miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

QUINCUAGESIMOCTAVA ENTREGA
                            
TERCERA PARTE


III (1)


Una voz exclamó:

-Bueno, ¿ha terminado usted ya?

El cura se levantó e hizo un leve gesto de asentimiento y de susto. Reconoció al oficial de policía que le había dado dinero en la cárcel: una figura oscura y elegante en el portal con polainas que relucían a la luz tormentosa. Tenía una mano sobre un revólver y miraba ceñudo y áspero al pistolero muerto.

-No esperaba usted verme -dijo.

-Oh, claro que si -contestó el cura-. Debía darle las gracias...

-¿Gracias, de qué?

-Por haberme dejado estar a solas con él.

-No soy un salvaje -gruñó el oficial-. Ahora salga usted, haga el favor. Es del todo inútil que intente fugarse. Puede verlo -añadió, mientras salía el cura, quien vio a una docena de hombres armados que sitiaban la cabaña.

-Ya me he fugado bastante -respondió. El atravesado había desaparecido de la vista. Las nubes pesadas se amontonaban en el cielo haciendo que las montañas pareciesen juguetes brillantes debajo de ellas. Suspiró con risita nervios-. Cuánta tribulación he pasado por esas montañas, y ahora... aquí me tiene...

-Nunca creí que volviese.

-Oh, teniente, ya sabe usted cómo ha sido. Incluso un cobarde tiene el sentido del deber.

-El viento frío que a veces soplaba antes de la tormenta le tocó la piel. Preguntó con fingida desenvoltura-. ¿Va usted a fusilarme aquí, ahora?

El teniente volvió a decir con viveza:

-No soy un salvaje. Se le procesará a usted... debidamente.

-¿Por?

-Por traición.

-¿Y he de hacer todo el camino hasta allí?

-Sí. A menos que intente fugarse. -Conservaba la mano sobre el revólver como si no debiera fiarse de él ni un pelo. Añadió-: Juraría que en algún sitio...

-Oh, sí -le interrumpió el cura-. Me ha visto usted dos veces. Cuando tomó usted un rehén en mi aldea...; preguntó a mi chiquilla: “¿Quién es éste?” Y ella dijo: “Mi padre”, y usted me dejó marchar.

De pronto las montañas dejaron de existir. Parecía que alguien les hubiese arrojado paletadas de agua a la cara.

-¡De prisa! -ordenó el teniente-, ¡a la choza! -Llamó a uno de sus hombres-: Trae cajones para sentarnos.

Los dos se reunieron con el muerto dentro de la choza, mientras la tempestad los rodeaba. Un soldado, chorreando agua, les entró un par de cajones de embalaje.

-Una vela -pidió el teniente. Sentóse en una de las cajas y sacó el revólver. Dijo-: Siéntese ahí, lejos de la puerta, donde pueda verle.

El soldado encendió una vela y la pegó con la misma cera a la tierra endurecida del suelo. El cura se sentó junto al americano, el cual, encogido en su intento de agarrar el cuchillo, hacia el efecto de inclinarse hacia su compañero para cruzar unas palabras aparte... Parecían pertenecer a la misma clase: ambos sucios y sin afeitar. El teniente parecía pertenecer a una especie diferente. Dijo, con desprecio:

-¿Así, tiene usted una niña?

-Sí -contestó él.

-Usted... un cura.

-No debe usted creer que todos sean como yo. -Observaba la luz de la vela que rutilaba en los botones bruñidos. Agregó-: Hay curas buenos y curas malos. Es lo que yo soy, precisamente: un mal cura.

-Entonces quizá le haremos un buen servicio a la Iglesia de usted.

-Sí.

El teniente le miró bruscamente como si creyese que se burlaba de él.

-Ha dicho usted “dos veces”; que le he visto dos veces.

-Sí; yo estaba en la cárcel. Y usted me dio dinero.

-Ya recuerdo. -Comentó furioso-: ¡Qué ridículo más aterrador! ¡Haberle tenido en las manos y dejarle escapar! Además hemos perdido dos hombres buscándole a usted. Estarían vivos todavía... -La vela chirriaba con las gotas de lluvia que caían a través del techo-. El americano no valía el sacrificio de dos vidas. No hacía verdadero daño.

La lluvia caía a torrentes. Estuvieron silenciosos. De pronto, ordenó el teniente:

-¡Esa mano, fuera del bolsillo!

-Tan sólo buscaba la baraja. Creía que tal vez sirviera para pasar el rato.

-No juego a las cartas -replicó con aspereza el teniente.

-No, no. No es para una partida. Nada más que unos cuantos trucos que le puedo enseñar. ¿Me lo permite?

-Muy bien. Si lo desea...

Mr. Lehr le había regalado una baraja usada. Él dijo:

-Aquí, ve usted, hay tres cartas: el as, el rey y la sota. Ea -las extendió en abanico en el suelo-, dígame cuál es el as.

-Este, desde luego -señaló el teniente de mala gana, sin mostrar interés.

-Se equivoca usted -dijo el cura volviendo el naipe-. Esa es la sota.

El teniente opinó con desprecio:

-Un juego para tahúres... o para niños.

