jueves

LA TIERRA PURPÚREA (4) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


1 / PEREGRINACIONES POR LA TROYA MODERNA (2)

No necesito detenerme en relatar los sucesos que nos llevaron a la Banda, nuestra fuga nocturna de la casa de campo de Paquita en la pampa; cómo estuvimos escondidos en la capital, nuestro matrimonio secreto, y después, nuestra fuga hacia el norte, a la provincia de Santa Fe; los siete u ocho meses de una más o menos intranquila felicidad, y, por último, la vuelta clandestina a Buenos Aires en busca de algún buque que nos llevara fuera del país. ¿Intranquila felicidad? ¡Ay, sí! Y lo que más me inquietaba cuando observaba a la compañera de mi vida, tan hermosa, tan fina, tan exquisita, con sus ojos azul obscuro que parecían violetas, su negra y sedosa cabellera, y su suave cutis de color de rosa y aceituna, era que se veía tan delicada. Y yo la había robado… la había arrebatado de sus protectores naturales, del hogar donde la habían idolatrado, yo, un extranjero, profesando otra religión y sin medios; y que, por el hecho de haberla robado, era un malhechor. Pero, ¡basta! Comienzo, pues, mi itinerario en el punto en que, seguros en nuestro pequeño barco y con las torres de Buenos Aires alejándose rápidamente al oeste, empezamos a sentirnos sin cuidado y a reflexionar en nuestra felicidad venidera. Luego, el viento y las olas interrumpieron nuestro embeleso, siendo  Paquita muy mala navegante, así que durante algunas horas pasamos muy mal rato. Al día siguiente, se levantó un favorable viento del noroeste que nos llevó volando, como un ave sobre aquellas feas y rojizas olas, y esa misma noche desembarcamos en Montevideo, la ciudad de nuestro refugio. Nos dirigimos a un hotel donde pasamos varios días muy felices, encantado uno de otro; y cuando nos paseábamos a lo largo de la playa, para ver el sol poniente, que con su fuego místico iluminaba el cielo, el agua y aquel gran monte solitario, y recordábamos que estaban casi al frente las playas de Buenos Aires, era grato pensar que el río más ancho del mundo entero corría entre nosotros y los que probablemente se sentían ofendidos por lo que habíamos hecho.

Por último, concluyó esta deliciosa situación de un modo algo curioso. Una noche, no habiendo aun estado un mes en el hotel, estaba yo acostado en la cama enteramente desvelado. Era tarde; ya había oído al sereno, bajo mi ventana, cantar pausadamente con voz melancólica: “la una y media y nublado”.

Cuenta Gil Blas en su biografía que una noche en que estaba desvelado, empezó a examinar su conciencia -algo muy ajeno a él- y concluyó que no era un joven muy bueno. Yo pasaba aquella noche por una experiencia algo parecida, cuando en medio de mis pensamientos, poco halagüeños para mí, un profundo suspiro de Paquita me previno de que ella también estaba despierta y que, probablemente, también reflexionaba. Cuando le pregunté qué significaba ese suspiro, trató inútilmente de ocultarme la razón… ¡que empezaba a sentir pena! ¡Qué rudo golpe fue para mí aquel descubrimiento! Y eso, ¡recién casados! Sin embargo, la verdad es que si yo me hubiese casado con ella, habría sido aun más desdichada. Pero mi pobre mujercita no podía menos no podía menos de pensar en sus padres; anhelaba ardientemente reconciliarse con ellos, y su actual pena estaba inspirada en la convicción de que nunca jamás la perdonarían. Yo traté con toda la elocuencia de que era capaz, de disipar estas tristes ideas, pero ella estaba firmemente convencida de que por lo mismo que tanto la habían amado, nunca le perdonarían esta primera gran ofensa. Bien pudiera mi linda, pensé yo, haber estado leyendo “Cristabel” (1), donde ella dice que es precisamente hacia aquellos que han sido más intensamente amados contra los cuales el corazón herido guarda el mayor rencor. Entonces, para darme un ejemplo, me contó una pelea que había tenido su madre con una hermana, que hasta aquella fecha había sido muy querida. Eso había sucedido hacía muchos años, cuando Paquita era niña; no obstante, las hermanas jamás se habían reconciliado.

-Y dónde, mi hijita linda -le pregunté-, se encuentra esta tía suya a quien nunca le he oído nombrar hasta este momento?

-¡Oh! -contestó Paquita, con la mayor sencillez imaginable- ella se fue de aquí hace muchísimos años y tú nunca la oíste nombrar porque en casa no era permitido ni aun pronunciar su nombre. Se fue  vivir a Montevideo, y creo que allá debe estar todavía, pues hace algunos años le oí decir a alguien que se había comprado una casa en esa ciudad.

-¡Linda de mi alma! -exclamé-. ¡Por lo visto se te ha quedado el corazón atrás en Buenos Aires y no se ha apartado de allá ni aun para acompañar a tu pobre marido! Y sin embargo, Paquita, sé que en persona tú estás en este momento aquí en Montevideo a mi lado, y conversando conmigo.

-¡Cierto! -replicó Paquita-. Había olvidado por completo que estábamos en Montevideo… estaba distraída… quizás sea el sueño.

-Te juro, Paquita mía, que mañana mismo, antes de ponerse el sol, verás a esta tía tuya, y estoy seguro, mi linda, que va a quedar encantada con la visita de una parienta tan cercana y bonita como tú. ¡Qué gusto le va a dar tener la oportunidad otra vez de hablar de aquella antigua querella con su hermana, y de ventilar sus añejos agravios! Bien conozco a estas señoras ancianas, ¡son todas iguales!

Al principio no le agradó la idea a Paquita, pero cuando le dije que estábamos llegando al fin de nuestros recursos, y que tal vez su tía podría influir en que yo consiguiese algún empleo, consintió como buena mujercita que era.


Notas

(1) Heroína que figura en el poema del mismo nombre el poeta inglés Coleridge. – N- del T.

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