jueves

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON - LA TIERRA PURPÚREA (3)



1 / PEREGRINACIONES POR LA TROYA MODERNA (1)

Tres capítulos en la historia de mi vida, tres períodos distintos y bien definidos, pero consecutivos, empezando cuando aun no cumplía veinticinco años y terminando antes de los treinta, resultarán, probablemente, los más notable de todos ellos. Son los años que hasta el fin de mis días me volverán con más frecuencia a la memoria, destacándose de todos los demás, los primeros veinticuatro ya vividos y los cuarenta o cuarenta o cuarenta y cinco -espero que sean cincuenta o aun sesenta- que todavía me quedan por vivir. Pues ¿qué alma en este variado y maravilloso mundo querrá abandonarlo antes de los noventa? Las tinieblas así como la luz, su amargura y su dulzor me hacen amarlo.

Del primer período sólo necesito decir dos palabras. Fue aquel en que estuve de novio y me casé; y aunque la experiencia me pareció en aquel entonces la más extraña del mundo, debió asemejarse, sin embargo, a la de otros hombres, puesto que todos los hombres se casan. Y el último período, el más largo de los tres -tres años cabales-, no podría describirse. Fue todo un negro desastre; tres años de una separación forzosa y del más agudo sufrimiento que la ley del país le permitiera a un enfurecido padre de familia infligirle a su hija y al hombre que, a despecho de él, había osado casarse con ella. Aun los más cuerdos pueden volverse locos al ser tiranizados, y yo nunca fui de los muy cuerdos, sino que vivía en medio de las pasiones, ilusiones y la desmesurada confianza de la juventud y era guiado por ellas, ¿qué efecto no me haría cuando fuimos forzados y cruelmente separados y yo arrojado a la cárcel, donde pasé largos meses en la compañía de criminales, pensando siempre en ella que también sufría y partíasele el corazón de pena? Pero ya han pasado la aborrecible sujeción, la perpetua zozobra y el cavilar en mil y un planes posibles e imposibles de venganza. Si fuera algún consuelo saber que al quebrarle el corazón a su hija, quebrose el propio, y que pronto la siguió a la silenciosa tumba, aquel consuelo sería mío. ¡Ay, no! Eso no me consuela, puesto que no puedo menos de pensar que antes que me hubiese arruinado la vida, yo ya le había arruinado la suya, arrebatándole su hija idolatrada. Estamos, pues, en paz, y aun puedo decir: “¡Paz a sus cenizas!”; pero en ese tiempo, enloquecido por mi pena y sufrimientos, no pude hacerlo, y mucho menos en aquel país fatal donde había vivido desde mi niñez, al que había llegado a amar como al mío y que jamás pensaba tener que abandonar. Pero ahora me era aborrecible, y, huyendo de él, me hallaba otra vez en aquella Tierra Purpúrea donde, en pasados tiempos, nos habíamos refugiados juntos ella y yo, y que ahora, trastornado por mi pena, me parecía un lugar de agradables y apacibles recuerdos.

Durante los meses de sosiego que sucedieron a la tormenta, los que pasé, principalmente, haciendo caminatas solitarias a lo largo de la playa, estos recuerdos me acompañaron más y más. A veces, sentado en la cima de aquel gran cerro que da su nombre a la ciudad, solía contemplar el dilatado panorama hacia el interior horas enteras, como si pudiera ver, y nuca cansarme, todo lo que se extendía en lontananza -llanos, arroyos, montes, y cerros, y ranchos cuyos techos me habían cobijado y, también más de una amorosa cara-. Aun las caras de los que me habían tratado mal, o que me habían tenido inquina, parecían tener ahora una expresión amistosa. Sobre todo, pensaba en aquel amado río, el inolvidable Vi; en la sombreada casa blanca de los confines del pueblecito y ¡ay!, en la triste y hermosa imagen de la que yo había hecho tan desdichada.

Era tanto lo que me preocuparon esos recuerdos hacia el fin de aquel tiempo de ocio, que me acuerdo que antes de abandonar aquellas playas, me había venido la idea, que durante algún tranquilo intervalo de mi vida, lo repasaría todo otra vez en la memoria y escribiría una relación de mis correrías para que más tarde otros las leyeran. Pero no lo intenté entonces ni hasta muchos años después, porque no bien hube empezado a abrigar esta idea, cuando sucedió algo que me sacó de aquella condición en que me hallaba, durante la cual había estado como una persona que ha sobrevivido a sus actividades, y que ya no es capaz de sentir una nueva emoción, sino que se sustenta enteramente de lo pasado. Y ese algo, que me afectó de tal modo que, de pronto, volví en mí otra vez, deseoso de obrar y moverme, no fue sino una palabra que oí casualmente de lejos -el grito de un alma desolada que llegó por fortuna a mis oídos-; y al oírla, me sentí como uno que habiendo sorprendido por la noche y abriendo los ojos después de un intranquilo sueño, ve inesperadamente sobre la negra y vasta planicie, el lucero de la mañana en todo su sobrenatural esplendor -la estrella del alba y de esperanza eterna, de pasiones y luchas, de labor, felicidad y reposo-.

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