-Aquí hay otro truco -siguió el cura-, llamado “Vuelasota”. Corto la baraja en tres... así. Cojo esta sota de copas y la pongo en la porción del centro... así. Ahora una palmadita en las tres porciones. -Su cara se iluminaba al hablar: hacía tanto tiempo que no manejaba las cartas... Se olvidaba de la tormenta, del hombre muerto y de la terca hostilidad de la cara que tenía enfrente-. Digo “vuela-sota” -cortó el montón de y aquí la tiene la izquierda por la mitad y descubrió la sota.

-Por supuesto, hay dos sotas.

-Véalo usted mismo.

A regañadientes el oficial se inclinó e inspeccionó el montón del centro. Dijo:

-Supongo les debe usted contar a los indios que eso es un milagro de Dios.

-Oh, no -se rió él-. Me lo enseñó un indio. Era el más rico de su pueblo. ¡Figúrese usted! Con semejante habilidad... No, yo solía hacer juegos de manos en los festejos que celebrábamos en la parroquia... para las hermandades, ¿sabe usted?

Una expresión de repugnancia física cruzó por la cara del teniente. Pronunció:

-Ya recuerdo esas hermandades.

-¿De cuando era usted muchacho?

-Lo bastante crecido para darme cuenta...

-¿De...?

-De la estratagema. -Estalló furioso con una mano en el revólver, como si le pasara por la cabeza la idea de que sería lo mejor eliminar a la bestia aquella, en el acto, de una vez-. ¡Qué superchería era todo aquello, qué paparrucha! “Véndelo todo y dale el dinero al pobre.” Ésa era la lección, ¿verdad? Y la señora Fulana, la esposa del droguero, diría que la raza no merecía realmente la caridad, y el señor Zutano, el Mengano y el Perengano dirían que si las gentes morían de hambre, ¿qué otra cosa se merecían, ellos, socialistas al fin?, y el cura, usted, se fijaría en quién observaba el cumplimiento pascual y en quién pagaba la ofrenda de Pascua. -Levantaba la voz; un policía se asomó a la choza con ansiedad y se retiró de nuevo a través del azote de la lluvia-. La Iglesia era pobre, el cura era pobre, por lo tanto todos debían venderlo todo y dárselo a la Iglesia.

El cura admitió:

-Tiene usted razón. -Y añadió con presteza-: Y también se equivoca, por supuesto.

-¿Qué quiere usted decir? -preguntó el teniente con fiereza-. ¿Razón? ¿Ni siquiera defenderá usted...?

-En seguida noté que usted era un buen hombre cuando me dio dinero en la cárcel.

-Le escucho a usted tan sólo porque no le queda esperanza. En absoluto. Nada de lo que diga puede influir en nada.

-Bien.

Su intención no era irritar al oficial de policía; pero durante los últimos ocho años había practicado muy poco la conversación, a no ser con unos cuantos indios y labriegos. Algo en su tono enfurecía al teniente.

-Es usted un peligro. Por eso le fusilamos. Yo no tengo nada contra usted, como hombre, ¿comprende?

-Desde luego. Es contra Dios que usted va. Yo soy la clase de hombre que usted aprisiona todos los días. Y le da dinero además.

-No, yo no lucho contra una ficción.

-Pero yo no soy digno de que me combata, ¿no es cierto? Usted lo ha dicho. Un embustero, un borracho. Ese hombre vale una bala mejor que yo.

-Son ideas de usted. -El teniente sudaba un poco en el ambiente cálido y condensado-. Son ustedes tan astutos... Pero, dígame: ¿qué han hecho nunca ustedes en Méjico para “nosotros”? ¿Le han dicho nunca a un propietario que no debe azotar a su peón? Oh, sí, ya lo sé; en el confesonario quizás; y es su deber, ¿no es cierto?, olvidarlo en seguida. Sale usted y come con él y es su deber ignorar que ha matado a un rústico. Ya no se habla más de ello, quedó detrás de su confesonario.

-Continúe.

Sentado sobre la caja de embalaje, con las manos en las rodillas y la cabeza inclinada, no podía, aunque lo procuraba, poner toda su atención en lo que decía el teniente. Pensaba: cuarenta y ocho horas para llegar a la capital. Hoy es domingo. Acaso el miércoles estaré muerto. Sentía, como una deslealtad, el tener más miedo al daño de las balas que a lo que vendría después.

-Bien, nosotros también tenemos ideas -iba diciendo el teniente-. No más dinero para rezos, no más dinero para construir edificios donde rezar. En su lugar daremos alimento al pueblo, le enseñaremos a leer, le daremos libros. Procuraremos que no padezca.

-Pero si quiere padecer...

-Un hombre puede querer raptar a una mujer. ¿Vamos a consentírselo porque lo quiere?
Elsufrimiento es también un delito.

-Y usted sufre de continuo -contestó el cura observando la cara desabrida de indio, detrás de la vela encendida. Después añadió-: Parece magnífico, ¿no es así? ¿Piensa también el jefe de ese modo?

-Oh, nosotros tenemos también nuestra gente mala.

