martes

RAYMOND CARVER - PARECE UNA PAVADA



El sábado de tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de las tortas pegadas en una especie de álbum, encargó una de chocolate, la preferida de su hijo. La que eligió estaba adornada por una nave espacial que tenía una plataforma de lanzamiento rociada de estrellas blancas y un reluciente planeta rojo encima. El nombre del niño, SCOTTY, iría escrito con letras verdes bajo el planeta. El confitero, que era un hombre mayor con cuello de toro, escuchó sin chistar mientras ella le decía que el niño iba a cumplir ocho años el próximo lunes. El confitero usaba un delantal blanco que parecía una túnica. Los cordones le pasaban por abajo de los brazos, se le cruzaban en la espalda y volvían a aparecer atados sobre su gran barriga. Se secaba las manos en el delantal mientras la escuchaba. Tenía la mirada fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a pasar toda la noche al lado del horno, así que no tenía mucho apuro.

Ella le dio su nombre, Ann Weiss, y su número de teléfono. La torta iba a estar pronta el lunes de mañana, y la fiesta del niño iba a ser de tarde. El confitero no parecía estar contento. Mientras hablaron apenas lo imprescindible para que él anotara los datos no hubo la menor cortesía entre ellos y eso la hizo sentirse incómoda y no le gustó. Incluso al verlo inclinado sobre el mostrador con la lapicera ella le estudió la vulgaridad del rostro y pensó si ese hombre habría hecho otra cosa en la vida aparte de preparar tortas. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le parecía que todo el mundo, sobre todo un hombre de la edad del confitero, que podía ser su padre, tendría que haber tenido hijos y conocer esa magia tan especial que se produce en un cumpleaños cuando llega el momento de la torta. Él también lo tendría que haber vivido, pensó ella. Pero la trataba de una manera seca; no grosera, simplemente seca. Y no quiso tratarlo con amistad. Miró la pastelería y vio una mesa de madera grande y sólida en el fondo, con moldes de aluminio amontonados en una punta, y al lado un tacho de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio tocaba música country-western.

El confitero terminó de anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de fotografías. La miró y dijo:

-El lunes de mañana.

Ella le dio las gracias y volvió a su casa.

El lunes de mañana, el niño del cumpleaños iba caminando a la escuela con un compañero, y mientras se pasaban una bolsa de papas fritas, trataba de adivinar qué le iba a regalar su amigo esa tarde. El niño bajó de la vereda en una esquina, distraído, y lo atropelló un auto. Cayó de costado, con la cabeza arriba del cordón. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas sobre la calle como si tratara de subir hacia algún lado. Su amigo soltó las papas fritas  y se puso a llorar. El auto recorrió unos treinta metros y frenó en la mitad de la calle. El conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el chiquilín se levantó. Tambaleaba un poco, pero parecía estar bien. El conductor volvió a prender el motor y se fue.

El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco habló. Y no contestó cuando su amigo le preguntó qué se sentía cuando te agarraba un auto. Después volvió caminando a su casa mientras su amigo seguía para el colegio. Pero después de entrar y contárselo a su madre -que se le sentó al lado en el sofá diciendo: «Scotty, mi amor, ¿estás seguro de que te sentís bien?», y pensando en llamar al médico por las dudas-, se cayó para atrás de repente y cerró los ojos. Ella trató de reanimarlo pero terminó corriendo a llamar a su marido por teléfono al trabajo. Howard le dijo que se calmara y se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y se fue enseguida al hospital.

Obviamente, hubo que suspender la fiesta del cumpleaños. El niño quedó internado. Esa tarde le tenían que extraer de los pulmones la filtración de algo que había vomitado al llegar. En aquel momento parecía estar profundamente dormido aunque no era un coma, recalcó el doctor Francis cuando notó el susto que tenían los padres. A las once de la noche, cuando el niño parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y radiografías y no había nada más que hacer que esperar a que se despertara, Howard salió del hospital. No se habían movido de al lado del niño durante toda la tarde, y decidió volver a su casa a darse un baño y cambiarse.

-Vuelvo en una hora -dijo.

Ann dijo que sí con la cabeza.

-Okey -contestó.  -Te espero aquí.

Howard le besó la frente y se agarraron las manos. Ella se sentó en la silla que había al lado de la la cama y miró al niño. Prefería esperar a que se recuperara, y después iba a poder descansar.

Howard volvió a su casa. Manejó muy rápido por las calles mojadas; después se controló y disminuyó la velocidad. Hasta aquel momento le había ido muy bien en la vida: universidad, matrimonio, otro año de facultad para lograr un posgrado en administración de empresas y hacerse miembro de una sociedad inversora. Después fue padre. Era feliz y hasta el momento tenía suerte; era consciente de eso. Sus padres todavía vivían, sus hermanos y su hermana se las arreglaban, y sus amigos de universidad se habían dispersado para encontrar una inserción social. Hasta el momento se había librado de la desgracia, de esa clase de fuerzas que conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si aparecía la mala suerte o si las cosas se ponían mal de repente. Se metió por el camino de entrada y paró. Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un momento y trató de encarar la situación de manera racional. Un auto había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital, pero él tenía la seguridad de que iba a recuperarse. Howard cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. Bajó del coche y caminó hasta la puerta principal. El perro ladraba adentro de la casa. El teléfono sonaba sin parar mientras él abría y buscaba a tientas la llave de la luz. No tendría que haberse ido del hospital.

-¡Carajo! -gritó.

Descolgó el teléfono.

-¡Es que recién estaba entrando!

