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JULIO HERRERA Y RESISSIG Y SU TERTULIA LUNÁTICA - NICOLÁS MAGARIL



¡Orgulloso europeo del siglo XIX, estás loco!
NIETZSCHE


TERCERA ENTREGA

Los desacuerdos a propósito de la “Tertulia Lunática” son frecuentes en la recepción crítica de Herrera y Reissig. A Octavio Paz, por ejemplo, no le gustaba, prefería largamente “Los Éxtasis de la Montaña”: una de las obras más felices de la poesía moderna de nuestra lengua. La primera le parecía, en cambio, una amplificación caricaturesca de las delicuescencias del modernismo. Que no es poco. Pero luego disminuye su importancia subsidiaria: las imágenes tampoco estarían a la altura de las de otros extravagantes contemporáneos, y evocan, una vez más, los rasos, los moños y las sedas ajadas de un aquelarre de fin de siglo: spleen, neurastenia e histeria. Octavio Paz no sintió que se estuviese debatiendo, por debajo o por encima de tanta innegable mercería finisecular y de tanta hipocondría saturnina, ningún conflicto íntimo ni histórico, ningún mal singular, sino una desesperación aparente, generacional y perimida.

Herrera y Reissig estaba pensando en un libro extraño para la poesía hispanoamericana cuando murió. Una muerte que ya lo había tocado varias veces y que venía asimilando en un registro hecho con las contradicciones de su tiempo de transición: enrarecido pero a tono con el horizonte idiomático de sus colegas.[3] Un registro que oscila, a menudo en versos contiguos, entre un acendrado lirismo y la mueca de eso mismo, entre la nota sutil y el desparpajo, entre la mansedumbre, el misticismo dominguero de la provincia y el estertor de un esquizofrénico, entre el sacerdocio y el sibaritismo, la orgía y la eucaristía, la percepción precisa del mundo y una estrambótica sobresaturación libresca, entre el escandido armonioso y algo como el hipo, para usar alguna de las patologías que lo obsesionaban. Esta anfibología estética y moral, siempre como corregida por la ironía, seguía en la línea de los poetas malditos. En Verlaine, por ejemplo, Herrera y Reissig veía dos oposiciones psíquicas, dos gustos contradictorios en una perspectiva disonante de tonos inafines; y sus reseñas de autores contemporáneos (en las cuales hizo poco más que hablar de sí mismo) suelen ponderar especialmente el dualismo y todo tipo de antinomias chocantes que se incluyan: no hay, en realidad, nada antitésico, escribió: el poeta más cabizbajo y meditabundo puede tener una conciencia tenebrosa del satanismo carnicero.

Hay una improvisación (herética, dirá él) con las mismas notas de la tradición y la solemnidad. La “renovación” no estaría en la naturaleza de la nota sino en la mezcla insólita:

Un gato negro en la orilla
Del cenador de bambú,
Telegrafía una cu
A Orión que le signa un guiño,
Y al fin estrangula un niño
Impromptu hereje en miaú!

Otro impromptu hereje, el del monje decapitado, dice así:

Desde el púlpito un fantoche
Cruje un responso malsano,
Y se adelanta un Hermano,
Y en cavernosas secuencias,
Le rinde tres reverencias
Con la cabeza en la mano.

Lo que en Darío era un calculado universo referencial, los “paisajes de cultura” que advertía Pedro Salinas, ahora pareciera más una intoxicación cultural, un descarte de figuras ornamentales que no encarnan: la metáfora de la linterna mágica, entre otros instrumentos de óptica moderna, organiza el “extravío” del poema. Después difícilmente se hubiese podido retrucar de esa manera la poética de la época. No le tuerce el cuello al cisne: trabaja con el colapso de la enciclopedia modernista.


Notas



(3) El último verso del poema de Sor Juana dice el Mundo iluminado, y yo despierta. La carta de Herrera y Reissig a Eduardo Fabini, ya mencionada, termina casualmente con la siguiente evasiva; ¡Huyamos al Ideal. Soñemos hasta morir, y que hasta la muerte sea un segundo sueño!

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