martes

SUPLEMENTO DEL TALLER LITERARIO DE LIVERPOOL F.C. (29)


FEDERICO RODRIGO


CARICULTURA


Un viejo abrió la puerta de marfil y la atravesó otro tipo con manos de maniquí (manos que nunca vieron trabajo). Tenía la nariz tan alta que casi le obstruía la visión. Llevaba bajo el brazo un delicado libro de fines de siglo que si hubiese leído jamás habría entendido (era parte del debido disfraz).

Tomó un vaso de extravagancia en las rocas y se sumó al rebaño. Pronto resonaron las carcajadas tan falsas como su desmedida felicidad. “Ah, así que has leído a…” le dijo uno de los otros al ver el libro y midiendo así su cultura.

Así son: importa más la ropa que la piel, la cuna que el sueño, el eco que la voz.

Ya estaban todos. Sin embargo, las bisagras de la puerta se quejaron una vez más cuando el viejo habilitó el paso de un discreto muchacho de traje sin etiqueta. Bajo su brazo llevaba un cuaderno doblado con una lapicera en el espiral: esto no estaba en protocolos ni manuales. Las costosas miradas lo acosaron confundidas.

El viejo sonrió al suelo y algunas palabras se abrieron camino entre su peludo bigote:

-Al fin alguien limpio entre demasiada gente tan sucia de caricultura.


IVONNE DÍAZ

LA  AUSENCIA

La náusea precedió al colapso, breve, insoportable y desolador. No hubo ningún túnel con luz brillante al final, al contrario, al regresar de ese vacío dejé atrás los sonidos confusos y desgarradores de una multitud desconocida que gritaba dentro de mi cerebro. Seguro que esta vez me esperaba el infierno. El terror se quedó conmigo y no puedo dejar de revivirlo en mi mente.

Una chica y un muchacho vienen a visitarme todas las tardes. Dicen que son mis hijos y yo finjo que los  recuerdo porque no quiero entristecerlos.

Cuando se van cierro los ojos y veo la primer sonrisa que me dedicó mi bebita, y a mi hijito llegando a casa una tarde de enero. Puedo ir mucho más atrás y soy una niña esperando que mi hermana vuelva de su primer día de escuela. La ropa recién lavada me salpica con gotas frescas que se vuelven arcoíris bajo los rayos del sol tibio de otoño. La tristeza y la mugre se fueron por el desagüe y me hace fiestas la perra negra de futuro incierto.

No sé quienes fueron mis padres, mis amigos, mi compañero, no sé si mi nombre es el nombre que me dijeron.

Solo sé que tengo  tres bellos recuerdos y ni siquiera estoy segura si son ciertos.


ARIEL AZOR


FESTEJOS DE FIN DE AÑO


El Liverpool era un cuadro de la B de Uruguay (pero este año subía a la A), quería dar una imagen distinta a aquella que dio en la cancha alguna vez y ahora hacíamos arte en su sede. Allí llevaba adelante el taller literario, todos los viernes a las dieciocho horas, Hugo Giovanetti Viola y participaban en él Ivonne DíazJosé Luis Machado y Fede Rodrigo.


Yo también estudiaba psicología social, con Katherine y Marcela, las clases eran en el garage de la casa de Andrea Grand, que junto a Helena Bernier eran las profesoras, Fernanda Mateo era la observadora, siempre anotaba todo lo que decíamos y nunca hablaba, ni hacia gestos, era su rol.

A mí se me había ocurrido juntarnos todos a festejar el fin de año. el haber pasado a segundo y el que muchos proyectos de libros editados se hubiesen hecho realidad.
Hugo llevó pasta frola, Ivonne pascualina, José y Katy cerveza, Helena torta de fiambre y Fede vino, que venia tomando por el camino.
Helena empezó a hablar de lo importante que eran los vínculos y los grupos. Fede la interrumpió pidiendo permiso y disculpas a todos nosotros. Era el más joven, siempre estaba bien afeitado y la raya del pelo limpiamente trazada. Vestía como se vestía y parecía un viejo. Hablaba poco. Pero hoy precisaba desahogarse y ser escuchado:

-Ustedes no saben nada, claro. Yo tengo un hijo y un bar en casa. Mi hijo es también hijo de mi tía y hoy cuando llegué a casa el bar estaba cerrado. Siempre que salgo mi padre queda atendiéndolo. El vive conmigo. Pensé que había pasado algo porque es raro que estuviera cerrado. Entré a casa, y lo encontré acostado con mi pareja. Mi pareja, ustedes tienen porque saber esto, es travestí.

Se puso a llorar. Todos esperamos que algunas de las profesoras dijera algo. Hugo arregló su garganta. Sacó una botella chica de agua fría y un pedazo de antena, lo introdujo en la botella y empezó a aspirar el líquido. José Luis comentó que nunca había visto usar una antena como sorbito.