-Tenemos una torta que ustedes no vinieron a buscar -dijo la voz del otro lado de la línea.

-¿Cómo dice? -preguntó Howard.

-Una torta -repitió la voz. -Una torta de dieciséis dólares.

Howard se apretó el tubo contra la oreja, tratando de entender.

-¿Una torta? -dijo. -¿De qué me habla, por Dios?

-No me venga con eso -dijo la voz.

Howard colgó. Fue a la cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño seguía igual; dormía y no había reaccionado. Howard se enjabonó la cara y se afeitó mientras se llenaba la bañera. Y acababa de meterse en el agua cuando volvió a sonar el teléfono. Salió de la bañera con dificultad, agarró una toalla y corrió hasta el teléfono llamándose interiormente: «Idiota, idiota», por haberse ido del hospital.


-¡Oigo! -gritó al descolgar.

No se oyó nada al otro lado de la línea. Entonces colgaron.




Llegó al hospital un poco después de la medianoche. Ann seguía sentada en la silla, al lado de la cama. Levantó la cabeza hacia Howard y después volvió a mirar al niño. Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza vendada. La respiración era tranquila y regular. Sobre el niño colgaba un recipiente conectado al brazo del niño.

-¿Cómo está? ¿Qué es todo eso? -preguntó Howard, señalando el tubo de suero.

-Se lo mandó poner el doctor Francis -contestó ella. -Necesita alimento. Tiene que mantenerse fuerte. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está bien, no entiendo por qué.

Howard apoyó la mano en la nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos.

-Se va a mejorar. Se va a despertar dentro de poco. El doctor Francis sabe lo que hace.

Después de un rato, agregó:

-Tendrías que ir a casa y descansar un poco. Yo me quedo. Pero no le hagas caso al tarado que llama por teléfono a cada momento y te cuelga enseguida.

-¿Quién llama?

-Yo qué sé. Un tipo que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente. Andá a casa, Ann.

Ella sacudió la cabeza.

-No -dijo-, estoy bien.

-Sí, pero andá un rato a casa un rato y me venís a despertar mañana. Va a estar todo bien. ¿Qué fue lo que te dijo el doctor Francis? Que Scotty se va a mejorar. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, nada más.

Una enfermera abrió la puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el brazo del niño de abajo de las sábanas, le agarró la muñeca con los dedos, le tomó el pulso y consultó el reloj. Después volvió a meter el brazo abajo de las sábanas y se acercó a los pies de la cama para anotar algo.

-¿Cómo está? -preguntó Ann.

La mano de Howard le pesó en el hombro. Sentía la presión de sus dedos.

-Estable -dijo la enfermera. -Creo que los dos podrían irse a descansar, si quieren.

La enfermera era una escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento.

-Vamos a ver qué opina el doctor -dijo Ann. -Quiero hablar con él. Me parece que no tendría que seguir dormido. No creo que sea una buena señal.


Se llevó la mano a los ojos e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro y después le masajeó los músculos de abajo de la nuca.

-El doctor Francis viene en unos minutos -dijo la enfermera al salir.

Howard miró a su hijo durante unos momentos, el pequeño pecho que subía y bajaba con movimientos regulares bajo las sábanas. Por primera vez volvió a sentir, como le pasó en la oficina enseguida de recibir la terrible llamada de Ann, que el miedo lo dominaba totalmente. Empezó a sacudir la cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa, en su cama, estaba en un hospital con la cabeza vendada y un tubo en el brazo.

El doctor Francis le dio la mano a Howard cuando entró, aunque se habían visto unas horas antes. Ann se levantó de la silla.

-¿Doctor? -dijo.

-Ann -le contestó el hombre, saludándola con un movimiento de cabeza. -Primero tengo que revisarlo.

Se acercó a la cama y le tomó el pulso al niño. Le levantó un párpado y después el otro. Howard y Ann lo miraban. Después el médico retiró las sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del niño con el estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando terminó, se acercó a los pies de la cama y estudió los datos. Anotó la hora, escribió algo en la planilla y después miró a Ann y a Howard.

-¿Cómo está, doctor? -preguntó Howard. -¿Qué es lo que tiene?

-¿Por qué no se despierta? -dijo Ann.

El médico era un hombre elegante, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un traje azul con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con el pelo gris bien peinado en las sienes, parecía recién llegado de un concierto.

-Está bien -opinó. -No es para echar las campanas al vuelo aunque la cosa podría estar mejor. Pero no es grave. Sin embargo, me gustaría que se despertara. Tendría que reaccionar muy pronto.

El médico volvió a mirar miró al niño.

-Dentro de un par de horas, después que conozcamos los resultados de unos cuantos análisis vamos a estar en condiciones de saber mucho más. Pero no tiene nada, de verdad, aunque hay una leve fractura de cráneo. Eso sí.

-¡No! -exclamó Ann.

-Ya le expliqué que es un traumatismo leve. Por algo tiene la conmoción. Y con las conmociones a veces pasa esto. Este sueño profundo.

-¿Pero está fuera de peligro? -preguntó Howard. -Usted dijo al principio usted que no estaba en coma. Así que esto no es un coma, ¿verdad?

Howard esperó. Miró al médico.

-No, yo no diría que es un coma -dijo el médico, mirando de nuevo al niño. -Es un sueño profundo, nada más: una reacción instintiva del organismo. Y me siento completamente seguro de que está fuera de peligro. Aunque ahora hay que esperar que se despierte y tener resultado de los análisis.

-Está en coma -insistió Ann. -Bueno, en una especie de coma.

