martes

SUPLEMENTO DEL TALLER LITERARIO DE LIVERPOOL F.C. (26)

FEDERICO RODRIGO

CUANDO LA MENTE NO TIENE TELÓN

El escenario estaba en un barrio común como esos que contaba Ivonne, como en el que yo vivo, donde las cosas pasan con mucho esfuerzo y poca prensa.

En el salón de revoque caído, una laguna salada de sudor alardeaba las horas de ensayo. Hoy, como el tiempo acompañó, la abuela llevaba al nieto de mente y cabello dorado al estreno de la obra de teatro: "no hay mentiras en el espejo"

Solo él, y su privilegiada inocencia, no son capaces de ver al almacenero que ayer le regalaba un caramelo detrás de aquel perverso doctor de manicomio.

Así, tampoco pudo descifrar el personaje que actuaba su tío, ni las mentiras de la historia contada. Cuando el guion lo mandó caer como pichón sin nido, acosado por los otros locos, la niñez de su sobrino no lo entendió y saltó la muralla invisible que separa realidad de ficción para abrazarlo.

El tío, hábil actor amateur, adaptó la escena de forma tan natural que hasta yo, que la escribí y no me perdí un ensayo, aun dudo si no estuvo planeado desde siempre.

No lo volvieron a hacer: ni volvieron a recibir una ovación semejante. Lástima que todo se haya quedado entre las húmedas paredes de lo común del barrio.


IVONNE DÍAZ


LA CASA JUNTO AL RÍO

(este texto integró la antología el vals de la cordura y otros intentos, publicada en 2007 por MontevideoEsquinas la editorial TRILCE)

I

Irina y Natacha salen de su empleo en la Transgenical Food Company luego de las habituales diez horas de trabajo y regresan a su casa en un barrio de los suburbios de Montevideo.

Hace veinte años que trabajan juntas, pero son amigas desde niñas. Ahora, a los cuarenta años, siguen estando unidas a pesar de que sus vidas han sido diferentes. Tienen en común el empleo, el lugar donde viven y una infancia compartida.

Natacha ha dedicado gran parte de sus energías a su profesión, llegando a ser química jefe de los laboratorios de la TFC. Está casada con un alto ejecutivo, no tiene hijos pero sí una activa vida social.

Irina, a pesar de su capacidad, no ha podido ascender tanto en el trabajo. Su escaso tiempo libre lo dedica a su padre y a su hija de dieciséis años. Ariel, el hombre con el que quiso compartir su vida, ahora se encuentra muy lejos.

Natacha conduce su propio transportador y le evita a su amiga e incómodo y lento regreso a su hogar en el antiguo electrobús colectivo. Esto les da la oportunidad de conversar un rato, a veces de cosas intrascendentes, a veces de confidencias o reflexiones.

-¡Qué bonito! -dice Irina que va mirando las casas junto a la ruta-. ¿Viste cómo renovaron los jardines en esta zona?

-Sí, realmente hermosos. Y nada de pasar trabajo cuidándolos. ¿Te acordás cuando érams chicas? No había jardines sintéticos como ahora. Teníamos que barrer hojas, crtar pasto, ¡qué cansador!

-Pero nos venían bien las monedas que nos daban por hacerlo -Irina sonríe recordando ese tiempo, la sensación de pisar hojas secas, a acostarse en el verano a la sombra de un árbol verdadero-. Me gustaban más como eran antes, frescos, cambiantes…

-¡Siempre la misma! Tenés que ser más práctica. Pensá en el perjuicio que le causaron a la soja transgénica, que no había sido manipulada para resistir esa plaga desconocida que empezó en los jardines y terminó diseminándose por los campos de cultivo. Estuvieron bien en prohibir las plantas naturales.

-Claro, tenés razón…

Irina sigue en silencio el resto del camino. Cuando llega a su casa se despide y desciende del transportador. Entra y saluda a su hija, que la besa con cariño.

-Hola ma. ¿Cómo te fue?

-Hola hijita, como siempre. Estoy un poco cansada y vos ¿estudiaste?

-Sí mamá, tengo que salvar el selectivo sí o sí…

Brisa ha decidido presentarse al examen para cursar Inforrobótica. Es inteligente y estudiosa, pero son pocas las becas que se otorgan y además, su curriculum no es bueno, su padre fue expulsado hace seis años de la TFC por haber participado en una protesta cuando varios funcionarios resultaron intoxicados en un derrame accidental de amoníaco. La empresa le restará puntos por estos antecedentes.

