodean su cima y comienza la tempestad.

No me digan que es triste vivir solo:
Mi corazón encerrado aquí en el pueblo
Desea ante todo la libertad de la pampa.
Aquí las calles corren sangre, y el temor
Empalidece los tristes rostros de las mujeres.

¡Oh, fiel pingo mío!, ¡llévenme tus cascos,
Rápidos y firmes, lejos de aquí!
No me gusta el camposanto; dormiré sobre la pampa,
Ondeando a mi redor el alto y verde pasto,
Y sobre mis cenizas pasteará el ganado cimarrón.

(2) He traducido estos versos casi palabra por palabra; pero aunque dice el autor haberlos vertido casi literalmente del castellano al inglés, no he logrado obtener nada que se asemeje a lo que debió de ser la rima original. –N. del T.

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