-No es un coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es un coma. Todavía no, en todo caso. Sufrió una conmoción. En estos casos, esta clase de reacción es bastante corriente; es una respuesta momentánea al traumatismo corporal. Coma. El coma es un estado prolongado de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es el caso de Scotty, por lo que sabemos hasta este momento. Y estoy convencido de que mañana la situación va a mejorar. Convencido. Pero recién vamos a saber más cuando se despierte, y no va a demorar mucho. Claro que ustedes pueden hacer lo que quieran, quedarse aquí o irse un rato para su casa. Y les pido por favor que me crean de que pueden irse del hospital con toda tranquilidad. Ya sé que no es fácil.

El doctor miró de nuevo al niño y después observó a Ann:

-Trate de no preocuparse, mamá. Le aseguro que estamos haciendo todo lo posible. Ahora es cuestión de tener un poco más de paciencia.

La saludó con la cabeza, le dio la mano de Howard y salió de la habitación.

Ann puso la mano sobre la frente del niño.

-Por lo menos no tiene fiebre -dijo. -Pero, ¡qué frío está, Dios mío! ¿Howard? ¿Vos pensás que esta temperatura es normal? Tocale la cabeza.

Howard le tocó las sienes del niño y contuvo el aliento.

-Yo creo que es normal que esté así -dijo. -Acordate que tiene una conmoción. Es lo que acaba de decir el médico. Si Scotty no estuviese bien, nos habría dicho otra cosa.

Ann se quedó un momento parada, mordiéndose el labio. Después fue hacia la silla y se sentó.

Howard se acomodó en la silla de al lado. Se miraron. Él quería decir algo más para tranquilizarla, pero también tenía miedo. Le agarró la mano y sobre el pecho, y eso lo hizo sentirse mejor. Después se la apretó y se quedó agarrándola. Estuvieron durante un rato así, mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando él le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró.

-Hoy recé -le dijo.

Él hizo un gesto de comprensión.

-Creía que me había olvidado, pero de golpe me vino a la cabeza. Lo único que tuve que hacer fue cerrar los ojos y decir: «Por favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás fue fácil. Las palabras me salían solas. A lo mejor si vos también rezaras…

-Yo ya recé, también -contestó él. -Esta tarde; ayer de tarde, quiero decir, después de que me llamaste, mientras venía al hospital. Recé.

-Eso está bien.

Por primera vez Ann sintió que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada que, hasta ese momento, aquello sólo le había pasado a ella y a Scotty. Había dejado a Howard afuera, y ahora se alegraba de ser su mujer.

Entró la misma enfermera, le volvió a tomar el pulso al niño y controló el flujo del  recipiente que colgaba encima de la cama.

Una hora después entró otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un bigote grueso. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste.

-Vamos a bajarlo para hacerle otras radiografías -les dijo. -Necesitamos más, y queremos hacerle una exploración.

-¿Qué es eso? -preguntó Ann. -¿Una exploración? -Estaba parada entre el médico nuevo y la cama. -Creí que ya le habían hecho todas las radiografías.

-Nos hacen falta más. No es para alarmarse. Pero necesitamos otras radiografías, y queremos hacerle una exploración en el cerebro.

-¡Dios mío! -exclamó Ann.

-Es algo completamente normal en estos casos -dijo el médico nuevo. -Necesitamos saber exactamente por qué no se despertó, todavía. Es un procedimiento médico normal y no hay por qué inquietarse. Lo vamos a bajar dentro de un momento.

Después de un rato, dos enfermeros entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Tenían la piel y el pelo oscuro, llevaban uniformes blancos y se dijeron algo en una lengua extranjera mientras le quitaban el tubo al niño y lo pasaban de la cama  a la camilla. Después lo sacaron de la pieza. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann miraba al niño. Cuando el ascensor empezó a bajar cerró los ojos. Los enfermeros flanqueaban la camilla sin hablar, aunque uno de ellos dijo en cierto momento algo en su idioma, y el otro le contestó moviendo la cabeza despacio. Más tarde, cuando el sol empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección de radiología, sacaron al niño y volvieron a subirlo a la pieza. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor y se quedaron al lado del niño.



Esperaron todo el día, pero el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de los dos bajaba a tomar un café en la cafetería y después se levantaban de la mesa de golpe y volvían rápidamente a pieza como si se sintieran culpables. El doctor Francis volvió de tarde, examinó otra vez al niño y se fue después de comunicarles que estaba volviendo en sí y que se podía despertar en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche, entraban de vez en cuando. Entonces entró una muchacha del laboratorio.  Estaba vestida con pantalones y blusa blanca, y llevaba una pequeña bandeja que puso sobre la mesita de luz. Después le sacó sangre del brazo del niño, sin decir una palabra. Howard cerró los ojos cuando la enfermera encontró el punto adecuado para clavar la aguja.

-No lo entiendo -le dijo Ann.

-Son instrucciones del doctor -dijo la muchacha. -Yo hago lo que me dicen. ¿Qué es lo que le pasó? Es un niño encantador.

-Lo atropelló un auto -contestó Howard. -El conductor se escapó.

La muchacha sacudió la cabeza y volvió a mirar al niño. Después agarró la bandeja y salió de la pieza.

-¿Por qué no se despierta? -dijo Ann. -¿Howard? Quiero que esta gente me responda.

