martes

SUPLEMENTO DEL TALLER LITERARIO DE LIVERPOOL F.C. (28)


IVONNE DÌAZ

LA CASA JUNTO AL RÍO (3)

Melvin siempre fue raro. Sus padres le pusieron ese nombre antiguo, combinando el de sus abuelos, Melanie y Vincent, a quienes el no conoció, pero que le dejaron de herencia ese nombre, y un poco de locura.

-Melvin -le decía su madre- ya sos grande para jugar con amigos invisibles, andá a jugar con niños verdaderos.

Eso lo molestaba mucho, no estaba inventando, ¿Por qué nadie veía lo mismo que él? Todos esos niños amigables eran  de carne y hueso, llenos de vida, y no se burlaban de él como sus compañeros de clase.

En Pueblo Lunar no había escuela. A la Transgenical Food Company no le interesaba financiar una en ese lugar improductivo, que no le daba ganancias. Los niños tenían que trasladarse hasta Ciudad del Plata y eso a Melvin no le gustaba.

-No quiero ir –decía- no me gusta salir de casa y esos bobos siempre se ríen  de mí, quiero quedarme acá, con mis amigos.

Cuando llegó a la adolescencia y no cambió, lo llevaron a siquiatras, sacerdotes, homeópatas y macumberos, que no lograron curarlo ni convencerlo de nada.  Trataba de fingir y ser como todos pero nunca lo logró por completo. En sus ratos de melancolía se sentaba solo junto al puente ferroviario, y allí fue donde conoció a Brisa.

La primera vez que la vio cruzar el puente, ella venía llorando. Se acercó y le preguntó si  podía ayudarla.

-No creo -dijo ella. -Lo que busco son respuestas.

-Todos buscamos lo mismo, sólo hay que hacer las preguntas correctas a la persona correcta.

Brisa, sin conocerlo, sintió que podía confiar en él:

-Este mundo es una mierda. No quiero que mi abuelo se muera, no quiero que la vida sea un montón de reglas incuestionables.

-Y yo no quiero resignarme- contestó Melvin. -No quiero dejar de ser yo. No quiero que seas otra alucinación.

-¿Alucinación? ¿De qué hablás?

-No importa, lo que importa ahora es que encuentres a la persona que responda a tus dudas, yo te voy a ayudar.



ARIEL AZOR


AMOR DE VELORIO

Mi padre siempre nos contaba con orgullo que había sido un hombre de campo, que nació y fue criado allí, dando vuelta tierra, en medio de la nada, sin televisión por cable, sin internet y todas esas otras bobadas modernas, que tanto mal nos hacían. De adolescente se vino para Montevideo, dejando atrás aquella vida, para terminar sus estudios universitarios. Consiguió trabajo en una fábrica de caucho y veintidós años después era el químico y encargado general de la misma fábrica. “Ustedes no saben lo que es el sacrificio”, “yo me hice solito”, decía siempre.

Todos los once de agosto junto a mi madre y mis dos hermanas íbamos a saludar a su padre (el abuelo Ramón) que seguía haciendo la misma vida de antes, como si el mundo nunca hubiese avanzado; para mi padre era como volver al pasado, su hermoso pasado del que tanto nos contaba. Su madre (la abuela Susana) había muerto hace seis meses, fuimos mamá y yo. Papá no pudo, por su trabajo. ir al velorio ni al entierro.

El abuelo Ramón era un viejo grandote y de ojos claros, decía lo justo y cuando hablaba todos callaban, miraba a los demás y afirmaban aceptando; no tenía estudio, no creía en el dinero y se autoabastecía todo el año con el esfuerzo de sus brazos. No era hombre de vivir solo, ni de lamentarse mucho por las ausencias, era frio como lo que era. “Siempre, mientras el hombre atiende las cosechas, los animales, etc., debe estar esperándolo la mujer en la casa”, afirmaba. A la semana de fallecida la abuela, una nueva mujer ahora lo esperaba. La joven viuda Delia, que vivía pegado al campo suyo, era ahora su nueva concubina, tiraron abajo los alambrados y unieron campos, fuerzas y soledades. Mi padre se enteró (no sé cómo) y se enojó mucho, pero mi madre lo convenció de que debía entenderlo y perdonarlo.

Llegar hasta allá era una hazaña. En invierno, con la lluvia, después que dejabas atrás la ruta, el barro y el pedregullo suelto detenían el auto. Mis dos hermanas y yo sentados atrás íbamos dando tumbos, chocándonos los cuerpos y a veces las cabezas, mientras mi madre adelante rezongaba: por qué mierda teníamos que hacer ese maldito viaje todos los años.