Le parece injusto; tampoco entiende por qué su madre, debe seguir pagando una indemnización a la TFC. El puesto de su padre sólo estuvo vacante durante unos pocos días.

-Tantas pérdidas no  habrá ocasionado -piensa- y el pasaje no pudo ser tan caro, sólo lo llevaron hasta la frontera entre los terrenos de la TFC y la Confederación Sudamericana.

Mientras Irina se ducha, Brisa intenta seguir estudiando mas lo único que puede pensar es en su padre. Lo extraña, sueña con volver a estar todos juntos, pero su madre no puede irse hasta no saldar la deuda con la empresa.

-Y encima lo el abuelo -se lamenta-. Yo sé que todos debeos morir y es mejor hacerlo antes de que empiece el sufrimiento, eso me repitieron desde chica. Pero el abuelo se merece disfrutar algún tiempo; su vida fue dura… Ahora que podría descansar y estar más tiempo con nosotros… ¡Este mundo es una mierda!

II

La primavera comienza a anunciarse con un viento suave y un cielo despejado. El sol está tibio, tibio como el corazón de Matías que espera a su hija y a su nieta.

Vive junto al río Santa Lucía, en la misma casa donde nació hace 74 años.

Mientras apronta su mate, le ordena al multifunción encender el modo audio para escuchar viejas melodías de guitarras.

La antigua mesa de cármica está junto a la ventana de la cocina, desde donde divisa el río, el mismo que en su juventud veía correr libremente sobre arenas blancas y ahora agoniza entre dos murallones de cemento. En la otra orilla crece el maíz mutante, sin tener en cuenta estaciones ni clima, pues para eso ha sido modificado genéticamente. Cuidando esas plantas, sembrando y cosechando, Matías ha pasado casi toda su vida. Fue su primer trabajo y hasta allí siguió hasta hace muy poco, cuando culminó su contrato con la empresa.

Irina y Brisa llegan a media mañana. A pesar de sus sonrisas, no pueden ocultar una sombra de preocupación y tristeza.

-Hola papá -saluda Irina.

-Bueno ¡llegaron mis mujeres favoritas! -dice Matías que las espera en la puerta-. Entren, el sol está muy fuerte. ¿Me acompañan con el mate o prefieren jugo fresco?

-Te acompañamos con el mate abuelo -dice Brisa y le da un beso.

Más tarde, mientras Irina prepara el almuerzo, Matías y su nieta salen a caminar.

-¿Qué le pasa a tu madre que la noto preocupada?

Ya sabés abue, falta poco para tu cumpleaños y en cualquier momento te llega la notificación.

-Me suponía que era eso -Matías hace una mueca que quiere ser sonrisa, mientras se sienta junto al murallón de cemento-. Hay cosas inevitables -dice a su nieta que se ha sentado junto a él-. Cuando firmé el contrato con la TFC sabía bien que por reglamento la eutanasia es obligatoria a los setenta y cinco años.

-¿Y por qué lo hiciste, abuelo?

-Cuando Uruguay fue vendido a la Transgenical Food Company, sólo tuvimos dos opciones: trabajar para ellos y aceptar el reglamento o irnos. Los Estados del Atlántico Norte, el Reino del Islam o la Confederación Sudamericana eran opciones económicamente tentadoras, pero mi familia y la de tu abuela habían decidido quedarse en el lugar donde nacieron. Ella era una chiquilina preciosa, ¡y estábamos tan enamorados! Entonces la vejez y la muerte me parecieron cosas muy lejanas.

-¡Pro abuelo, vos todavía estás sano y yo te quiero tanto! -Brisa se seca las lágrimas con la mano-. Podríamos pedirle a papá que te lleve con él.

-M’ijita, a esta edad no me permitirán entrar en ningún lado.

Entre tanto, Irina está en la cocina. Mezcla la papilla de maíz y soja vitaminizada, único alimento que consumen los trabajadores y sus familias, con saborizantes y colorantes, colocándola en una fuente de forma que presente un aspecto agradable. Luego se esmera preparando gelatina de cerezas, exclusivo postre que sólo puede adquirir los ejecutivos y que Natacha le regaló sabiendo lo especial que es esta ocasión para los tres.