Howard no contestó. Volvió a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por la cara. Miró a su hijo y después se recostó en la silla; cerró los ojos y se quedó dormido. Ann fue hasta la ventana y miró el estacionamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los focos prendidos. Parada frente a la ventana y con las manos apoyadas en el alféizar, sentía en lo más profundo de su ser que estaba pasando algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear hasta que apretó la mandíbula. Vio un coche grande que se paraba frente al hospital para recoger a una mujer con un abrigo largo. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la llevase a otro sitio, a un lugar donde la esperase Scotty cuando ella saliera del coche, para abrazarla y decirle ¡Mamá!

Al rato se despertó Howard. Miró al niño. Después se levantó, se desperezó y también fue a apoyarse en la ventana. Ahora los dos miraban el estacionamiento. No dijeron nada, pero parecían comprenderse hasta lo más profundo, como si la desesperación les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del mundo.

Entonces entró el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata diferentes. Tenía el pelo gris bien peinados sobre las sienes y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y examinó al niño.

-Ya se tendría tendría que haber despertado. No hay motivo para que siga así -dijo. -Pero les aseguro que todos estamos convencidos de que está fuera de peligro. No hay ningún motivo para que no reaccione. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte va a sentir una jaqueca espantosa, por supuesto. Pero sus constantes son buenas. Son lo más normales posible.

-Entonces, ¿está en coma? -preguntó Ann.

El médico se frotó el rostro liso.

-­Por el momento se lo podría definir así, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy cansados. Esto es duro. Muy duro. Váyanse tranquilamente a comer algo. Les va a venir bien bien. Si quieren ir más tranquilos puedo mandar a una enfermera para que se quede aquí. Pero ahora vayan a comer algo.

-Yo no podría comer nada -dijo Ann.

-Hagan lo que parezca, por supuesto -dijo el médico. -Pero les repito que las constantes son buenas, que los análisis son negativos, que no encontramos nada y que, cuando se despierte se va a mejorar.

-Gracias, doctor -dijo Howard.

Volvieron a apretarse la mano. El médico le dio una palmadita en el hombro y salió.

-Creo que alguno tendría que ir a casa -dijo Howard. -Hay que darle de comer a Slug, además.

-Llamá a un vecino -sugirió Ann. -A los Morgan. Cualquiera le va a dar de comer al perro, si se lo pedís.

-Bueno -dijo Howard.

Y enseguida agregó:

-¿Por qué no vas vos, mi amor? ¿Por qué no vas a casa a para ver cómo está todo y volvés enseguida? Te va a venir bien. Yo me quedo aquí con él. En serio. Necesitamos mantener la fuerza. Vamos a tener que quedarnos aquí por un tiempo incluso después de que se despierte.

-¿Por qué no vas vos? -dijo ella. -Dale de comer a Slug. Y comé vos.

-Yo ya fui. Estuve afuera exactamente una hora y cuarto. Andá a casa y refrescate. Y después volvés.

Ann trató de pensarlo, pero estaba demasiado cansada. Cerró los ojos y siguió pensando. Hasta que dijo:

-Bueno, a lo mejor voy un rato. A lo mejor si no estoy aquí sentada mirándolo todo el tiempo, va a despertarse y a mejorarse. ¿Sabés? Capaz que si no estoy aquí  se despierta. Mejor voy a bañarme. Y le doy de comer a Slug y después vuelvo.

-Sí, mi amor. Andá un rato. Yo me quedo para ver cómo siguen las cosas

Tenía los ojos empequeñecidos e inyectados, como si hubiera estado bebiendo durante mucho tiempo. Tenía la ropa arrugada y le había crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la mano enseguida. Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni compartir la desesperación. Agarró el bolso de la mesita de luz y él la ayudó a ponerse el abrigo.

-No tardo mucho -dijo.

-Sentate y descansá un poco cuando llegues a casa -dijo él. -Y comé algo. Date un baño. Y después sentate y descansá. Eso te va a hacer mucho bien. Y después volvés. Tenemos que tratar de no enloquecernos. Ya escuchaste lo que dijo el doctor Francis.

Ella se quedó parada durante unos momentos con el abrigo puesto, tratando de acordarse de las palabras exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un sentido distinto a lo que había dicho. Y trató se acordarse si sus rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño. Se acordó de la la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y le escuchaba la respiración.

Fue hasta la puerta y después se dio vuelta. Miró al niño y después al padre. Howard movió la cabeza aprobando. Entonces salió de la pieza y cerró la puerta.

Pasó delante del cuarto de las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor. Al final del corredor torció a la derecha y entró en una pequeña sala de espera adonde vio a una familia negra en sillones de mimbre. Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de béisbol echada hacia atrás. Una mujer gorda, en bata y zapatillas, estaba desplomada en una butaca. Una adolescente de vaqueros, con docenas de trenzas diminutas, estaba tirada a lo largo de un sofá, con las piernas cruzadas y fumando. Al entrar Anna, la familia la miró. La mesita estaba cubierta de envoltorios de hamburguesas y de vasos de plástico.

-Franklin -dijo la mujer gorda, incorporándose. -¿Se trata de Franklin?

Tenía los ojos dilatados.

-Dígame, señora -insistió. -¿Se trata de Franklin?

Trataba de levantarse de la butaca, pero el hombre le agarró un brazo.

-Vamos, vamos dijo-, Evelyn.

-Disculpen -dijo Ann. -Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en el hospital y ahora no puedo encontrar el ascensor.

-El ascensor está por ahí, a la izquierda -dijo el hombre, señalando con el dedo.

La muchacha le dio una pitada al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus labios anchos se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó de mirar a Ann, que ya no le interesaba.