-¿Qué? Las antenas son de acero inoxidable, nada más sano. Aparte es más larga y no tengo que doblar tanto el cuello, que siempre me duele.

-¿Un travestí? -preguntó Ivonne.

-Aparte desde que tengo cable ya no la preciso para ver la tele.

-Mi hermano es homosexual y siempre me echa las culpas a mi de todo -dijo Kathy.

Fernanda se había agarrado la costumbre de anotar todo, y esta vez hac´ia lo mismo,  aunque no estuviéramos en clase.

Alguien entró por la puerta, era la pareja o ex pareja de Federico. Lo corrió insultándolo y se quedó afuera llorando y esperándolo. Kathy me pidió que la acompañara a hablar con él.  Había cometido un error, ¿quién no  lo ha  hecho?

-¿Ustedes estudian psicologia? Porque voy a precisar un psic´ologo. Esto es demasiado fuerte. 
Le di mi número y le dije que me llamara siempre que quisiera y precisara. Es muy bonita, o bonito, pero lo es. Sólo espero que me llame y empezar a conocernos.



ANNA RHOGIO


HISTORIA DE UNA MESA

Allí está.
Redonda como la luna llena.
En un rincón de esta cocina que no es la de ella con las alas plegadas como un pájaro dormido, recordando sesenta y ocho años de historia.
Desayunos, almuerzos, meriendas y cenas en el centro de aquella otra cocina en la que reinaba como soberana absoluta.
Rodeada de seis hermosas sillas de asientos y respaldos trenzados con paja de cardo, vistiendo impecables trajes de linos o alemaniscos. La panera de mimbre en el centro anidando panes y servilletas. El padre guardaba la suya haciéndole pliegues angostos terminados con un nudo marinero que la asemejaba una corbata. Los niños en sus respectivos servilleteros: rojo para el varón y azul para la damita.
La abuela sentada en medio de los dos evitaba encontronazos igual que cuando paseaban en el auto. El padre, de severa mirada verde frente a la niña, corregía modales a diestra y siniestra:
-¿Se lavaron las manos? ¡Límpiense la boca antes de tomar agua! ¡Mastiquen con la boca cerrada!
El lugar de la madre era al lado de su marido atendiendo la comida con breves paseos a las hornallas.
Recibía el sol del medio día y todo el espacio encandilaba con reflejos dorados.
Brillaban los vasos y la jarra llena de agua purísima escurriendo frescura, iluminaba con arcoiris el mantel amarillo y las paredes. La niña solía entornar los deslumbrados ojos ante tal despliegue de luz y podía jurar que allí bailaban duendes y hadas.
Era el círculo mágico donde conversaban y reían a través del humo sutilmente blanco de la sopa.
De tanto en tanto, la gente menuda hacía silencio si el tema desbordaba seriedad. Esos niños que cuando se mudaron a la casa recién reformada, no se cansaban de inflar los pulmones y respirar el perfume de todos los cuartos diciendo:
-¡Qué rico es el olor a casa nueva!
Y entraban en sus narices, quedando grabados para siempre, los aromas de la pintura, la masilla y el de los géneros nuevos de cortinas y tapizados.
En las lluviosas tardes de invierno, la abuela los entretenía recortando figuras de las revistas y los hermanos las pegaban en cuadernos viejos: cuadernos de cosas lindas coleccionadas con amor y engrudo.
También les inventaba juguetes de cartón y elaboró para la nena, el  roperito de la ropa de sus muñecas y muñecos, mimando su crujiente y quieta mudez de aserrín con trajes bonitos guardados en los estantes del pino aun perfumado.
Jugaban al ludo, tan odiado cuando el azar les comía las fichas, o al Rummy con la tía abuela que venía de visita casi todas las tardes. Era la pareja de la niña, grandes adversarias del niño y la abuela que casi siempre perdían.
Esa tía abuela hacedora de deliciosas tortas fritas que competían  burbujeando sones en el aceite hirviendo, con el repiqueteado concierto de la lluvia en las lajas del patio.
Pero a veces la reunión se hacía en el living junto a los chisporroteantes leños de la chimenea. Lejos de sentirse abandonada, disfrutaba carcajadas y juegos si  las puertas de acceso quedaban abiertas:
-Pinto, pinto, jarabe de cinto, vendió su vaca en veinticinco, en qué lugar, en Portugal, manda decir la mona vieja que se tiren de las ¡o-re-jas!
O, pellizcando levemente las manitos:
-La gallina bataraza, puso un huevo en la banasta. Puso uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… ¡Guárdame este bizcochito para mañana a las ocho!
Se escondían las manitos debajo de las mangas y al terminar la cantarola el juez o jueza las revisaba. La que estaba más calentita, ganaba.
¿Y el “té chocolate y café”?
-Té, chocolate y café, para servir a usted, no se enoje don José, que mañana le traeré, una taza de chocolate y un pan francés.
Seguramente eran juegos para entibiar manos y corazones en el risueñamente festivo ambiente del recinto.
La amada perra rubia, se escondía echada abajo del techo redondo, Doddy, disimulaba suspiros para que no la sacaran afuera.
La mesa sabía que por instinto, los niños marcaban las etapas del año jugando distintos juegos sin que nadie les avisara cual tocaba: otoño, las bolitas.
Invierno, bailar trompos de madera chaura y púas, esperando atentamente el instante que parecían dormir ronroneando monótonos sobre el piso y subirlos a las palmas con el corto empujón de un dedo.
 Cambiar con los compañeros de clase y solamente en los recreos, figuritas del álbum de los deliciosos chocolatines Águila o de los jugadores de Liverpool, el cuadro de la Cuchilla.
En primavera, las cometas del aire y en verano, patines y bicicletas.
Recordaba los deberes  perezosamente elaborados, guiados por la madre y terriblemente disgustados cuando antipáticos borrones de tinta obligaban a repetir los trabajos. Eran los tiempos de la lapicera con pluma cucharita. Bañada en el tintero, lucía brillante y negra, los obligaba a esmerarse y escribir despacio para lograr buena letra; al terminar, había que limpiarla con el limpiaplumas elaborado por mamá con distintos trocitos de paño lenci cosidos unos sobre otros, rematados en un botoncito de nácar. Generalmente, tenían la forma de coquetas flores coloridas.
Sus memorias también registraban el recitado de las tablas de multiplicar o de algún verso obligatoriamente aprendido para aquella fiesta de la escuela.