Mientras pone la mesa, Irina piensa en su niñez. “Natacha venía a jugar conmigo” recuerda. “Mamá y la abuela hacían maravillas con las cacerolas, cuando todavía se conseguían aquellos alimentos extraños con aromas deliciosos, todos con colores y texturas diferentes. Su madre siempre le decía que eran naturales.

Las voces de Brisa y el abuelo que regresa la traen nuevamente al presente.

-Papá, ¿qué sentiste cuando murieron tus padres? -preguntó Irina repentinamente, como si todos estuviesen hablando de ese tema.

-Fue terrible -responde Matías en voz baja-, Pero es así como está previsto. No quiero que te pongas mal por mí.

-¿Y cómo querés que me ponga? Sos mi padre, no quiero perderte. ¿Por qué tener que aceptar lo previsto? ¿Nunca nos vamos a cuestionar nada? Aceptar, resignarse, soportar… es todo lo que hacemos.

-Irina, no me lo hagas más difícil. Mi buena salud es casi un milagro. Con tantos años trabajando con fertilizantes químicos, bajo este sol nocivo, no tardarán en aparecer las consecuencias. He sido afortunado teniéndolas a ustedes, me gustaría seguir aquí, pero extraño a mi querida compañera. Ella murió tan joven… y si es cierto que hay otra vida, quiero reunirme con ella.

III

Al regresar del trabajo Irina le pidió a Natacha que baje un momento en su casa. Decidió pedirle algo muy especial.

-Natacha, sabés que no me gusta pedir favores y menos aun si ayudarme te causara algún inconveniente, pero estamos pasando un momento difícil.

-Para eso estamos las amigas.

-¡Sabía que no podías fallarnos! -dice Brisa y se le ilumina la cara.

-Dejame explicarle, hija. Natacha, papá está a punto de cumplir los setenta y cinco años y vos sabés lo que eso implica. Ayer nos conectamos en la red con Ariel y él está dispuesto a ayudarnos.

-Sí Natacha, mamá quiere que el abuelo se vaya a vivir con papá, lejos de este maldito lugar -dice Brisa sin poder contener su entusiasmo-, y vos tenés contactos. Podés ayudarlo a viajar fuera de los límites.

Natacha se sorprende.

-¿Hablaron de eso en la red? ¿No saben que está interceptada?

-Tenemos nuestros códigos, después de seis años hemos aprendido a hablar de casi todo sin ser entendidos.

-¿Y Matías está de acuerdo en irse?

-Aun no se lo preguntamos -dice Irina-. Queremos asegurarnos de que es posible hacerlo, antes de generarle expectativas.

-Perdoname Irina, pero el planteo de ustedes me parece un poco egoísta. La vejez trae sufrimientos, enfermedades y los adelantos de la ciencia aun no son suficientes para evitar la agonía.

-No Natacha, no quiero que sufra, sólo quiero que tenga la oportunidad de elegir, como lo hizo tu padre.

-Estás muy equivocada, mi padre no eligió. Estuvimos dos años viviendo en la Confederación Sudamericana porque él representaba a la empresa. Estábamos allí cuando enfermó gravemente y no pudimos volver. La eutanasia no es obligatoria en esos países. Fue terrible.

Natacha no puede evitar que la invada el recuerdo. Ese mismo recuerdo que no comparte con nadie, porque es demasiado doloroso. Dentro suyo resuena su propia voz, incoherente, desesperada, intentando recitar una oración que casi ha olvidado, como si con eso pudiera salvarlo…

“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…” Papá, quedate tranquilo no trates de moverte, te podés hacer daño… Padre nuestro; hágase tu voluntad, por favor no prolongues más su agonía, pobrecito, ya no puede comer… danos hoy el pan nuestro de cada día… la noche es eterna, “líbranos de todo mal”. -Natacha vuele a sentir la misma angustia de entonces-. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Apenas puede respirar, “Padre nuestro que estás en los cielos”, no soporto verlo así. Papá te quiero, no tengas miedo. “Padre nuestro, hágase tu voluntad”, por favor que se muera y no sufra más.

-¡No, Dios, no! -grita fuera de sí-. No puedo verlo sufrir.

Se da cuenta que Irina y Brisa la miran sorprendidas. Respira hondo y trata de recomponerse, intentando parecer calmada.