-A mi hijo lo atropelló un auto -le dijo Ann al hombre. Era como si necesitara desahogarse. -Tiene un traumatismo y el cráneo un poco fracturado, pero se va a mejorar. Ahora está conmocionado, pero también podría ser una especie de coma. Eso es lo que nos preocupa de verdad, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se queda con él. A lo mejor se despierta mientras estoy afuera.

-Es una lástima -contestó el hombre, removiéndose en el sillón.

Bajó la cabeza hacia la mesa y luego volvió a mirar a Ann, que seguía parada allí.

-Nuestro Franklin está en la mesa de operaciones. Le encajaron un navajazo. Trataron de matarlo. Hubo una pelea donde él estaba. En una fiesta. Dicen que estaba mirando, nada más. Sin meterse con nadie. Pero hoy en día eso no significa nada. Esperamos y rezamos, eso es todo lo que se puede hacer.

No dejaba de mirarla.

Ann miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor, que continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos cerrados. Ann la vio mover los labios, formando palabras. Sintió deseos de preguntarle qué era lo que rezaba. Quería hablar con aquellas personas que tenían tanto miedo como ella. Tenían eso en común. Le hubiera gustado poder decirles algo más sobre el accidente, contarle más cosas de Scotty, decirles que justo le había pasado aquello el día de su cumpleaños, el lunes, y que seguía inconsciente. Pero no sabía cómo empezar. Se quedó parada, mirándolos, sin decirles más nada.

Fue por el pasillo que le había indicado el hombre y encontró el ascensor. Esperó un momento frente a las puertas cerradas, y todavía pensaba si estaba haciendo lo correcto.  Después extendió la mano y pulsó el botón.



Al llegar a su casa paró el coche en el caminero de entrada. Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse. Después salió del coche. Oyó ladrar al perro adentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada con llave. Entró, prendió las luces y puso una tetera en el fuego. Abrió una lata de comida para perros y se la dio a Slug en el porche de atrás. El perro comió con avidez, dando pequeños lambetazos. No dejaba de entrar corriendo a la cocina para ver si ella se iba a quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono.

-¡Sí! -dijo al descolgar. -Digamé.

-Señora Weiss -dijo una voz de hombre.

Eran las cinco de la mañana, y le pareció oír máquinas o aparatos de alguna clase en el fondo.

-¡Sí, sí! ¿Qué pasa? -dijo. -Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué pasa, por favor?

Escuchó los ruidos del fondo.

-¿Es algo sobre Scotty? ¡Por amor de Dios!

-Scotty -dijo la voz de hombre. -Es algo sobre Scotty, sí. Este problema tiene que ver con Scotty. ¿Se olvidó de Scotty?

Colgó.

Ann discó el número del hospital y pidió que la comunicaran con el tercer piso. Le pidió noticias sobre su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Después dijo que quería hablar con su marido. Se trataba de algo urgente, le explicó

Esperó, enredando el hilo del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas. Tenía que comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se echó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró de la  oreja mientras el animal le lamía los dedos. Howard atendió el teléfono.

-Acaba de llamar alguien -dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón del teléfono. -Dijo que era por algo que tenía que ver con Scotty.

-Scotty está bien -le aseguró Howard. -Bueno, sigue durmiendo. No hay cambios. La enfermera ya vino dos veces desde que fuiste. Una enfermera o una doctora. Pero está bien.

-El que llamó es un hombre. Dijo que era por un asunto de Scotty -insistió..

-Descansá un poco, cariño, necesitás reposo. Debe ser el mismo que me llamó a mí. No le hagas caso. Y volvé después de que hayas descansado. Y podemos desayunar o algo así.

-¿Desayunar? -dijo Ann.. -No tengo ganas.

-Ya sabés lo que quiero decir. Un jugo, o algo así. No sé. No sé nada, Ann. ¡Por Dios, yo tampoco tengo hambre! Es difícil hablar aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor Francis va a volver a las ocho de la mañana. Seguramente va a tener algo más concreto para decirnos. Eso es lo que piensa una de las enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? A lo mejor nos enteramos de algo más, cariño. A las ocho. Volvé antes de las ocho. Yo te espero aquí con Scotty, que está bien, sigue igual.

-Yo estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que algo sobre Scotty. Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de fondo en la llamada que atendiste vos, Howard?

-No me acuerdo -contestó él. -A lo mejor es el conductor del coche, un psicópata que se enteró de lo que le pasó a Scotty. Pero yo me voy a quedar aquí con él. Descansá un poco, dale. Te bañás y volvés a eso de las siete, y cuando venga el médico podemos hablar los dos con él. Va a salir todo bien, mi amor. Yo estoy aquí, y hay médicos y enfermeras cerca. Dicen que sigue estable.

-Tengo un susto de muerte -dijo Ann.

Dejó correr el agua, se desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó rápidamente, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al cuarto de estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el rabo. Estaba empezando a amanecer cuando salió y subió al coche.

Entró en el estacionamiento del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se sintió vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño. Dejó que sus pensamientos derivaran hacia la familia negra. Recordó el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de hamburguesas, y a la adolescente mirándola mientras fumaba.

-No tengas hijos -le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba por la puerta del hospital. -Por amor de Dios, no tengas hijos.

Subió hasta el tercer piso en el ascensor con dos enfermeras que acababan de empezar el turno. Era miércoles de la mañana, poco antes de las siete. Había un empleado que buscaba a un tal doctor Madison cuando las puertas del ascensor se abrieron en el tercer piso. Salió atrás de las enfermeras, que se fueron en otra dirección, retomando la conversación que habían interrumpido cuando ella entró en el ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera donde estaba la familia negra. Se habían ido, pero los sillones seguían desordenados como si sus ocupantes recién se hubiesen ido. La mesa seguía llena de vasos y papeles, y el cenicero de puchos.