-¡La maestra debe estar loca! -protestaba la abuela, infatigable defensora-. ¡Mire que mandarles ilustrar la parábola de Rodó! ¡La del niño y la copa de cristal! ¿Cómo esta pobre chiquilina tan chica podría dibujar eso?
No faltaban la mano y el lápiz cómplices que dedicaban algunos trazos en la hoja para que saliera lo mejor posible.
Tampoco faltaban las confabulaciones, imitadoras de letras infantiles, cuando había que repetir cien veces la penitencia: “No debo conversar en clase”. La abuela era una pícara encubridora de travesuras y colaboraba garabateando frases:
-Total, que la maestra ni las corregirá ni las contará e irán a parar al cesto de papeles. Omitiremos unas cuantas. Como veinte. ¿Qué tal?
Y en las sobremesas nocturnas la compañía de tía y tío, vecinos patio por medio, relatando las vicisitudes del día y a pedido de los hermanos, cuentos de Italia:
-¡Ah, sí!-decía él- En la escuela de varones del Piamonte había un muchacho muy travieso y cierta vez en que los curas nos llevaron al zoo, recomendándonos no  fastidiar a los animales, se arrimó mucho a la jaula del lobo y lo molestó tanto, pero tanto, que el pobre bicho  ¡saltó y le desfiguró la nariz de un mordiscón!
Los pequeños reían, aunque sabían de memoria el final de la historia.
Aquel tío afirmaba que hacer una penitencia repitiendo oraciones, era una buena manera para que los niños aprendieran normas de conducta y le parecía que el escarmiento era correcto.
El padre amasaba los domingos y la sacudía firmemente afinando la masa con el pesado palote de cedro, herencia de la bisabuela. Por las aberturas de sus alas, caía la harina simulando nevadas nunca vistas pero adivinadas.
Después del espumoso y ruidoso lavado de platos y ollas, todo quedaba silenciosamente solitario.
La gente se iba de paseo en el auto a recorrer caminos para saber donde llegaban.
Volvían al atardecer deseando olvidar el frío con café y leche caliente, pan y manteca y seguramente, la torta dominguera.
Entonces, la entibiaban las tazas y la emperifollaban los perfumes de tostadas, mermeladas y flores silvestres recogidas al borde de algún perdido sendero del campo. Y el viernes santo, el aroma penetrante y sanador de la digestiva marcela.
Cuando todos dormían, la mujercita solía bajar a entenderse con las últimas brasas de la estufa y soñaba con el Príncipe Valiente y su esposa Aletha, el Rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda. Inventaba misteriosos cuentos de brujas, hadas y duendes que llegaban a visitarla para danzar hechizados aquelarres en el tenue resplandor de los rescoldos que lentamente morían.
La primavera transformaba despaciosamente el espacio. Bajo el cielo añil de septiembre, reverdecía la higuera, florecían manzanos y durazneros iluminando miradas cuando los paseos eran por las carreteras que cruzaban entre las chacras de Melilla. Si andaban por el aeropuerto de las avionetas el padre contaba que tenía un amigo piloto y siempre lo invitaba a dar una vuelta en la suya. Los niños las veían despegar y aterrizar entusiasmados con vivir tamaña aventura en esos pájaros de coloridos plumajes pero jamás obtuvieron permiso.
En verano, todo cambiaba.
Nunca faltaban sobre su vecina  la máquina de coser y la lustrada repisa de la chimenea del living, el navideño perfume de los jazmines del cabo embalsamando el aire de toda la casa y el pesebre armado en esa cueva de renegridos ladrillos.
El medio día se ensombrecía con gruesas cortinas de loneta verde que opacaban los objetos. La cocina, convertida en oasis, los recibía amablemente oscura y fresca, cuando a las once y media apretaba el calor al volver de la playa del Cerro.
Cenaban más tarde que en invierno. La madre dejaba pesarosa su sillón en el frescor nocturno del porche escalonado y entraba a preparar, abanico en mano, los alimentos.
Comían encendidos de sol, mareados por el viento y las olas surcadas en el velero familiar.
Recordaba el tintineante sonido de las cucharitas en los platos del helado y la inteligente perra detrás de la puerta mosquitero del patio, sabiendo lo que comían, esperaba su premio meneando afanosamente el rabo. La niña nunca podía distinguir quién era más dulce: si el postre o la apacible mansedumbre de su amadísima mascota:
-¿Querés helado, Doddy?
Después, ella y su hermano jugaban a las escondidas con amigas y amigos en la vereda hasta la hora de dormir y por las ventanas abiertas, la mesa escuchaba sus alborotados:
-¡Pica Fulano atrás del auto! ¡El último la queda!
Al rato la madre los llamaba:
-¡Vamos! ¡A bañarse y a la cama!
Y en las noches de Reyes, la  madre, la abuela y la tía, aprontaban sobre la mesa y entre susurros, coloridos paquetes misteriosos con fabulosos regalos para toda la familia. Los niños oían cuchicheos y crujientes murmullos de papel, deseando que llegara pronto la mañana. Estaba prohibido abrirlos antes que fuera de día, porque si no, no existiría la sorpresa.
Porque si no, el encanto de la espera, se desvanecería.
Tramaban quedarse despiertos hasta muy tarde y en la sutil claridad de alguna viajera luna llena bajaban los escalones sigilosamente risueños y descalzos,  tratando de adivinar que contenían con suaves caricias y leves sacudones. Terminada la aventura, volvían a la cama imaginando maravillas.
Una noche, después de comer, apareció en la cocina una cansada abeja. Aterrizó sobre el mantel y todos se quedaron quietos. La madre puso un platito con agua y azúcar, de inmediato el animal se posó en el borde y libó el reconstituyente manjar.
-Siento gran simpatía por estas obreritas incansables que sólo viven tres semanas y tanto bien hacen al mundo. ¿Saben una cosa? Si se extinguieran las abejas, en poco tiempo también se extinguiría la vida en la tierra. Verán que mañana esta valiosa amiguita, ya se habrá ido para continuar trabajando.
Y así habrá sido.
No volvieron a verla.
Varias veces hubo amenazas de alejar la mesa de la familia para que fuera parte de un negocio.
Afortunadamente nunca sucedió gracias a la tozuda pero amable negativa de aquella niña que hoy es abuela.
Ahora que las memorias conmovieron su todavía fragante tabla de cedro, espera nuevo destino, en otra casa, en otro lugar.