-No me parece una buena idea -dice-, además no podemos infringir el reglamento.

Irina está desconcertada.

-Natacha ¿cómo podés hablarme de reglamento ahora?

-Dejala, mamá, ella no es tu amiga, no nos quiere ayudar.

En la casa junto al río Santa Lucía, Matías mira tristemente en su multifunción: es el holograma de un querubín muy blanco, con una notificación en su mano.

El viento agita el maizal y las aguas turbias del río. Por el camino de piedra que corre junto al murallón de cemento se acerca lentamente un transportador de color gris con letras fluorescentes que anuncian su destino: “Hospital General de la TFC, Sección Ancianidad”,


ANNA RHOGIO


DRUMDUM, DE IRLANDA


CAPÍTULO VIII

Después de otras tantas en las que olvidaba sus promesas irrumpía corriendo en el taller de su papá:
-¡Dejame pasar que ahora mismo tengo que salir corriendo para China!
El bueno de Luca pensaba:
-¡Otra barrabasada de la oveja negra de la familia!
El malandrín, sabe que el duende vendrá a pedirle cuentas. Prepara la bolsa y la esconde debajo de la cama. No le tiene miedo y quiere preguntarle muchas cosas.
Y Dundrum aparece.
-¡Acá estás! -manotea el piso buscando la bolsa.
El grito despierta a Horacio que lo mira asombrado: en la tenue claridad de la luna, Héctor salta en el colchón agitando los brazos, revoleando la bolsa como para enlazar un redomón.
No alcanza a Dundrum y se trepa en una silla.
-¿Qué hacés?
-¡Sssssshhhh! ¡Callate, pajarón! ¡Vení! ¡Vení! ¡Tengo un precioso regalito para vos!
-¡Me sé de memoria la clase de regalitos que me das! ¡Si me acuerdo del habano, tengo ganas de vomitar otra vez! ¡Me pasé tres días descalabrado en la cama!
-¡No hablo contigo!
-¡Chiflado! ¡Acá no hay nadie más que vos y yo!
-¿Ah, sí? ¿Y eso qué es? ¿Un mosquito gigante y verde?-se sube al escritorio.
Se caen los libros y revolotean los papeles.
-Segurito que tenés fiebre y delirás. ¡Voy a llamar a mamá!
-¡No señor! ¡Usté se me queda quietito, quietito! ¡No me lo vaya a espantar!
Horacio llora de risa agarrándose el estómago: las acrobacias del hermano hicieron que resbalaran pijama y calzoncillo.
Se le ve media cola.
Dundrum, rodeado de preciosa luz azulada que ondea con cada movimiento, esquiva los intentos bailando en el techo del ropero y el chiquilín no puede alcanzarlo.
Héctor no entiende por qué Horacio no lo ve. Cansado se recuesta y lo amenaza con el dedo:
-Ya vas…  a ver…  te atraparé…  aunque me cueste…  la vida…
-¡Paaaaahhhhh! ¡Buéh! ¡Calmate y mañana hablamos!
-¡Nada de mañana! ¡Ahora! ¡Mirá bien el techo del ropero!
-Ta.
-¿Qué hay?
-¡Nada! -se dio vuelta y se quedó dormido.
Dundrum se esfuma. Dejó en su lugar una estela de brillantes luces nacaradas que opacaron la luna.
El frustrado cazador se da por vencido y él se posa en su almohada susurrando en su oreja:
-¿Para qué quieres cazarme?
-¡Es obvio! ¡Quiero mis tres deseos!
-¿Cuáles serían?
-Te mantendría preso y los pensaría muy bien hasta que me decidiera por los mejores.
-¿Por ejemplo?
-No seas astuto, sé que ustedes lo son y los tomarías como que ya te los pedí. Esto es sólo un ejemplo: una bici grande, una moto, un auto, un barco, una casa, mucha plata…
-¡EY!  ¡EY!  ¡EY! ¡Son más de tres! ¡En tu lugar, querrías ser más bueno, inteligente, y reservaría uno para hacer el bien!
-¡Bah! ¡Bobadas!
-¡Querer ayudar a los demás, no son bobadas! Pediría que Maruqueta, ahora que tiene donde vivir, recuperara el don de la palabra, o que los niños fueran más generosos, o que los hombres cuidaran más los árboles, el mar, las especies en peligro de extinción y el planeta entero.
-¡EY!  ¡EY!  ¡EY! ¡También son más de tres!
-¡Qué diablo eres! ¡Tan vivo para lo que no debes! Date cuenta que con uno solo, se puede ayudar a muchos.
-¿Ajá?
-Ajá.
-Buscaré la forma de engañarte y conseguiré más de ti.
-¡A un duende no se lo puede engañar! Además, si no te apresuras y transcurren más de tres días, desapareceré, porque esa es otra ley del mundo intangible.
-¿Intan…  qué?
-Gible.
-¡Bah! ¡Pavadas!
Y su mente se pierde en los senderos del sueño.