Fue hasta el cuarto de enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y bostezando.

-Anoche había un muchacho negro en el quirófano -dijo Ann. -Se llamaba Franklin. Su familia estaba en la sala de espera. Me gustaría saber cómo está.

Otra enfermera, que sentada frente a un escritorio atrás del mostrador, sacó la vista del gráfico que tenía adelante. Sonó el teléfono y lo descolgó, pero siguió mirando a Ann.

-Murió -dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del pelo en la mano, pero tenía la vista fija en Ann. -¿Usted es usted amiga de la familia o qué?

-Conocí a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que está conmocionado. No sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Quería saber cómo estaba Franklin, nada más.

Siguió por el pasillo. Las puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron en silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y pantalones blancos sacó un carrito muy pesado. La noche anterior no se había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por el pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y consultó una planilla. Después se inclinó y sacó una bandeja del carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación. Ann olió el desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna enfermera, y abrió la puerta de la pieza del niño.

Howard estaba parado frente a la ventana con las manos en la espalda y al escucharla entrar se dio vuelta.

-¿Cómo está? -preguntó Ann.

Se acercó a la cama. Dejó caer al bolso al suelo cerca de la mesilla de luz. Le pareció que había estado afuera mucho tiempo. Tocó el rostro del niño.

-¿Howard?

-El doctor Francis vino hace un rato -dijo Howard.

Ann lo observó con atención y pensó que tenía los hombros muy hundidos.

-Pensé que no llegaba hasta las ocho -se apuró a decir. -Vino otro médico con él. Un neurólogo.

-Un neurólogo -repitió ella.

Howard dijo que sí con la cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros muy hundidos.

-¿Y qué dijeron, Howard? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué dijeron? ¿Qué pasa?

-Dijeron que van a volver a bajarlo para hacerle más pruebas, Ann. Piensan que tienen que operarlo, cariño. Van a operarle, cielo. No pueden entender por qué no se despierta. Es algo más que una conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el cráneo, la fractura, y piensan que tiene algo que ver con eso. Así que van a operarlo. Traté de llamarte, pero ya debías haber salido.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! -gritó, agarrándolo de los brazos.

-¡Mirá! -dijo Howard. -¡Scotty! ¡Mirá, Ann!

Y la hizo darse  vuelta hacia la cama.

El niño había abierto los ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento sus ojos miraron al frente, y después se movieron despacio sobre las órbitas hasta fijarse en Howard y Ann para luego desviarse otra vez.

-Scotty -dijo su madre, acercándose a la cama.

-Hola, Scott -dijo su padre. -Hola, hijo.

Se inclinaron sobre la cama. Howard le agarró las manos al niño, dándole palmadas y apretándoselas. Ann le besó la frente varias veces. Le puso las manos en las mejillas.

-Scotty, cariño, somos mamá y papá -dijo ella. -¿Scotty?

El niño los miró, pero no pareció reconocerlos. Después se le abrió la boca, se le cerraron los ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y suavizarse. Cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió suavemente entre los dientes apretados se le abrieron los labios.

Los médicos la llamaron una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. A lo mejor si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían haberlo salvado. Pero lo más probable era que no. Después de todo, ¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los análisis ni en las radiografías.

El doctor Francis estaba deprimido.

-No puedo expresarles cómo me siento. Lo lamento tanto que no tengo palabras -les dijo mientras mientras iban hasta la sala de médicos.

Había un médico sentado en una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla, viendo un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la sala de partos, pantalones anchos, blusa y una gorra que le cubría el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor Francis. Se levantó, apagó el aparato y salió de la sala. El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su lado y empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se inclinó y la abrazó. Ann sintió el pecho del médico inhalar y exhalar en forma regular contra su hombro. Mantuvo los ojos abiertos y lo dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Después de un violento acceso de llanto, abrió la canilla y se lavó la cara. Entonces salió y se sentó en la mesita del teléfono. Lo miró como si pensara qué hacer primero. Hasta que hizo unas llamadas, y después de un rato el doctor Francis también usó el teléfono.

-¿Hay algo más que pueda hacer por el momento? -les preguntó.

Howard sacudió la cabeza. Ann miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de comprender sus palabras.

El médico les acompañó a la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio cuenta de que movía los pies muy despacio, casi como si los arrastrara. Le parecía que el doctor Francis los obligaba a irse cuando ella tenía la impresión de que tenía que quedarse, cuando quedarse era lo más adecuado. Miró al estacionamiento, se dio vuelta y observó la entrada del hospital. Sacudió la cabeza.

-No, no -dijo. -No puedo dejarlo aquí.

Oyó sus propias palabras y pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la televisión, cuando la gente se siente agotada por muertes repentinas o violentas. Quería encontrar palabras originales.

-No -repitió.

Sin saber por qué, le vino a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro.

-No.

-Más tarde hablaré con usted -le dijo el doctor Francis a Howard. -Todavía tenemos trabajo por delante, aspectos que tenemos que aclarar como queremos. Hay cosas que necesitan explicación.

-La autopsia -dijo Howard.

El doctor Francis dijo que sí con la cabeza.

-Entiendo -dijo Howard, y agregó: -¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo, doctor. No puedo, es imposible. Sencillamente, no puedo.

El doctor Francis le rodeó los hombros con el brazo.

-Lo lamento. Bien sabe Dios que lo lamento.

