sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (22)


XVII


SCOTT FITZGERALD (5)

Pagué la cuenta de mi habitación y del bar, aunque Scott quería pagar todo. Desde que empezó aquel viaje me empezó a obsesionar el tema de la plata, y al final me di cuenta de que cuanto más gastaba más tranquilo me sentía. Estaba usando la plata que habíamos ahorrado para ir a España, pero sabía que tenía crédito con Sylvia Beach y que podía pedirle prestado lo que estaba malgastando ahora, y devolvérselo más adelante.

Al llegar al garaje donde guardaban el coche de Scott, me llevé la sorpresa de que el pequeño Renault era descapotable y no tenía capota. Nunca supe por qué la capota se estropeó cuando desembarcaron el cochecito en Marsella, y Zelda mandó que la sacaran y no quiso que pusieran otra nueva. Scott me explicó que su mujer no las soportaba y que habían viajado descapotados hasta que al llegar a Lyon los agarró la lluvia. El coche estaba bien, y Scott pagó la cuenta después de regatear el lavado, el engrase y los dos litros de aceite que le habían puesto. El mecánico del garaje me explicó que los pistones necesitaban un cambio de aros, y que era evidente que no le habían puesto ni aceite ni agua. Me mostró los puntos donde la pintura se había quemado al recalentarse el motor. Me dijo que era un buen cochecito y que si yo podía convencer a Monsieur de que le cambiara los aros en París, no iba a tener problemas.

-Monsieur no me dejó ponerle una capota -dijo.

-¿No?

-A los coches hay que tratarlos bien.

-Por supuesto.

-¿Los señores tienen impermeables, por lo menos?

-No -contesté. -Yo no sabía lo de la capota.

-Trate de que Monsieur no haga locuras -me pidió. -Por lo menos con el coche.

-Bueno -dije.

La lluvia empezó más o menos a la hora que salimos de Lyon y a lo largo del día tuvimos que parar como diez veces. Eran chaparrones fugaces, y teniendo impermeables no hubiera sido desagradable viajar bajo aquella lluvia de primavera. Pero ahora estábamos obligados a guarecernos debajo de las arboledas o parar en los cafés que bordeaban la carretera. Almorzamos muy bien con lo que nos prepararon en el hotel de Lyon, un excelente pollo trufado y un pan delicioso y un vino blanco de Mâcon, y Scott se ponía muy contento bebiendo el maconés blanco cada vez que parábamos. Yo iba descorchando cuatro botellas de excelente vino que compré por las dudas en Mâcon.

Me dio la impresión de que Scott no había nunca bebido vino directamente de la botella, y aquello lo excitaba como una expedición a los barrios bajos, o como se excita una muchacha cuando se tira por primera vez al mar sin traje de baño. El problema fue que de tarde Scott empezó a sugestionarse por su salud. Me contó había quedado muy impresionado con los casos de dos personas que acababan de morirse en Italia de congestión pulmonar.

Le dije que lo de congestión pulmonar era nada más que un término anticuado para referirse a la pulmonía, y él me aseguró que eso era un disparate. Dijo que la congestión pulmonar era una enfermedad específicamente europea, que no figuraba en los libros de medicina de mi padre que yo podía haber leído, porque allí sólo se estudiaban las enfermedades específicamente americanas.


Dije que mi padre también había estudiado en Europa, pero Scott me explicó que en Europa la congestión pulmonar era un fenómeno de aparición reciente, y que era imposible que mi padre la conociera. También me explicó que las enfermedades varían mucho en las distintas regiones de América, y que si mi padre ejerciera la medicina en Nueva York y no en el Middle West, iba a estar familiarizado con otra gama de enfermedades. Me acuerdo perfectamente que usó la palabra “gama”.

Dije que eso era cierto, y le puse como ejemplo la alta cifra de lepra que había en Nueva Orleans, si se la comparaba con la de Chicago. Pero agregué que los médicos tienen un sistema de intercambio de conocimientos y de información, y que me acordaba de haber leído en el Journal of the American Medical Association un exhaustivo estudio sobre la congestión pulmonar en Europa, que hablaba de su historia remontándose hasta el propio Hipócrates. Eso lo reanimó por un rato, y además lo hice apurar otro trago del Mâcon, explicándole que un buen vino blanco, de cuerpo pero de moderada fuerza alcohólica, podía decirse que estaba indicado específicamente para combatir la enfermedad.

Eso alegró bastante a Scott, aunque de golpe volvió a deprimirse, y me preguntó si teníamos chance de llegar a una ciudad antes de que le empezaran la fiebre y el delirio con los que, según yo le dije, se anuncia la verdadera congestión pulmonar en su forma europea. Entonces traté de tranquilizarlo diciéndole que aquellos eran nada más que algunos datos tomados de un artículo traducido que leí en una revista médica francesa en el Hospital Americano de Neuilly, mientras esperaba a que me cauterizaran la garganta. Una palabra como “cauterizar” actuaba como un calmante sobre Scott. Pero igual quería saber cuándo llegaríamos a la ciudad. Dije que apretando un poco el paso tardaríamos de veinticinco minutos a una hora.

Scott me preguntó si yo le tenía miedo a la muerte, y le dije que por momentos sí y que por momentos no tanto.

Entonces se puso a llover de veras, y en la primera aldea que encontramos nos refugiamos en un café. No recuerdo todos los detalles de todo lo que pasó aquella tarde, pero sé que cuando por fin recalamos en un hotel, en una ciudad que debía ser Chalon-sur-Saône, ya era muy tarde y las farmacias estaban cerradas. Scott se desnudó y se acostó apenas llegamos al hotel. Dijo que no le importaba morir de congestión pulmonar. Lo único que lo angustiaba era saber quién iba a cuidar a Zelda y a la pequeña Scotty. Yo no podía encargarme de asumir aquella misión, porque ya tenía bastante trabajo atendiendo a Hadley y al joven Bumby, pero dije que igual iba a hacer todo lo posible para ayudarlas y Scott me dio las gracias. Me pidió que tratara de que Zelda no se emborrachara y de que Scotty tuviera una institutriz inglesa.

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