ARIEL AZOR


BAR BICHOS

Héctor, con su mameluco salpicado por distintos colores de pintura, me mira con sus ojos de asombro y no me dice nada. Responde cada tanto “sí” al teléfono en su oreja aprovechando para pestañear.

Es el menor de tres hermanos y el único varón. Desde chico había sido instruido por su padre (Joao de Palma) y una de sus hermanas en el mundo de las cartas, las copas y la noche.

-¿Pero qué pasa, che? ¡Hablá ya! -apagó el celular y se quedó mirando el piso.

-Mi viejo, el Joao: lo mataron. Lo mató el hijo de puta del comisario García.

El brasilero (así lo llamábamos a Héctor), trabajaba conmigo desde hacía ya tres años. La suerte se le había dado vuelta de un tiempo a esta parte, no sólo no ganaba a las cartas sino que además había perdido a su enamorada, trabajaba solamente para pagar sus deudas y hasta las llaves de su camioneta puestas a voluntad del juego sobre la mesa pasaron de sus manos a las mías, en la primera noche que nos sentamos frente a frente a disputar una partida, creyéndome un inexperto jugador. Y ahora, también esto.

-¡Vamos a acomodar todo y yo te llevo, dale!

Lavamos los baldes, los pinceles y los rodillos. Cerramos con llave donde trabajamos, nos cambiamos de ropa y subimos a la camioneta.

Héctor había nacido en la frontera. Era mitad uruguayo y mitad brasilero, pero él decía ser uruguayo, al principio hablaba entreverando los idiomas y casi enseguida como nosotros. Era un hombre fuerte, morocho, bajito y siempre dispuesto para el trabajo. Siempre estaba haciendo changas, de lo que sea, y no era ningún negado para la construcción y pintura. Yo, para darle una mano con sus deudas, con el dinero que ahorraba en fletes ahora que tenía camioneta, lo llevaba a trabajar conmigo. Estábamos de reforma en un apartamento del centro cuando pasó todo eso.

-¿Adónde está?

-¿Quién?

-Tu viejo, ¿quién va a ser?

-En el bar.

-Vamos… dale, vamos.

Por el camino, Héctor no articula palabra, sus ojos, perdidos, miran por la ventanilla y no ven más allá de sus pensamientos, evocando a su padre. Joao había vivido casi toda su vida en el Chuy, siempre contaba que si uno cruzaba la calle viajaba hasta Brasil y si la cruzaba de vuelta para atrás volvía a Uruguay. Hablaba más portugués que español y muchas veces no se le entendía. Decía no tener nación y que era de los dos lados. Una prostituta en el quilombo le había contado lo que era Montevideo y el barrio Las Acacias, barrio de los mejores bares, del Zeppelín, él Viejo Potrillo, y el Bar De los Bichos con el hipódromo ahí a la vuelta. Eso rondó su cabeza durante mucho tiempo hasta que un día, reunió a su familia para darles la noticia de que se vendrían a vivir a la capital. Héctor ya lo sabía; eran muy compinches.

Media hora después llegamos. Nos encontramos con la menor de las dos hermanas: Karina, en el cordón de la vereda, completamente histérica, gritando e insultando. Héctor se tira pa abajo antes de que la camioneta se detenga.

-¿Qué pasó?, ¡qué pasó!, ¿adónde está papá?

Karina lo abraza llorando y luego le señala el bar. Las antiguas cortinas metálicas de las ventanas están bajas y las tres puertas cerradas. En la principal, Daboine (el dueño) con el cuchillo atravesado en el cinto no deja entrar a nadie. Está vestido como siempre: a lo tanguero; bajito y ancho, su ropa por lo general era azul oscura, todos imaginábamos que usaría gomina, pero siempre ocultaba su pelo bajo el sombrero y sus ojos bajo el ala. Llevaba también una franela en su bolsillo que cada tanto sacaba para dar lustre a sus zapatos. Uno podía verse reflejado en ellos.
           