Le sacó el brazo de los hombros y le extendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la apretó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno de cierta bondad que ella no llegaba a comprender. Apoyó la cabeza en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al hospital. Cuando se fueron, dio vuelta la cabeza.

Al llegar a su casa se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la puerta de la habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del niño que estaban tiradas en el estar. Pero en cambio se sentó al lado de ella en el sofá y se inclinó hacia  adelante, con los brazos entre las rodillas y le dio palmaditas en la espalda.

-Se murió -dijo.

Ella oyó silbar la cafetera en la cocina por encima del llanto de su marido.

-Vamos, vamos -dijo tiernamente. -Se murió, Howard. Ya no está con nosotros y tenemos que acostumbrarnos. A estar solos.

Después Howard se levantó y empezó a dar vueltas por el comedor con la caja en la mano. No metía nada adentro, pero recogía algunas cosas del suelo y las ponía al lado del sofá. Ella siguió sentada con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el café al cuarto de estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes. Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann decía cualquier cosa y lloraba durante unos momentos. Después explicaba tranquilamente, con voz reposada, lo que había pasado y les informaba sobre los preparativos. Howard sacó la caja al garaje, donde vio la bicicleta. Entonces agarró la bicicleta y la abrazó torpemente. La apretó contra él, y el pedal de goma se le clavó en el pecho. Hizo girar una rueda.

Ann colgó después de hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando sonó el teléfono. Lo agarró después del primer timbrazo.

-¿Diga?

Oyó un ruido de fondo, como un zumbido.

-¿Diga? -repitió. -¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?

-Su Scotty, la tengo pronta para usted -dijo la voz de hombre. -¿Se había olvidado?

-¡Pero qué hijo de puta! -gritó ella. -¡Cómo puede hacer algo así, grandísimo hijo de puta!

-Scotty. ¿Se olvidó de Scotty? -dijo el hombre, y colgó.

Howard llegó corriendo cuando oyó los gritos y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa. Agarró el aparato y escuchó la señal de libre.



Mucho más tarde, justo antes de medianoche, después que se ocuparon de muchas cosas, el teléfono volvió a sonar.

-Contestá vos -dijo ella. -Es él, Howard, yo sé.

Estaban sentados en la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de whisky al lado de la taza. Contestó a la tercera llamada.

-¿Diga? ¿Quién es? ¡Diga!

Colgaron.

-Colgó -dijo Howard. -Quienquiera que fuese.

-Era él -afirmó Anna. -Ese hijo de mil putas. Me gustaría matarlo. Me gustaría pegarle un tiro y ver cómo se retuerce.

-¡Por Dios, Ann!

-¿Escuchaste algo? ¿Un barullo de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un zumbido?

-Nada, de veras. Nada parecido -contestó Howard. -No tuve tiempo. Creo que había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa.

Ella sacudió la cabeza.

-¡Si pudiera ponerle la mano encima! -dijo.

Entonces se dio cuenta. Sabía quién era. Scotty, la torta, el número de teléfono. Retiró la silla de la mesa y se levantó.

-Llevame a la galería comercial, Howard.

-¿Pero qué decís?

-La galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El confitero, el hijo de puta del confitero, Howard. Le encargué una torta para el cumpleaños de Scotty. Es él, que tiene el número y no deja de llamarnos. Para torturarnos con la torta. El confitero, ese hijo de mil putas.

Fueron a la galería comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía frío, y pusieron la calefacción del coche. Estacionaron adelante de la pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban cerrados, pero había coches en el otro lado del estacionamiento, frente al cine. Las ventanas de la pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por el cristal vieron luz en la el fondo y, de cuando en cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de la claridad, opaca y mortecina. A través del cristal, Ann distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Trató de abrir la puerta. Golpeó en la ventana. Pero el confitero no pareció escucharla, porque ni siquiera miró hacia ellos.

Entonces rodearon la pastelería y estacionaron. Salieron del coche. Había una ventana iluminada, pero a demasiada altura como para que pudiera verse el interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel que decía: REPOSTERÍA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que crujía: ¿la puerta de un horno al bajarse? Llamó a la puerta y esperó. Después volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y enseguida se cerrara.

Le sacaron el cerrojo a la puerta y abrieron. El confitero apareció en el umbral,

-Está cerrado -dijo. -¿Qué quieren a esta hora? Es medianoche. ¿Qué les pasa? ¿Están borrachos?

Ann dio un paso hacia la luz que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados del confitero se abrieron y cerraron.

-Es usted -dijo.

-Soy yo. La madre de Scotty. Este es el padre de Scotty. Nos gustaría entrar.

-Ahora estoy ocupado -dijo el confitero. -Tengo mucho trabajo.

Ella había entrado igual, y Howard la siguió. El confitero se apartó.

-Aquí huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard?

-¿Qué es lo que quieren? -preguntó el pastelero. -A lo mejor quieren la torta. Claro, al final se decidieron a venir a buscarla. Usted encargó una torta, ¿verdad?

-Usted es muy astuto muy para ser confitero -contestó ella. -Howard, este es el hombre que no deja de llamarnos por teléfono.

Ann apretó los puños, mirándolo con furia. Sentía algo que le consumía las entrañas, una cólera que la hacía sentirse más grande de lo que era, más grande que cualquiera de los dos hombres.

-Oiga, un momento -dijo el confitero. -¿Quiere llevarse una torta de hace tres días? ¿Es eso? No quiero discutir con usted, señora. Ahí está, poniéndose rancia. Así que se la voy a dar doy por la mitad del precio. ¿La quiere? Entonces llévesela. A mí ya no me sirve para nada. No le sirve a nadie. Esa torta costó tiempo y plata, Si la quiere, muy bien; y si no la quiere, da lo mismo. Tengo que volver al trabajo.

