sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY


DECIMOTERCERA ENTREGA


XII


EZRA POUND Y SU BEL ESPRIT


Ezra Pound se portó siempre como un buen amigo y siempre estaba ocupado tratando de hacerles favores a todo el mundo. El estudio donde vivía con su esposa Dorothy, en la rue Notre-Dame-des-Champs, tenía tanto de pobre como lo tenía de rico el estudio de Gertrude Stein. El de Ezra sólo tenía mucha luz y una estufa para calentarlo, y había pinturas de artistas japoneses amigos suyos. Eran todos nobles en su país de origen, y llevaban el pelo muy largo. Era un pelo negro muy brillante, que colgaba hacia adelante cuando hacían sus reverencias, y a mí aquello me impresionaba mucho aunque las pinturas no me gustaban. No las comprendía, pero como no encerraban ningún misterio, después de comprenderlas ya no me importaron un pito. Lo lamentaba mucho, pero no pude hacer nada para que me conmovieran.

Los que me gustaban mucho eran los cuadros de Dorothy, y ella irradiaba una maravillosa hermosura También me gustaba el busto de Ezra que hizo Gaudier-Brzeska, y me gustaron todas las fotos de las obras de este escultor que estaban en el libro que escribió Ezra sobre él. A Ezra también le gustaba la pintura de Picabia, que a mí en aquel momento no me decía nada. Tampoco me gustaba nada la pintura de Wyndham Lewis, que a Ezra lo entusiasmaba. Siempre lo apasionaban las obras de sus amigos, y esa costumbre puede demostrar mucha lealtad, aunque también puede resultar desastrosa cuando se hace una valoración estética. Nunca discutíamos sobre ese tipo de cosas, porque si a mí no me gustaba algo me callaba. Si a alguien le gustaban las pinturas o los escritos de sus amigos, me parecía tan descortés criticárselos como si le estuviera criticando a su propia familia. A veces puede costarnos mucho tiempo tomar una actitud crítica con nuestra propia familia, pero con los pintores es más fácil, porque no nos destrozan íntimamente con maldades horribles, como nos pasa tantas veces con gente de nuestra familia. A los pintores malos, alcanza con no mirarlos. Pero incluso cuando aprendemos a no mirar ni escuchar ni a contestar algunas cartas de la familia, ella siempre encuentran la manera de volverse peligrosa. Ezra era más bueno que yo, y miraba más cristianamente a la gente. Lo que él escribía a veces era tan perfecto, y además Ezra era tan sincero al reconocer sus errores y estaba tan enamorado de sus falsas teorías, y era tan cariñoso con la gente, que yo siempre lo consideré como una especie de santo. Y no me importaba que fuera iracundo, porque eso es común en muchos santos.

Ezra me pidió que le enseñara a boxear, y durante una lección que le estaba dando a última hora de la tarde en su estudio llegó de visita Wyndham Lewis. Ezra recién empezaba a boxear y todavía era muy torpe, y traté de que no pasara vergüenza frente a su amigo. Pero fue muy difícil, porque la práctica de la esgrima lo había resabiado y todavía no era capaz de concentrase en el manejo de la mano izquierda ni acompasar el movimiento del pie derecho con el adelantamiento del izquierdo. O sea que estábamos todavía en lo básico. Ni siquiera había llegado a enseñarle cómo se tira un gancho de izquierda retirando al mismo tiempo la derecha, por ejemplo, porque esas cosas se aprenden después.

Wyndham Lewis llevaba un sombrero negro de alas anchas, al estilo de los personajes del barrio, y se vestía como un cantante en La Bohème. Su rostro me hacía acordar a la de una rana, y ni siquiera al de una rana toro sino al de una rana vulgar, y París era un charco que le quedaba grande. En aquellos tiempos no se estilaba que un pintor o un escritor se vistiera con una especie de uniforme oficial, pero Lewis llevaba el uniforme que usaban los artistas antes de la guerra. Daba asco mirarlo, pero él nos observaba con una pose muy pedante, mientras yo esquivaba las izquierdas de Ezra o las bloqueaba con la palma de mi guante derecho.

Traté de suspender la lección, pero Lewis insistió para que siguiéramos, y me di cuenta de que, aunque no entendía nada, tenía la esperanza de que yo lastimara a Ezra. Claro que no pasó nada. No contraataqué nunca, y mantuve a Ezra persiguiéndome con su izquierda adelantada y tirando de vez en cuando una derecha, hasta que al final dije que por aquel día alcanzaba y me lavé en una palangana, me sequé con una toalla y me puse mi chandail.

Nos servimos una copa, y me quedé escuchándolos charlar sobre algunos conocidos que vivían en Londres o en París. Observaba a Lewis con cuidado, pero fingiendo no mirarle, como se hace al boxear, y creo que nunca conocí a un hombre tan repulsivo. Hay gente que trasluce el mal, como un gran caballo de carreras trasluce su nobleza de sangre. Tienen la dignidad de un chancro canceroso. Pero Lewis no traslucía el mal: era simplemente repulsivo.

Caminando de vuelta a casa, traté de hacer una lista de las cosas en las que me hacía pensar Lewis, y se me ocurrieron unas cuantas. Pero eran todas de tipo patológico, si no tomamos en cuenta el sudor de pies. Después traté de recomponer su cara describiéndomela facción por facción, pero de lo único que pude acordarme bien fue de sus ojos. Desde el primer momento en el que los vi debajo del sombrero negro, me parecieron los ojos de un violador fracasado.

-Hoy me encontré con el hombre más repulsivo que conocí jamás -le dije a mi mujer.