Cuando me mudé a este barrio, recuerdo, hace ya unos cinco años, me di cuenta de que la mejor manera de conocer a la gente del lugar, era yendo al famoso Bar De los Bichos; así que empecé a frecuentarlo. Compartiendo unas copas, jugando al pool o al truco conocí la historia de todos los vecinos y vecinas, incluso de aquellos que ni siquiera sabía quiénes eran. Apenas pasando la puerta un mono con la gloriosa camiseta de Peñarol firmada por un campeón del mundo te recibía, allá arriba una mulita, un lagarto, y un papagayo duro que no hablaba sostenidos por viejas telas de araña; en la barra; un pingüino congelado de frío miraba lo que tomabas. Yo me hice ver como un joven confiable, sereno y de armar poco lío, así que Daboine me invitó a que fuera también de noche. Me enseñó la contraseña al golpear la puerta y lo que debía decir cuando preguntaran quién era. Era tiempo de dictadura y el juego de cartas llamado monte estaba totalmente prohibido. Las luces se apagaban y el viejo farol a queroseno apenas iluminaba para ver las cartas, y las siluetas de los bichos… parecía que en cualquier momento te iban a atacar.

De inmediato el brasilero amaga a írsele arriba pero Daboine, más rápido que la luz, le muestra su cuchillo haciéndole retroceder.

-¡No se puede entrar! No se puede tocar la escena del crimen.

La hermana le tira del brazo gritándole: “dejá, dejá, a ver si te matan a vos también, dejá Héctor, que ya se encargará la policía”

-¿Y adónde está ese asesino?, ¡dónde está ese hijo de puta de García!

-Huyó, huyó el desgraciado.

-Vos sabes adónde está, Daboine, ¡Decímelo, decímelo ya! ¿Adónde mierda está? ¡Lo voy a matar! -Daboine lo mira y se le dibuja una sonrisa:

-Y… pregúntale a tu otra hermanita, a la zorrita esa.

Andreiña es la mayor de los tres hermanos. Ella no hablaba como nosotros, usaba el portugués como su idioma oficial y decía ser brasilera. Apenas pisaba el bar, sólo cuando iba a buscar a su padre y… desde la puerta, le gritaba que el almuerzo estaba pronto. “La única que no había salido puta”, según hablaban las chusmas del barrio. Pero también tenía una vida secreta. Todos sabíamos que era la amante de García desde hacía un tiempo. Héctor también lo sabía, pero nunca hablaba de eso. García casado y con dos hijos era el comisario de la seccional del barrio, la 12. Y Joao, el ahora fallecido padre de Héctor, tenía una deuda de cartas con él, y este siempre se lo escuchaba en cara reclamándole y amenazándolo.

-¿Y adónde está mamá? Pobre mamita, no sabe nada y su viejito acá muerto -atinó preguntarle a su hermana.

-Está en casa… Héctor; en casa -responde Karina besando su mano. Luego clava sus ojos en mí. Karina siempre nos acompañaba en las noches esperando que alguno gastara algo de dinero en ella. Su pelo teñido de rubio claro, largo y suave, vuela con el viento de la esquina ocultando sus humedecidos ojos azules y el rojo de sus labios. Está hermosa realmente, siempre estaba hermosa; y yo sentía que me estaba enamorado. Por eso deseaba ganar siempre y tener dinero suficiente para poder gastarlo en ella. Ella también lo deseaba, y me lo hacía saber cada vez que la suerte me acompañaba, cuando dormíamos juntos.

-¡Llévame, llévame a casa, patrón!

Nos subimos a la camioneta nuevamente y lo llevé hasta la casa donde vivía con su madre. Al llegar, el brasilero se bajó gritando:

-¡Vieja! ¡Mamá…, Mabel!

Entró. Buscó y siguió gritando pero nadie contestaba. Su madre ya no está, y las cosas personales de Andreiña tampoco.

-Esta puta se fue no más, se fue con ese asesino. ¿Vos te das cuenta? ¡Dios!, qué castigo. ¡Mami, Mabel!

Yo salí de la camioneta y lo abracé. Sus lágrimas mojaron mi hombro.