JOSÉ LUIS MACHADO



MAGIA
Entre conejos abatidos
Entre plumas de palomas tristes
Entre naipes desteñido, roídos
Sobre un sombrero andrajoso
De cabeza pobre:
Entre aros que se herrumbran
En un vaho de humo azul gris:
Entre fulguraciones de focos amarillos
Y lentejuelas, y trajes de alquiler:
Entre el eructo de los borrachos
Que abrazan sus miserables nadas:
Entre sables fraguados
En gargantas arenosas:
Entre el fulgor de antorchas enanas
Que hacen de la luz un tugurio:
Entre el dulzor apenado de una silueta
Emergida de sudores en renta:
Entre pasos de hechiceras que pasan
Sin rozar la mano fracasada,
De aquel nigromante que delirante ríe:
Entre hembras de cerebros estriados:
Entre cadáveres vivos adonde sueñan
Hijos mal nacidos de esqueletos flácidos.
Entre fluidos de carnes sintéticas
Que no pueden latir en las caricias:
Entre el escenario de maderas huecas
Y asientos desérticos
Entre todo ese aquelarre quilombeado,
Debo escribir un texto sobre la magia.
Para que nadie me meta dentro de una botella,
Para que nadie me observe desorbitado en una bola de cristal,
Para no desaparecer entre el humo,
Para que no me venden el rostro y hagan por fin
Desaparecer mis palabras.

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