martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


SEXAGESIMOCTAVA ENTREGA

CUARTA PARTE


35. SERVICIO PRESTADO (1)


Durante mis viajes rara vez veía otra cosa que hoteles, salas de conferencias y aeropuertos, por eso no había nada más maravilloso que llegar de vuelta a casa. Después de un viaje de cuatro semanas por Europa, salí la primera mañana a disfrutar contemplando la exuberante animación que a aquella hora teníamos: unas ochenta ovejas, además de vacas, llamas, burros, gallinas, pavos, gansos y patos. Los campos habían producido gran abundancia de verduras. No podía imaginar un hogar mejor que mi granja para los niños seropositivos que no tenían a nadie que cuidara de ellos.

Pero había un problema importante: la gente que me rodeaba se oponía a nuestra empresa. Me llamaban por teléfono para insultarme. El buzón me esperaba lleno de cartas. Reflejando la opinión general, un anónimo decía: "Llévese a otra parte a sus bebés con sida. No nos infecte a nosotros."

La mayoría de los habitantes del condado se consideraban buenos cristianos, pero no lograban convencerme de eso. Desde que anunciara mi proyecto de crear un hogar para bebés seropositivos, no habían dejado de protestar. No estaban muy bien informados respecto al sida y sus temores se inflamaban fácilmente. Durante mi ausencia, un obrero de la construcción al que había despedido recorrió las casas puerta por puerta difundiendo mentiras sobre la enfermedad y pidiendo a la gente que firmara una petición oponiéndose a mi plan. "Vote no si no quiere que esta mujer importe el sida a nuestro condado", les decía.

Hizo un buen trabajo. El 9 de octubre de 1985, fecha en que se organizó una reunión en la ciudad para discutir el asunto; la gente estaba tan indignada que amenazaba con realizar actos violentos. Para la reunión de esa noche, más de la mitad de los dos mil novecientos residentes del condado acudió a la pequeña iglesia metodista de Monterrey, la sede del condado, llenándola a rebosar. Antes de que anunciara mi proyecto de adoptar a bebés seropositivos, la gente de la región me saludaba con cariño y me respetaba como a una celebridad. Pero cuando entré en la iglesia, esas mismas personas me recibieron con abucheos y silbidos. Yo sabía que no tenía ninguna posibilidad de reconquistar su favor.

Pero de todos modos me puse frente a la tensa multitud y expliqué que los niños que pretendía adoptar eran de edades comprendidas entre los seis meses y dos años, "niños que van a morir del sida, que no tienen juguetes, no ven el sol, no reciben cariño ni abrazos ni besos y viven en un ambiente sin amor. Están literalmente condenados a pasar el resto de sus vidas en esos hospitales carísimos". Fue la súplica más sincera y emotiva que logré pronunciar. Sin embargo, la reacción fue un absoluto silencio.

Pero yo había convocado a otros oradores. Primero, el director del Departamento de Salud de Staunton, una persona muy formal, hizo una objetiva exposición acerca del sida, con datos concretos sobre cómo se transmite, lo que habría calmado los temores de cualquier ser humano de razonamiento normal. Después una mujer explicó, con voz conmovida, que uno de sus gemelos prematuros había contraído el sida debido a una transfusión de sangre infectada, y que aunque los niños dormían en la misma cuna, compartían los biberones y juguetes, sólo murió el niño infectado.

El hermano continuaba siendo seronegativo. Finalmente, un patólogo de Virginia contó su experiencia como médico y como padre de un hijo único que murió de sida. Lo increíble fue que abuchearon a cada una de estas personas. Esto me indignó; me hizo hervir de rabia ver esa ignorancia y odio. Comprendí que la única manera de obtener una reacción positiva de esa gente habría sido anunciar mi inmediata marcha del condado. Pero, como no estaba dispuesta a reconocer mi fracaso, pedí que me hicieran preguntas.

Pregunta: ¿Usted se cree Jesús?

Respuesta: No, no soy Jesús, pero deseo hacer lo que se nos ha enseñado durante dos mil años, que es amar a nuestro prójimo y ayudarlo.

Pregunta: ¿Por qué no instala el centro en un lugar donde su trabajo obtenga resultados más inmediatos? ¿Por qué ponerlo en esta región?

Respuesta: Porque yo vivo aquí, y aquí es donde trabajo.

Pregunta: ¿Por qué no se quedó donde estaba?

Ya era cerca de la medianoche cuando acabó la reunión. ¿Sentido? Ninguno. ¿Resultado?

Mucha frustración y rabia. Me odiaban. Mis ayudantes, los oradores invitados y yo fuimos escoltados hasta la salida de la iglesia por varios policías, que después nos siguieron hasta mi granja.

-No tenía idea de que los policías fueran tan amables y atentos -le comenté a un amigo.

-No seas tonta -dijo él moviendo la cabeza incrédulo-, no es que sean atentos. Quieren asegurarse de que esta noche no va a ocurrir ningún linchamiento.

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