Cuando al fin llegamos Delia salió a abrirnos la portera y recibirnos cuando al fin llegamos. Al viejo Ramón lo habíamos visto agachado en el campo, allá lejos. Mi padre le tocó bocina pero no dejó de hacer lo que estaba haciendo, como si no nos hubiese escuchado.

El rancho era siempre el mismo rancho, parecía que en cualquier momento se iba a venir abajo. Cuando había viento se balanceaba como si fuera de cartón. Delia tenía sangre charrúa y preparaba ravioles caseros para esperarnos ese día y festejar el cumpleaños de su nuevo marido como antes lo hacía la abuela Susana. Al viejo Ramón le decían Polaco. La cocina estaba aparte, igual que el baño. Delia avivaba el fuego sumergida en el humo mientras nosotros sentados alrededor de la mesa nos mirábamos y esperábamos, sin decir nada. Parecía que solo íbamos hasta allí a comer ravioles caseros y nada más. Papá repetía que jamás en su vida había comido nada tan rico como lo que cocinaba su fallecida madre. Mamá lo miraba con cara fea cada vez que decía eso. Él siempre quería ir y eso ni siquiera se llegaba a discutir. Delia tenía dos hijos que vivían con ellos. El viejo Ramón aun seguía en el campo. Siempre decía que eso de festejar el cumpleaños era un gasto innecesario, o no decía nada. (A las once y cuarenta Delia tocaba la campana varias veces y al rato aparecía Ramón, se sentaba, comía y se iba a dormir la siesta, hasta las tres y después de vuelta desaparecía en el campo). Algo pasaba entre mi padre y él. Mi hermana más chica sacó una muñeca y se puso a jugar con ella. Mamá cebó un mate y se lo pasó a papá.

-¿Cómo anda Marta? -le preguntó mi madre a Delia, que seguía con su rutina de revolver el fuego. El humo había inundado la pieza y se escapaba por los agujeros de las oxidadas chapas de la cocina.

-Ahí anda con su panza de arrastro, esperando que nazca el crio. ¡Marta, Marta, hay visita Marta, salí! -empezó a gritarle. Yo ya la conocía. En el velorio de la abuela Susana hicimos amistad, conversamos, miramos el cielo, la luna y las estrellas, mientras esperábamos el entierro al otro día.

Al rato apareció Marta, su barriga había crecido de tal manera que ahora era sólo eso, barriga, con cabeza, piernas y manos que la sostenían para que no cayera al piso. Estaba embarazada, nosotros no sabíamos nada. Apenas caminaba arrastrando los hinchados pies. Escupió dos veces en el piso antes de entrar. Mamá y papá se apresuraron a saludarla y dejarle lugar en el improvisado banco y la ayudaron a sentarse. Mis hermanas la miraban con ojos de asombro y mis padres y yo también, pero no comentábamos nada. El resto de su cuerpo quedó oculto bajo la panza, el banco se tambaleó y la chapa se hundió cuando su espalda se apoyó en ella. Delia siempre vigilaba que escupiera antes de entrar a una pieza donde hubiera visitantes o desconocidos para que no se contagiara ninguna enfermedad, y ahora que estaba embarazada, dos veces. Nosotros, que éramos de la ciudad, estábamos todos enfermos según ella. Marta me miró y yo la miré. Su piel morena, joven y hermosa había desaparecido, ahora estaba pálida y era sólo barriga. Había visto a mi madre embarazada dos veces y también a otras dos mujeres, pero ella me asustó. El otro hijo de Delia pasó corriendo, tocando bocina, estaba enfermo, se creía que conducía un ómnibus y daba vueltas por el campo y el rancho subiendo y bajando invisibles pasajeros. En sus manos llevaba un viejo sombrero que usaba como volante. Papá se rió al verlo pasar y le gritó: “Fittipaldo”. A Delia no le gustó, ni tampoco sabía lo que significaba eso. Papá seguía riéndose, era fanático de la fórmula uno los domingos por la mañana. Luego todos hicimos silencio. Marta comentó, agarrándose la panza: “que la culpa la tenía su madre”.

Las puertas del rancho nunca se cerraban, ni de día ni de noche, la cerradura era como un adorno. Delia quería tener un hijo con Ramón y puso una cabeza de ajo en el ojo de la cerradura, pero el gualicho le había salido mal, ahora la embarazada no era ella si no su hija. “Habré puesto la cabeza al revés” decía.

