sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (20)

VIGÉSIMA ENTREGA

XVII

SCOTT FITZGERALD (3)

Volvimos a encontarnos al otro día, y decidimos ir a Lyon en el expreso de la mañana. El tren salía a una hora cómoda y era muy rápido. Si no recuerdo mal, solamente paraba en Dijon. Pensábamos llegar a Lyon, llevar el coche al mecánico, cenar bien, y volver a París al otro día temprano.

La excursión me ilusionaba. Iba a poder conversar horas con un escritor de más edad y más éxito, y aprender cosas que podían serme muy útiles. Es curioso que yo en aquel momento considerara a Scott como un escritor mayor, incluso sin haber leído todavía The Great Gatsby. Lo que conocía eran unos cuentos que habían salido tres años antes en el Saturday Evening Post, pero que no me dieron la sensación de que él pudiera ser un escritor serio. Cuando nos encontramos en la Closerie des Lilas, me contó que a veces escribía un cuento que a él le parecía bueno, y que antes de mandarlo a la revista lo retocaba y trucaba para que se convirtiera inmediatamente en un éxito. Aquello me alarmó, y le dije que eso era emputecerse. Él me dio la razón, pero me explicó que no tenía más remedio que hacer eso porque en las revistas le pagaban la plata que necesitaba para escribir libros decentes. Yo le dije que me parecía difícil que haciendo aquellas cosas un escritor pudiera conservar su talento. Él contestó que si primero escribís el cuento con autenticidad, después podés cambiarlo y estropearlo sin que eso te afecte la creatividad. A mí aquel argumento no me convencía y hubiera querido discutírselo, pero todavía no había escrito ninguna novela y me sentía sin autoridad para convencerlo. Desde que empecé a despedazar mi estilo y a probar a construir en vez de describir prohibiéndome cualquier tipo de facilismo, mi trabajo se había vuelto apasionante. Claro que la cosa era muy difícil y todavía no me sentía capaz de escribir una novela larga. A veces tenía que pelear una mañana entera para escribir un párrafo.

Mi mujer, Hadley, se alegró mucho de que hiciéramos aquella excursión, aunque tampoco se tomaba en serio las cosas de Scott que había leído. La vara de medir que ella tenía para considerar a alguien un buen escritor se basaba en Henry James. Pero pensó que a mí me convenía tomarme un descanso y dar una vuelta, aunque obviamente lo que nos hubiera gustado era tener plata para comprarnos nosotros un coche y salir de viaje juntos. Y en aquel tiempo yo no concebía que eso pudiera pasar nunca. Boni and Liveright me habían pagado un adelanto de doscientos dólares por un libro de relatos que iban a publicar en otoño, y mis cuentos eran aceptados por la Frankfurter Zeitung y por Der Querschnitt de Berlín, y por This Quarter y la Transatlantic Review de París, y vivíamos gastando solamente lo imprescindible, y ahorrando para poder ir a la Feria de Pamplona en julio y después a Madrid y a la Feria de Valencia.

La mañana que fijamos para hacer la excursión llegué a la Gare de Lyon con tiempo de sobra, y esperé a Scott frente a la entrada a los andenes. Él iba a traer los pasajes. Pero al hacerse la hora de salir y ver que no aparecía compré un ticket de andén y lo busqué a lo largo de todos los vagones y cuando el tren arrancó subí de un salto y recorrí los pasillos pensando que Scott ya estaba allí, pero no lo encontré. Le expliqué el caso al guarda, compré un pasaje de segunda porque en aquel tren no había tercera y le pregunté al guarda cuál era el mejor hotel de Lyon. Me pareció que la mejor solución era mandarle un telegrama a Scott comunicándole dónde lo iba a esperar en Lyon. Pensé incluso que si él ya había salido, su mujer se las iba a arreglar para hacerle llegar el telegrama. A mí todavía no me cabía en la cabeza que un hombre adulto pudiera perder un tren, pero aquella excursión iba a enseñarme muchas cosas nuevas.

En aquel tiempo yo era muy irritable, pero después de pasado Montereau ya se me había calmado la furia y pude disfrutar del paisaje, y a mediodía almorcé bien en el coche restaurante y bebí una botella de Saint Émilion, y pensé que aunque había sido totalmente estúpido hacer un viaje confiando en una invitación, y aunque la broma me estuviese costando una plata que necesitábamos para ir a España, todo aquello no dejaba de ser un buen aprendizaje. Era la primera vez que me invitaban a un viaje con los gastos pagos, y yo le había exigido a Scott que dividiéramos los gastos del hotel y de las comidas. Claro que ahora incluso hasta resultaba posible que Fitzgerald ni siquiera se apareciera en Lyon (la furia me hizo degradarlo de Scott a Fitzgerald). Y unos días después me alegré de haber podido controlar la cólera desde el principio. No fue una excursión muy indicada que digamos para una persona colérica.

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