-¿Y qué ocurrirá después? Quiero decir después que todos hayan comido bastante y leído los buenos libros... los libros que ustedes les dejen leer.

-Nada. La muerte es un hecho. No intentemos alterar los hechos.

-Estamos de acuerdo en una porción de cosas -repuso el cura esparciendo los naipes con
Indolencia-. También nosotros tenemos hechos que no tratamos de alterar: que todo el mundo es desdichado tanto si uno es rico como si es pobre, a menos que sea un santo, los cuales no abundan. No vale la pena preocuparse por un poco de dolor aquí abajo. Hay una creencia que usted y yo compartimos: la de que dentro de cien años habremos muerto todos.

Trató de barajar, pero se le doblaban las cartas; sus manos no estaban firmes.

-Pues, con todo, le preocupa el “poco de dolor” ahora.

-Pero yo no soy un santo -arguyó él-. No soy siquiera un hombre valiente-. Levantó la vista con aprensión: la claridad volvía; la vela ya no era necesaria. Pronto estaría el tiempo bastante despejado para emprender el viaje de vuelta. Sintió el ansia de seguir hablando para demorar, siquiera unos minutos, el momento de partir. Agregó-: Hay otra diferencia entre nosotros. No sirve de nada que usted labore para su plan si usted mismo no es buena persona. Y no siempre habrá buenas personas en el partido de usted. Entonces volverán el hambre y los malos tratos, aumentados quizás. En cambio, no importa gran cosa que yo sea un cobarde... y todo lo demás. A pesar de ello, puedo depositar a Dios en la boca del hombre y puedo darle el perdón de Dios. Y esto sucedería igual aunque todos los curas de la Iglesia fuesen como yo.

-Esa es otra cuestión que no comprendo -manifestó el teniente-, por qué usted, únicamente usted, se quedó cuando los demás echaron a correr.

-No todos echaron a correr -aclaró él.

-Pero, ¿por qué se quedó usted?

-En otro tiempo yo mismo me lo preguntaba -contestó él-. El hecho es que a un hombre no se le presentan súbitamente dos caminos a seguir: uno bueno y otro malo. Uno se va comprometiendo poco a poco. En el primer año..., pues, no creía que hubiera motivo real para correr. Antes también se habían quemado iglesias. Ya sabe usted cuan a menudo. No significa mucho. Pensaba permanecer hasta el mes siguiente, para ver si mejoraban las cosas. Después... Oh, no sabe usted cómo se desliza el tiempo. -Había clareado del todo; la lluvia de la tarde había terminado; la vida iba a continuar. Un policía pasó ante la puerta y los miró con curiosidad-. ¿Sabe usted que de pronto me di cuenta de ser el único sacerdote que quedaba en muchas millas a la redonda? La ley que obligó a los curas a casarse terminó con ellos. Se fueron; tenían perfecto derecho a irse. Había uno en particular que siempre me había censurado. Yo tengo la lengua suelta, sabe usted, y solía gastar chanzas. Él decía, con toda la razón, que yo tenía el carácter firme. Se fugó. Yo sentí (se reirá usted de esto) lo mismo que en la escuela cuando un maestro brutal, al cual tuve miedo durante años enteros, envejeció demasiado para la enseñanza y lo jubilaron. Figúrese. No tenía que preocuparme ya de la opinión de nadie. La gente... no me inquietaba, me quería bien.

Dirigió una sonrisa débil, de lado, hacia el encorvado yanqui.

-Siga -le rogó el teniente pensativo.

-A este paso sabrá usted cuanto me concierne -dijo él con una risita nerviosa- antes de que lleguemos... digamos, a la cárcel.

-Esto es útil también. Comprender a un enemigo, quiero decir.

-Aquel cura tenía razón. Al marcharse él, yo empecé a descomponerme. Una cosa vino tras otra. Descuidé mis deberes. Empecé a beber. Creo hubiera hecho mucho mejor en irme también. Porque el orgullo trabajaba de continuo. No el amor de Dios. -Se doblaba, sentado en la caja de embalaje, regordete, vestido con los desechos de Mr. Lehr. Añadió-: El orgullo fue lo que hizo caer a los ángeles. Es el peor de los pecados. Creía ser un ente magnífico por haber permanecido cuando los demás se fueron. Y entonces me tuve por tan grande que podía dictar mis propias leyes. Dejé los ayunos, la misa diaria... Descuidé mis rezos... y un día bebí y estaba solo..., pues ya comprende usted cómo pasó; vino un hijo. Todo fue el orgullo. Sólo el orgullo de haberme quedado. No era de ninguna utilidad, pero continuaba. Al menos de no gran utilidad. No tuve un centenar de comulgantes en un mes. De haberme marchado, hubiera tenido doce veces más. Es un error que comete uno el creer que por una cosa difícil o peligrosa...

Hizo un ademán de aleteo con las manos.

El teniente manifestó en. tono enfurecido:

-Bien, va a ser un mártir; ha logrado esa satisfacción.

-Oh, no. Los mártires no son como yo. No piensan de continuo. Si hubiera bebido más aguardiente no tendría tanto miedo.

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