-Héctor; tu madre no está, tranquilo, que yo sé adónde está, pero tenés que calmarte.

-¿Pero vos sos bobo o qué te pasa? Vamos a buscarla. Hay que avisarle lo que pasó.

-Sí, yo te llevo; pero tranquilízate.

-¿Qué decís muchacho? Vamos, dale vamos ya -y se subió a la camioneta de un salto. Pero yo le hice una seña, para que se bajara.

-Calmate, por favor.

Empecé a caminar y él atrás de mí, como confundido, no dejaba de mirar para todos lados, buscando. Los vecinos afuera no nos sacaban los ojos de encima, y algunos, intuyendo para dónde íbamos, se metían para adentro. Apenas dos casas después llegamos al frente del rancho del loco Omar. Dejé de caminar.

-¿Qué? -me dijo Héctor y yo le señalé el rancho.

-Tu madre esta acá.

-¿Acá?

Miró el rancho un rato y luego a mí. Comenzó a caminar lentamente esquivando las mudas de plantas del jardín y ahí se dio cuenta, eran las mismas plantas que había en el jardín de su casa. Abrió la puerta y entró.  Hubo silencio por unos instantes y luego gritos, golpes, estruendos.

Mabel fue la primera en salir, acomodándose el vestido invocaba a los dioses brasileros en portugués, después el loco Omar, volando, sin tocar el piso, sangrando por la boca y el resto de la cara. El brasilero parecía ahora más grande que la puerta, su cuerpo había crecido, las mangas arremangadas. Mabel lo rezongaba pero él no escuchaba, estaba fuera de sí. Agarró al viejo Omar por los pies como si fuera un niño recién nacido levantándolo en el aire. Lo llevó hasta el aljibe y sacó la pesada tapa de hierro oxidado. Mabel hacía lo posible por detenerlo pero también era arrastrada.

-¡Papá muerto y ustedes acá, cogiendo!

Omar fue el primer amigo que tuvo Joao apenas vino para Montevideo, y era su inseparable compañero a la hora de sentarse a la mesa a jugar a las cartas; ahora, inconsciente por los golpes, ya no sabe que jamás despertará. Mabel, sosteniendo los pantalones de su viejo amante se deja llevar también en tan oscuro viaje. El brasilero parado al lado del aljibe grita ciego de rabia… y comienza a llorar. Me abraza, mis huesos crujen y mi otro hombro también se moja con sus lágrimas. “No doy más. Ya no aguanto más, patrón”. Los vecinos miran pero no dicen nada. El ayudante del comisario llegó tras la sirena. Le apuntó con el revólver, lo esposó y se lo llevó. Yo fui hasta el bar y abrazando a Karina le conté lo que había pasado. Daboine también escucha:

-Es igual al padre. Eso les pasa por no pagar las deudas; haberse visto, matar a su propia madre.

Luego vinieron a buscarnos a Daboine y a mí, como testigos de dos muertes. Un policía quedó haciendo guardia, parado, derecho, en la esquina donde está el bar.

Cuando llegamos a la comisaria Andreiña ya estaba tomando un té con aspirinas sentada donde esperan los que van a declarar, llorando desconsoladamente. Y el brasilero, el brasilero ya no estaba. García viajaba con él rumbo a la cárcel central para que algún juez decidiera su condena. Mientras que a mí, el que me toma la declaración escribe lo que quiere al tiempo que el ayudante del comisario, parado a mis espaldas, me susurraba al oído: “Si te quedas quietito y calladito te vamos a dejar ir, si no vas a correr la misma suerte que ese empleadito tuyo”. Cuando por fin me dejaron salir, vi que traían a Karina.

Aquella tarde fue la última vez que vi al brasilero. Después me enteré que en los papeles oficiales lo hicieron figurar como un revoltoso, anarquista y asesino. Nadie sabe dónde está enterrado su cuerpo.

El Bar De los Bichos, cerró sus puertas por las noches un tiempo. El farol cayó en desuso y también se cubrió de telas de araña. Los bichos pudieron dormir tranquilos todas esas noches.

La casa que antes era de Héctor, Joao y Mabel, ahora es de Karina. Y hay que ir a visitarla allí si uno quiere y puede.