Los miró y se pasó la lengua por los dientes.

-Más tortas -dijo Ann.

Sabía que era dueña de sí misma, que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila.

-Señora, trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida -dijo el confitero, limpiándose las manos en el delantal. -Trabajo aquí día y noche para ir tirando.


Entonces en el rostro de Ann apareció una expresión que lo hizo retroceder.

-Vamos, nada de líos -sugirió.

Alargó la mano derecha hacia el mostrador y agarró un rodillo que empezó a golpear contra la palma de la mano izquierda.

-¿Quiere la torta o no? Tengo que volver al trabajo. Los confiteros trabajamos de noche.

Tenía ojos pequeños y malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas erizadas de barba. Su cuello era grueso y grasiento.

-Ya sé que los confiteros trabajan de noche -dijo Ann. -Y también llaman por teléfono de noche. ¡Hijo de puta!

El confitero siguió golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Y después miró a Howard.

-Tranquilo, tranquilo -le dijo.

-Mi hijo murió -dijo Ann con un tono frío y cortante. -El lunes de mañana lo atropelló un auto. Estuvimos con él hasta que se murió. Claro que usted no tenía por qué saberlo, ¿verdad? Los confiteros no lo saben todo, ¿verdad, señor confitero? Pero Scotty murió. ¡Se murió, hijo de puta!

De la misma manera explosiva en la que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una sensación  de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara y se puso a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante.

-No es justo -dijo. -No es justo, no lo es.

Howard la abrazó por la cintura y miró al confitero.

-Debería darle vergüenza -le dijo al pastelero. -¡Qué vergüenza!

El confitero dejó el rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo tiró al mismo sitio. Los miró y movió la cabeza, despacio. Sacó una silla de abajo de la mesa de juego, sobre la que había papeles y recetas, una calculadora y una guía telefónica.

-Siéntese, por favor -le dijo a Howard. -Permítanme que les ofrezca una silla. Siéntense, por favor.

Fue hacia la parte delantera de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado.

-Siéntense, por favor.

Ann se secó las lágrimas y miró al confitero.

-Querría matarlo -dijo. -Verlo muerto.

El confitero hizo sitio en la mesa. Puso la calculadora al lado de los montones de papeles y recetas y tiró la guía de teléfonos al suelo, donde aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron y acercaron las sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo.

-Permítanme decirles cuánto lo lamento -dijo el pastelero, apoyando los codos en la mesa. -Sólo Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Yo soy nada más que un confitero. No pretendo ser otra cosa. Quizá antes, hace años, fuera un ser humano diferente. Me olvidé de qué clase de hombre era. Pero si alguna vez fui otro hombre, ahora ya no lo soy. Ahora soy un simple confitero. Eso no justifica lo que hice, lo entiendo. Pero lo lamento mucho. Lo lamento por su hijo, y por lo que les hice.

Puso las manos sobre la mesa y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas.

-Yo no tengo hijos, así que solamente puedo imaginarme lo que están sintiendo. Lo único que puedo decirles es que lo lamento. Perdónenme, si pueden. No creo ser mala persona. Ni un hijo de mil putas, como dijo usted por teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé cómo comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme preguntarles si pueden perdonarme de corazón.

Hacía calor en la pastelería. Howard se levantó, se sacó el abrigo y ayudó a Ann a sacarse el suyo. El confitero los miró un momento aprobando con la cabeza y al mismo tiempo se levantó. Fue hasta el horno y pulsó unos interruptores. Agarró tazas y sirvió café de una cafetera eléctrica. Después puso sobre la mesa una caja de leche y un tazón de azúcar.

-A lo mejor precisan comer algo -dijo el confitero. -Espero que prueben mis bollos calientes. Tienen que comer para mantener la fuerza. En momentos como éste, comer parece una pavada, pero hace bien.

Les sirvió bollos de canela recién sacados del horno, con la capa de azúcar todavía sin endurecer. Sobre la mesa puso manteca y cuchillos para extenderla. Después se sentó con ellos a la mesa y esperó. Esperó hasta que agarraron un bollo y empezaron a comer.

-Hace bien comer algo -dijo, mirándolos. -Hay más. Coman. Coman todo lo que quieran. Hay bollos de sobra.

Comieron bollos de canela y bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces y estaban calientes. Comió tres, cosa que le gustó al confitero. Después él empezó a hablar. Lo escucharon con atención. Aunque estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el confitero tenía para decirles. Y le dieron la razón cuando el confitero les habló de la soledad, de la sensación de duda y de limitación que le había sobrevenido en los años maduros. Les contó lo que había sido vivir sin hijos durante todos aquellos años. Un día atrás del otro, con los hornos llenos y vacíos sin parar. La preparación de banquetes y fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios colocadas en las pasteles de boda. Centenares de ellos, no, miles, hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas. Su trabajo era indispensable. Él era confitero. Se alegraba de no ser florista. Era preferible alimentar a la gente. El olor era mucho mejor que el de las flores.

-Huelan esto -dijo el confitero, partiendo una hogaza de pan negro. -Es un pan pesado, pero sabroso.

Lo olieron y después él se los dio a probar. Tenía gusto a miel y a grano grueso. Lo escucharon. Y se comieron todo el pan negro. Los tubos fluorescentes iluminaban el local como si fuera de día. Hablaron hasta que el amanecer derramó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les ocurría irse.

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