sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (23)


XVII

SCOTT FITZGERALD (6)

Mandamos a secar la ropa y nos quedamos en pijama. Afuera seguía lloviendo, pero nosotros estábamos en un cuarto alegre y con todas las luces prendidas. Scott se tiró en la cama a recuperarse para combatir la enfermedad. Le tomé el pulso, que era de setenta y dos, y le puse la mano en la frente, que estaba fría. Le ausculté el pecho y lo hice respirar hondo, y no escuché nada alarmante.

-Mirá, Scott -le dije: -Vos estás perfectamente bien. Mejor quedate en la cama y pedimos una limonada y un whisky, y si te tomás una aspirina ni siquiera te vas a agarrar un resfriado.

-Esos son remedios de vieja comadre -dijo Scott.

-Pero si no tenés fiebre. ¿Cómo carajo podés haberte agarrado una congestión pulmonar si ni siquiera tenés fiebre?

-No me grites -dijo Scott. -¿Cómo sabés que no tengo fiebre?

-Tenés el pulso normal y la frente fría.

-A ojo de buen cubero -dijo Scott con amargura. -Si sos un amigo de verdad, conseguime un termómetro.

-Es que estoy en pijama.

-Mandá a buscar uno.

Toqué el timbre. No vino nadie, y después de volver a llamar terminé saliendo al pasillo a buscar a alguien. Scott seguía respirando muy despacio y con los ojos cerrados, y sus facciones perfectas y cerosas parecían las de un cadáver de un joven cruzado. Yo me estaba hartando de la vida literaria, si aquello podía ser llamado vida literaria, y extrañaba mi trabajo y sentía la soledad de muerte que aparece después de un día desperdiciado. Estaba totalmente harto de Scott y de aquella estúpida comedia, pero al final encontré al camarero y le di plata para que comprara un termómetro y aspirinas, y pedí dos citrons pressés y dos whiskies dobles. La idea era encargar una botella, pero sólo servían copas.

Al volver al cuarto Scott seguía tratando de parecer un monumento esculpido sobre su propia tumba, respirando con ejemplar dignidad.

Entonces reaccionó:

-¿Conseguiste el termómetro?

Me acerqué y le puse la mano en la frente. No sudaba y estaba fresca y no fría como en una tumba.

-No -dije.

-Pensé que ibas a conseguirlo.

-Ya lo mandé buscar.

-No es lo mismo.

-Obviamente que no es lo mismo.

No había forma de enojarse con Scott, como no hay forma de enojarse con un loco, pero me enfurecí conmigo mismo, por haberme dejado enredar en aquel lío. Sin embargo, había algo serio detrás de la comedia de Scott, y yo lo sabía muy bien. En aquellos tiempos, casi todos los borrachos morían de pulmonía, enfermedad que ahora está casi totalmente controlada. Aunque si a Scott le hacía efecto tan poco alcohol, no podía concebirse que fuera un verdadero borracho.

En Europa tomábamos vino como si fuera algo tan sano y normal como la comida, y además nos provocaba alegría y bienestar y felicidad. Tomar vino no era un ritual esnobista ni distinguido; era tan natural como comer, y a mí nunca se me hubiera ocurrido comer sin tomar vino o sidra o cerveza. Me gustaban todos los vinos menos los dulces o dulzones y los demasiados pesados, y nunca pude imaginarme que aquellas botellas de vino blanco de Mâcon, que era seco y liviano, iban a poner tan insoportable a Scott. Claro que de mañana habíamos tomado un whisky con Perrier, pero, aunque yo todavía era muy poco experto en alcoholismo, no podía concebir que un whisky le hiciera tanto mal a una persona que iba en un coche descapotado bajo la lluvia. El alcohol tenía que oxidarse en muy poco tiempo.

Mientras esperaba que nos trajeran las copas, me senté a leer un diario y a terminar una de las botellas de Mâcon que descorchamos en la última parada. Cuando vivís en Francia, siempre tenés varios crímenes extraordinarios que se van desarrollando todos los días en los diarios. Son como novelas folletinescas y conviene haber leído los primeros capítulos, porque no aparecen resúmenes de las publicaciones anteriores como en las novelas por entregas americanas, aunque tampoco una novela americana te interesa tanto si no leíste el capítulo clave del principio. Cuando vivís en Francia pero salís de viaje los diarios pierden interés, porque muchas veces los crimesaffaires, o scandales se reciben con discontinuidad, y además para que la cosa tenga verdadera gracia hay que leerla en un café. Aquella noche yo hubiera preferido infinitamente estar en un café leyendo las ediciones matutinas de los diarios de París y observando a la gente, y prepararme para la cena con alguna bebida más autoritaria que el Mâcon. Pero ya que me tocaba estar de mayoral del rebaño de Scott, me divertí como pude.

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