-¡Avisame cuando venga mi hijo, bo, hacele seña, que pare! ¡Ahí no, la parada es allá al lado del árbol! 

Papá se paró en la puerta y lo vio dando vuelta la esquina del rancho a toda velocidad. Largó una carcajada y comenzó a correr hasta el árbol gritando “¡Ahí viene!”. Delia también salió corriendo “paralo, paralo, hacele seña”. En sus manos llevaba un vaso con agua, pastillas y un bollón. Todos salimos a ver. Mi padre le hacía señas y chistaba. Fittipaldo de a poco iba bajando la velocidad. Delia le dio sus medicamentos y mojó un algodón  en el líquido del bollón, se lo pasó sobre su calva cabeza. Era orina de vaca, para que le creciera el pelo nuevamente. Se rió a carcajadas, puso primera y continuó su recorrido. Todos mirábamos. Marta agarró mi mano, sin que los demás se dieran cuenta y la puso sobre su barriga. La saqué de un tirón.

Delia preguntó la hora. “Once y treinta y dos”. El agua hervía. Pensó, sacó cálculos con sus dedos y le pidió a mamá que la ayudara a tirar los ravioles dentro de la olla. Nos sentamos en la mesa nuevamente, a mirarnos y mirar la barriga de Marta. Delia le pidió a mi hermana mayor que tocara la campana, dos veces, para que Ramón supiera que ya había puesto los ravioles. “¿Adónde comemos?” preguntó mamá. “Afuera”. Nos levantamos llevando cada uno los platos, vasos, cubiertos y bebidas. Nos sentamos a esperar bajo la sombra de la higuera en la mesa y bancos de hormigón. Delia al rato tocó la campana varias veces y supimos que ya era la hora de comer. Ramón a lo lejos se iba acercando. Fittipaldo sacó la recaudación (que eran piedritas) de su bolsillo y las puso atrás de la casilla del perro, este las olió y no se animó a tocarlas. El abuelo venia y ahora si se veía su cara de cansancio. “Ay Dios, cuando nacerá este guacho” dijo Marta. Mis hermanas no habían dicho una alaba desde que llegamos; sólo miraban. Papá se puso nervioso.

Mi hermana Sandra tenía un año menos que yo, dieciocho, la misma edad que Marta. Alejandra, mi hermana menor. tenía nueve. Ramón llegó. Le dio un beso a mis hermanas, a mamá, a Marta, a mí, a Fittipaldo y la mano a papá. “Gracias por venir” dijo mirándonos, y luego agregó: “No era necesario”. Nadie contestó. Delia comenzó a servir la comida, primero al “jefe de familia” dijo y luego a nosotros. Papá había llevado una caja del mejor vino y llenó su vaso y luego el de Ramón, lo levantó y pidió un brindis por el que cumplía años. “Dejate de joder” le contestó su padre, “no sé para que mierda venís a sacarnos la tranquilidad”. Papá se puso serio. “Ahora si podés venir, cuando murió tu madre ni apareciste” “¡Traidor!”. Delia le pidió que se callara. Fittipaldo se reía y aplaudía. Nosotros comíamos sin levantar la vista de los platos. Mamá pidió sal.

-¿Qué, no te gusta la comida? ¡Hubieses cocinado vos! -le gritó Delia.

-La verdad que nada que ver a los que cocinaba Susana.

Papá y Ramón discutían, sin darse cuenta que las mujeres se decían cosas.

-Traidor sos vos, a los pocos días que murió Mamá te trajiste a esta otra. ¡Ya andabas con ella de antes, Eh!

-Pa eso me rompí el culo pa que estudiaras y tuvieras educación, pa que le faltes el respeto a tu padre y a tu difunta madre. Cómo te cambio la ciudad, ¿eh? No servís para nada, nunca serviste para nada.

Fittipaldo seguía festejando. Le pegué una patada por debajo de la mesa y se puso a llorar.

-Qué vas a cocinar vos, mujercita de la ciudad. Seguro que no sabes hacer ni un huevo frito.

-Sos una vividora, loca de mierda, vos lo que querés es quedarte con los campos y el rancho, por eso te juntaste con este, para quedarte con todo, conchuda vividora.

Mis hermanas y Marta seguían comiendo y ahora estaban nerviosas.

-Este rancho lo construí yo, yo solito, y el campo lo compré yo. Y voy a hacer con él lo que yo quiera.