-Por favor, Tatie, entonces no me cuentes nada -contestó. -Estamos a punto de comer.

Cosa de una semana más tarde, hablé con Miss Stein y le dije que había conocido a Wyndham Lewis, y le pregunté si lo conocía.

-Yo le llamo «la Tenia Métrica» -me dijo. -Llega de Londres y ve un buen cuadro, y saca un lápiz del bolsillo y se pone a medir los detalles del cuadro con el pulgar en el lápiz. Y después de apuntar exactamente cómo está hecho vuelve a Londres y trata de rehacerlo, pero nunca le sale. Ese hombre no entiende nada.

Así que siempre que me acordaba de él pensaba en la Tenia Métrica. Un sobrenombre que encerraba más amabilidad y piedad cristiana que cualquiera de los que yo mismo había inventado para definirlo. Más adelante, hice lo posible por apreciarlo y mostrarme amistoso con él, como hice con todos los amigos de Ezra cuando él me los explicaba. Pero no pude olvidarme de aquella impresión que me produjo el día cuando lo conocí en su estudio.

Ezra fue el escritor más generoso y más desinteresado que conocí en mi vida. Siempre andaba preocupado por auxiliar a los poetas, pintores, escultores y prosistas en los que tenía fe, y si alguien las estaba pasando verdaderamente mal, trataba de ayudarlo enseguida aunque no le tuviera fe. Se preocupaba por todo el mundo, y en los primeros tiempos de nuestra amistad el amigo que más lo obsesionaba era T. S. Eliot, porque pensaba que su empleo bancario en Londres le robaba demasiado tiempo a su trabajo poético.

Ezra fundó una institución llamada Bel Esprit, asociándose con Miss Natalie Barney, que era una americana rica, protectora de las artes. Miss Barney había sido amiga de Rémy de Gourmont (eso fue antes de mis tiempos), y en su casa tenía un salón donde recibía visitas una vez por semana, y en su jardín un templete griego. Muchas damas americanas y francesas adineradas tenían sus salones, y enseguida me di cuenta que eran lugares excelentes para que yo no los pisara nunca. Pero creo que Miss Barney era la única que tenía un templete griego en su jardín.

Ezra me mostró el folleto anunciador del Bel Esprit, y Miss Barney le había permitido usar una viñeta del templete para la portada. El Bel Esprit proponía la formación de un fondo con aportes de todos para permitirle a Mr. Eliot liberarse del banco y dedicarse completamente a la poesía. Ezra calculó además que aquella cruzada podía generalizarse para ayudar a muchísima gente, cosa que a mí me pareció perfecta.

Yo enturbié un poco la cosa fingiendo confundir a Eliot con el Comandante Douglas, un economista que entusiasmaba mucho a Ezra. Pero Ezra comprendió que no lo hacía por mal corazón y que estaba verdaderamente compenetrado con el Bel Esprit, aunque lo irritara mucho escucharme pedir colaboraciones para sacar al Comandante Eliot del banco, haciendo que mis amigos me preguntaran qué carajo hacía un comandante en un banco, o si el retiro no le daba derecho a cobrar una pensión o por lo menos una indemnización.

En esos casos yo les explicaba a mis amigos que no había que fijarse en esos detalles. O tenías Bel Esprit o no lo tenías. Si lo tenías, ibas a contribuir para que el Comandante  se liberara del banco. Y si no tenías, peor para vos. ¿O no entendías lo que significaba el emblema del templete griego? ¿No? Ah, ya me parecía. Hasta pronto, y metete la plata donde mejor te parezca. No te la vamos a aceptar aunque lo implores de rodillas.

Mi actividad como agente del Bel Esprit fue muy enérgica, y me sentía feliz soñando con ver al Comandante salir del banco dando grandes zancadas de hombre libre. Ahora no me acuerdo por qué dejó de funcionar el Bel Esprit, pero lo más seguro es que haya sido por el premio del Dial que ganó el Comandante cuando publicó The Waste Land, aparte de que al poco tiempo una dama con título le financió a Eliot la revista The Criterion, y entonces ni Ezra ni yo tuvimos que seguir preocupándonos por él. Creo que el templete todavía existe en el jardín. Y para mí fue una decepción no haber logrado liberar al Comandante del banco con la cruzada del Bel Esprit, lo que me hacía soñar con Eliot viviendo en el templete y recibiéndonos de vez en cuando a Ezra y a mí, que iríamos a coronarlo con laureles. Yo conocía un lugar donde había laureles muy hermosos, y hubiese podido ir a cortar algunas ramas y traerlas en bicicleta, o hubiéramos podido coronarlo cada vez que se sintiera solo, o cada vez que a Ezra recibiera el encargo de revisar los manuscritos o las pruebas de otro poema tan grande como The Waste Land. Pero a mí aquella empresa terminó perjudicándome moralmente, igual que lo que me pasó con tantas otras cosas, porque un día agarré la plata que habíamos juntado para sacar al Comandante del banco y la aposté en Enghien. En las dos primeras carreras las cosas anduvieron bien, pero en la última nuestro querido angelito estaba tan dopado que antes de la salida tiró al jockey y se escapó, dando una vuelta entera por el circuito del steeplechase y saltando hermosamente en su soledad, como hacemos a veces en los sueños. Incluso cuando lo cazaron y lo volvieron a montar arrancó en punta y no dejó de hacer una carrera honrosa, como dicen los franceses, pero la plata se perdió.

Me hubiera sentido más contento si la plata de las apuestas hubiese ido a parar al Bel Esprit. Aunque me consolé pensando que con lo que gané en las dos primeras carreras hubiese podido aportar mucho más de lo que soñé conseguir al principio.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+