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LAUTRÉAMONT (6) - GASTON BACHELARD



I. AGRESIÓN Y POESÍA NERVIOSA



V

En efecto, en Lautréamont, la metamorfosis es urgente y directa: se realiza un poco más rápido de lo que pensaba; el sujeto, asombrado, de repente ve que ha construido un objeto. Y ese objeto siempre es un ser viviente. El violento deseo de vivir, al polarizar las fuerzas vitales, ha formado una vida particular, estrechamente definida, una vida especializada demasiado pronto. Así, con la imagen ducassiana se tiene el ejemplo de una concretización sumaria, y por consiguiente falible, el ejemplo de una creación algo apresurada, de un horno demasiado caliente que “congela” demasiado pronto el barniz, que llena las formas de puntas hostiles, de ángulos vivos, que aprisiona al ser en su forma.

Si se quiere tener entonces el beneficio completo de la lección ducassiana, de nada sirve contemplar formas que son bruscas y sacudidas frenadas, hay que tratar de vivir la serie de las formas en la unidad de la metamorfosis, y sobre todo vivirla de prisa.

Si se ejercita uno en esta rapidez, se experimenta la impresión inefable de una flexibilidad sensible a las articulaciones, de una flexibilidad angulosa, muy opuesta a las evoluciones bergsonianas de la gracia, evoluciones todas ellas en volutas, todas ellas vegetales. Con Lautréamont, se encuentra uno en lo discontinuo de los actos, en la alegría explosiva de los instantes de decisión. Pero estos instantes no son meditados, saboreados en su aislamiento; son vividos en su brusca y rápida sucesión. El gusto de la metamorfosis no se da sin el gusto de la pluralidad de los actos. La poesía ducassiana es una película acelerada a la que se le quitaran, a propósito, formas intermedias indispensables. Para seguir la marcha de las metáforas ducassianas, hace falta entrenamiento, y muchos lectores abandonan el poema, como quebrantados, extenuados, impacientes. Si Lautréamont viviera menos rápidamente, incluso viviendo como vive, se le acogería entre los poetas… ¿Se ha intentado de veras? Al menos, él ha comprendido lo que desalentaba al lector (p. 275): “¡Ay, quisiera desarrollar mis razonamientos y mis comparaciones lentamente y con mucha magnificencia…” Pero, apenas formulado ese deseo, la fuga poética retoma sus creaciones y las multiplica sin ningún intermediario. Y Lautréamont todavía le dice a su lector: yendo menos aprisa, comprenderías “todavía más, si no mi espanto, al menos mi estupefacción, cuando en una noche de verano, cuando el sol parecía declinar en el horizonte, vi en el mar nadar con anchas patas de pato, en lugar de las extremidades de las piernas y de los brazos, a un ser humano, portador de una aleta dorsal proporcionalmente tan larga y tan afilada como la de los delfines…” Ya es sobrepasado el espectáculo de un nadador; ya, el nado en sí entra en acción, en ese caso la función crea el órgano, de ahí las palmas y las aletas, y pronto el horror de lo que se desliza, viscoso; por último, el asalto de la animalidad polimorfa que viene a imponer sus múltiples fórmulas de nado y, consecuentemente sus formas delirantes y móviles, llenas de horror. Así lo pide la ley de la imaginación de los actos, así lo pide la función activa de la metáfora que, en un rasgo de genio psicológico, Lautréamont denomina “un peregrinar indomable y rectilíneo” (p. 279).

Pero como lo que cuenta es el movimiento, las metáforas están constantemente retomadas desde su base vital, y nunca se sabe en qué especie de reino animal va a realizarse el deseo; nunca se sabe dónde va a encontrar el gesto a la pata o el diente, el cuerno o la garra. La dinámica de la agresión precisa es la que determinará la bestia útil. El hombre aparece entonces como una suma de posibilidades vitales, como un superanimal; toda la animalidad está a su disposición. Sometido a sus funciones específicas de agresión, el animal no es más que un asesino especializado. Le queda al hombre el triste privilegio de totalizar el mal, de inventar el mal. Sus ganas-de-atacar son un factor de evolución ambigua (p. 276): “Que se sepa bien que el hombre, por su naturaleza múltiple y compleja, no ignora los medios para agrandar más las fronteras” de la animalidad. Seguramente, para Lautréamont no se trata de encontrar trascendencias evaporadas; nuestras fronteras son vitales, biológicas; debemos pues rebasarlas vitalmente, biológicamente. Nuestra entereza nos da el agua, el aire y la tierra. Tenemos todas las patrias: el hombre (p. 276) “vive en el agua, como el hipocampo;  a través de las capas superiores del aire, como el pigargo; y bajo la tierra, como el topo, la chinche y el sublime gusano”. Esta totalidad animal, ese variado potencial biológico, ese pluralismo de ganas-de-atacar, es “el exacto criterio de la consolación extremadamente fortificante”.

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