García, con la llegada de la democracia se jubiló y se separó, para irse a vivir con Andreiña, quien supo perdonarlo y olvidar; viven en el rancho que era del loco Omar. Por suerte, yo tuve mucho trabajo en esos días, refaccionando ese y otros ranchos, y así mi empresa creció. Tres amigos del barrio: el “Sapo”, el “Caballo” y el “Gato”, trabajaron conmigo todos esos días. El escombro lo tirábamos en aquel aljibe.

A las seis clavadas, como  máximo, siempre dejamos de trabajar y cada viernes, luego de cobrar el adelanto, seguimos pasando por el bar a tomar una cerveza fría, como antes lo hacíamos con el brasilero, a jugar un pool y a esperar que Daboine limpie el farol, lo llene de queroseno y anuncie que se volverá a prender por las noches. El pingüino se había mudado, eso sí; ahora se balancea colgado al lado de la mulita. Su lugar en la barra lo ocupa ahora un búho que no deja de mirar todo con ojos cada vez más grandes, asustado seguramente, por todo lo que había pasado.


JOSÉ LUIS MACHADO


A BELANE / 2

(segundo capítulo de una novela en proceso de elaboración)

En uno de los apartados había una pareja muy extraña, ella era joven, pelirroja, con aire resuelto y ropa casual, alta, delgada y con unos pechos que parecían de una mujer mucho más grande; él, un tipo gordo y entrajado, nunca había visto a alguien tan parecido al pingüino de Batman, aunque más alto. La curiosidad me expulsó de mi lugar habitual en la barra, me senté cerca, ellos no podían verme de frente, yo podía escuchar. Tomé un trago de grapa y cerré los ojos.

-¿Y vos querés que yo te ayude con tus hijas? No sé como podría ayudarlas…

-Ellas nunca vinieron antes. ¿Entendés? No conocen Montevideo.

-¿Hablan castellano, por lo menos?

-Sí, pero no conocen nada ni a nadie y yo… vos sabés que soy un hombre muy ocupado.

-Me estás jodiendo ¿Tus hijas vienen del otro lado del mundo a verte después de años y no les vas a dar pelota? Qué pedazo de hijo de puta… -la pelirroja le hablaba con desprecio apuntándole con el vaso, el tipo no reaccionaba, hablaba  como con miedo.

-Te voy a pagar muy bien, mucho más que lo que ganas en la calle, el doble.

-El triple y nada de sexo.

-Está bien, tengo otras mujeres.

-Bueno, contame algo de tus hijas, no sé… estudian, son lindas, son putas, yo qué sé.

-No nada de eso, yo las mantengo hace años. Todo comenzó con la muerte de su madre.

-Aja, así que en algún punto de este jodido mundo tenés otro muerto, otra ex-señora Fachet.

-Yo no la maté. Bueno, más o menos, se suicidó por mi culpa…

-Sí, ya sé, si no podés mantener tu bragueta cerrada ahora, en tu juventud menos.

-Algo así.

En eso llegó el mesero con una jarra de vino, ellos hicieron silencio, sirvió  dejó la jarra y se fue.

-Bueno, como te decía…

-Dejá  de manosearme las piernas o te clavo el tenedor en la mano.

Quise ver más de cerca la situación así que giré mi cuerpo y llamé al mesero. El super pingüino me miró como para medirme y yo no le quité la mirada. Él sí.

-Señor. ¿Qué necesita?

-La cuenta, por favor.

Pagué, me fui y me senté en el auto a esperar que salieran. Media hora estuve allí, menos mal que el cuarto litro de grapa que me había tomado servía de calefacción, porque si no me hubiera quedado sin nafta. Al final salieron. Si nadie me contrataba para un caso, yo sería mi propio cliente, pensé. Así que me dispuse a seguir a la pelirroja, que era lo que más me interesaba. Primero se fue el super pingüino en un auto con chofer que lo estaba esperando unos metros más adelante y un par de minutos más tarde salió ella. Seguro que había ido al baño. Al fin y al cabo todas mean por más buenas que estén. Me la imaginé sentada en el water con la ropa interior diminuta estirada sobre sus piernas bien abiertas para que no tocara el piso. Me la imaginé pensativa, decidiendo si era una buena idea o no ayudar a aquella enorme bolsa de mierda. Me la imaginé tomando el papel higiénico y doblándolo prolijamente, secándose su sexo y haciendo una mueca de no importarle demasiado. Necesitaba la plata. Eso era todo.

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