miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE (1904 – 1991)


SEXAGESIMOCTAVA ENTREGA
                         
CUARTA PARTE


IV (2)

Se acurrucó junto a la ventana mirando al exterior. A su espalda se oía el ruido apagado de las niñas acostándose. Aquello le hacía comprender a uno que habían tenido un héroe en la casa, aunque sólo fuera por veinticuatro horas. Y era el último. No quedaban más curas ni más héroes. Escuchó con resentimiento el ruido de unas botas subiendo por el adoquinado. La vida cotidiana le rodeaba y le oprimía. Bajó del asiento de la ventana y cogió su bujía. Zapata, Villa, Madero y todos los demás, habían muerto, y quienes los habían matado eran gente como el hombre que pasaba por la calle. Sentíase defraudado.

El teniente llegaba pisando el empedrado. En su andar había algo vivaz y obstinado, como si a cada paso dijera: “hice lo que hice”. Miró al chico que sostenía la bujía, sin reconocerle del todo. Dijo para sí: “Yo quisiera hacer mucho más por él y por ellos, mucho más; la vida nunca volverá a ser para ellos lo que fue para mí”. Pero el amor dinámico que solía mover el disparador de su revólver sentíase aplastado y muerto. “Por supuesto, volverá”, pensaba él. Era como el amor de una mujer que iba por rachas. Aquella mañana se había satisfecho: eso era todo. Un hartazgo. Sonrió penosamente el chico de la ventana y le dijo:

-Buenas noches.

El muchacho le miraba la pistolera y él se acordó de un incidente en la plaza, durante el cual había permitido a un chico tocar su revólver, tal vez era el mismo. Volvió a sonreír y lo tocó también para demostrarle que se acordaba, pero el muchacho arrugó la cara y escupió entre los barrotes de la ventana, con precisión, de modo que una burbuja pequeña de saliva cayó en la culata del revólver.

El muchacho atravesó el patio para  acostarse. Tenía un cuartito oscuro con una cama de hierro que compartía con su padre. Dormía junto a la pared y su padre en el lado exterior, de modo que podía meterse en cama sin despertar a su hijo. Se quitó los zapatos y se desnudó, displicente, a la luz de la bujía. Del otro cuarto llegaba el susurro de los rezos. Sentíase chasqueado y desilusionado por haber perdido algo. Acostado boca arriba, acalorado, miraba al techo. Le parecía que no había en el mundo más que la tienda, la lectura de su madre y juegos sosos en la plaza.

Pero se durmió muy pronto. Soñó que el cura fusilado por la mañana estaba de nuevo en su casa vestido con la ropa que su padre le dejara: tendido, rígido, preparado para el entierro. Él estaba sentado junto a la cama y su madre leía en un libro muy largo lo relativo a la representación del cura en su papel de Nerón ante el obispo. A los pies de la madre había una cesta de pescado el cual sangraba, envuelto en un pañuelo. Él estaba muy aburrido y cansado y alguien martillaba en el pasillo poniendo clavos a un ataúd. De pronto el cura muerto le hizo un guiño, una fluctuación evidente del párpado, ni más ni menos que eso.

Se despertó y oyó el taptap del aldabón en la puerta exterior. Su padre no estaba en la cama y en el otro cuarto reinaba un silencio absoluto. Habrían pasado algunas horas.

Yacía escuchando; estaba asustado, pero al poco rato se repitió la llamada, y nadie se movió en parte alguna de la casa. De mala gana puso los pies en el suelo. Pudiera ser que su padre hubiese hallado la puerta cerrada.

Encendió la bujía y se envolvió en una colcha volviendo a escuchar. Su madre podía oírlo e ir a abrir, pero él comprendía muy bien que su deber era ir él. Era el único hombre en la casa.

Lentamente atravesó el patio hacia la puerta de la calle. Acaso sería el teniente que volvía para vengarse del salivazo... Abrió la pesada puerta férrea y la hizo girar. Un forastero estaba en la calle: un hombre alto, delgado, pálido, con la boca un tanto amarga, el cual llevaba un pequeño maletín.

Nombró a la madre del muchacho y preguntó si aquélla era la casa de dicha señora.

-Sí -contestó el chico-, pero está durmiendo.

Empezó a cerrar la puerta, pero la punta de un zapato se interpuso.

-Acabo de desembarcar. He llegado por el río esta noche. Creí que acaso... tengo una carta de presentación para la señora de un gran amigo suyo.

-Está durmiendo -repitió el muchacho.

-Si me dejara usted entrar -rogó el hombre con una extraña sonrisa temerosa; y, de pronto, bajando la voz, declaró-: Soy un sacerdote.

-¿Usted? -exclamó el chico.

-Sí -repuso él con suavidad-. Mi nombre es Padre...

Pero el muchacho tenía ya la puerta del todo abierta y ponía los labios en su mano antes de que pudiera darse a sí mismo un nombre.

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