-Yo nací acá. Yo soy tu hijo y le vas a dejar todo a estos.

-Ustedes tan deseando que me muera para vender todo. Pero no les voy a dejar nada.

-Eso lo veremos.

Marta se puso a llorar. “Paren, basta” gritó. Fittipaldo ya no lloraba, ni aplaudía ni se reía.

-El niño es de...  -todos callaron y la miraron-. ¡Es de él!  -su dedo me señaló.

-¿Qué? ¿Cómo?  -preguntó Ramón mirándome con ojos de rabia.

-En el velorio de la abuela Susana.

Mamá se desplomó en la silla tomándose la cabeza. Mis hermanas dejaron de comer y me miraron. Fittipaldo empezó a reír de vuelta y empezó a aplaudir cuando esquivé el plato que me tiró Delia.

-Se van a tener que casar -dijo papá.

Marta seguía llorando y era consolada por su madre y su padrastro. Papá se acercó: “bien hecho, hijo”. Mi futuro estaba marcado, mudarme y hacerme cargo de mi familia, ayudar al abuelo en las tareas del campo. Comer ravioles caseros todos los domingos. Vivir en medio de la nada, con quien no quería. Ni siquiera pensaba en tener esas responsabilidades a esta altura de mi vida. Sólo había sido una aventura.

-Mañana mismo te traemos tus cosas, hablamos con el cura del pueblo y que los case rápido. Tranquilo, hijo. El rancho, como te lo prometí, será al final tuyo, y de tu hijo.



ANNA RHOGIO


DRUMDUM, DE IRLANDA


CAPÍTULO X

Por la mañana le pide a Serrana que vaya a su cuarto:
-¡No sabés ni podrás adivinar lo que tengo!
-¡Uyuyuy! ¡Qué misterio! ¡Mostrame!
Él entreabrió cautelosamente la bolsa y desde el fondo, Dundrum hizo una guiñada a la niña.
-¡Te felicito! ¡Por fin lo conseguiste!
-¿Vos sabés que el bobalicón de Horacio, por más que lo intente, no lo ve?
Joaquín entra preguntando risueñamente dichoso:
-¡Hola! ¿Qué tienen allí?
-¿Quién te llamó? ¡Esto es entre mi hermana y yo!
-¡Gruñón! ¡Dejalo que se quede! ¡Él también conoce a Dundrum!
-¿Por qué no me lo contaron?
-¡Ponele que porque se nos olvidó! -ríe el categoría de vaso.
Horacio se suma a la reunión y Héctor cada vez más enojado, se pone granate de rabia:
-¡Otra palomita en el lazo! ¿Qué les parece si también invitamos a todo el pueblo?
Con una seña, Juaco lo invita a mirar adentro de la bolsa.
El muchachito pone los ojos en blanco y está a punto de desmayarse como cuando lo del habano:
-¡AY, MAMITA QUERIDA! ¡El hombrecito vino a castigarnos!
-¡Dejá de poner ojos de carnero degollado! ¡No vino a castigarnos! ¡Vino a concederme tres deseos!
-¡Cometimos muchas diabluras! ¿Te los merecés?
-¡Con seguridad que no, pero desde hoy, seré un santo!
-¡Por qué no lo habré cazado yo!
-¡JA! ¡Vos ni podías verlo! Ya decidí lo que quiero: casas, autos, yates, bolitas, mecanos, puzzles… bicicletas, patines…
Para que no entrara nadie más, cerraron la puerta.
No se sabe de qué modo, Serrana y Joaquín, convencieron al vándalo para que sus tres deseos, fueran en beneficio de otros.
Lo cierto es, que, al día siguiente, comenzaron los milagros.
Una ola de bonanzas se extendió en el pueblo, los pobres fueron menos pobres, los enfermos sanaron, muchos recibieron bienes perdurables.
Y Maruqueta se acordó de hablar.



JOSÉ LUIS MACHADO

AJEDREZ (POEMA II)

Imaginemos por un instante, pensaban las piezas en su caja de madera, que el cielo fuera un tablero de ajedrez. El rey piensa en que dios tendrá su forma y la reina imagina su esbelta figura dominando las alturas; la torre se ve ocupando cualquiera de las cuatro esquinas del paraíso, el alfil puede ver su delgada figura como un rayo llevando las buenas nuevas de aquí para allá y el caballo se piensa cabalgando por las nubes negras o retozando en las blancas. El peón no se lo imagina, solo lo sufre, a veces una vez y otras dos.

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