sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (23)


XVII

SCOTT FITZGERALD (7)

Cuando entró el mozo con los dos vasos de limonada y hielo, con los whiskies y con la botella de agua Perrier, me dijo que la farmacia estaba cerrada y que no había forma de comprar un termómetro. Había logrado que le prestaran unas aspirinas. Le pedí que tratara de que también le prestaran un termómetro. Scott abrió los ojos para impresionar al mozo con un funesto fatalismo irlandés.

-¿Le hiciste entender que esto es un caso grave? -me preguntó.

-Me parece que él se da cuenta.

-Por favor, explicáselo mejor.

Se lo volví a explicar al mozo y él dijo:

-Voy a hacer lo que pueda.

-¿Le diste una buena propina? -quiso saber Scott. -Lo único que les importa es la propina.

-No me parece -contesté. -El hotel les paga un sueldo.

-No quiero decir eso. Quiero decir que no te van a ayudar si no les das una buena propina. Casi todos son unos sinvergüenzas.

Me acordé de Evan Shipman y del mozo de la Closerie des Lilas que tuvo que afeitarse el bigote cuando pusieron un bar americano, y de que Evan trabajaba con él en el huerto de Montrouge mucho antes de que yo conociera a Scott, y de la amistad que teníamos con aquellos hombres de la Closerie y de los que nos dolieron las imposiciones que tuvieron que aguantar. Estuve a punto de contárselo a Scott, aunque probablemente ya se lo había contado, y además pensé que la amabilidad y los problemas de aquella gente le importaban un pito. En aquel tiempo Scott no soportaba a los franceses, y como casi todos los franceses que conocía eran mozos a los que no les entendía nada, taxistas, empleados de garaje y de hotel y porteras, los ofendía y los insultaba cada vez que podía.

A los italianos los odiaba más que a los franceses, y cada vez que los nombraba se descontrolaba completamente, aunque no estuviera borracho. A los ingleses también los odiaba, pero a veces los toleraba y de cuando en cuando los admiraba. No sé qué pensaría de los alemanes y de los austríacos. Ni siquiera sé si había conocido alguna vez a alguno, lo mismo que a los suizos.

Pero aquella noche en el hotel me puse muy contento cuando vi que conservaba la calma. Mezclé la limonada con el whisky y se lo ofrecí con un par de aspirinas, y se las tomó sin protestar y con admirable serenidad, sorbito por sorbito. Ahora daba la sensación de estar contemplando grandes lejanías y yo me quedé leyendo las crónicas de los crímenes y me sentí muy en paz. Aunque no resultó ser demasiada.

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