jueves

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


SEXAGESIMOPRIMERA ENTREGA
                       
TERCERA PARTE


IV (2)


El teniente abrió la puerta de la celda; dentro estaba muy oscuro. Cerró la puerta tras de  sí con cuidado y echó la llave, conservando una mano sobre el revólver. Anunció:

-No vendrá.

El cura era una figurita acurrucada en la oscuridad. Estaba en cuclillas en el suelo como un niño jugando. Exclamó:

-¿Quiere usted decir... que no vendrá esta noche?

-Quiero decir que no vendrá, en absoluto.

Hubo un rato de silencio, si puede hablarse de silencio donde se oía de continuo el zumbido de los mosquitos y el crujido de los escarabajos reventando contra la pared. Al fin observó el cura:

-Tuvo miedo, supongo.

-Pobre hombre.

Procuró reír; pero ningún sonido resultaría más lamentable que el de su mezquino intento. La cabeza se le cayó entre las rodillas; parecía abandonarlo todo y sentirse completamente abandonado. El teniente dijo:

-Será mejor que lo sepa usted todo. Ha sido usted juzgado y condenado.

-¿No hubiera podido presenciar mi proceso?

-Hubiera sido exactamente igual.

-No. -Se calló preparando una actitud. Después preguntó con falsa desenvoltura-: ¿Y cuándo, si puedo preguntarlo...?

-Mañana.

La brevedad y presteza de la réplica disolvieron su fanfarronería. Abatió de nuevo la cabeza y pareció que se mordía las uñas, según lo poco que la oscuridad consentía ver. El teniente dijo:

-Es malo pasar solo una noche como ésta. Si quiere usted que le traslademos a la celda común...

-No, no. Prefiero estar solo. Tengo mucho quehacer. -Le falló la voz como si tuviera un fuerte resfriado. Jadeó-: Mucho en que pensar.

-Me gustaría hacer algo por usted -manifestó el teniente-. ¿Le traigo un poco de aguardiente?

-¿A pesar de la ley?

-Sí.

-Es usted muy bondadoso. -Tomó el pequeño frasco-. Acaso usted no lo necesitaría en mi lugar. Pero yo siempre tuve miedo al dolor.

-Alguna vez hemos de morir -dijo el teniente-. El cuándo no parece de gran importancia.

-Es usted un buen hombre. No tiene usted nada que temer.

-Tiene usted unas ideas tan raras -se quejó el teniente-. A veces me doy cuenta de que trata usted de tentarme.

-¿Para qué?

-¡Oh, para que le deje escapar, quizás...! o para que crea en la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos... ¿cómo sigue la monserga esa?

-El perdón de los pecados...

-Usted no cree mucho en eso, ¿eh?

-¡Oh, sí que creo! -afirmó prestamente el hombrecillo.

-Entonces, ¿por qué se aflige usted?

-Ya ve usted que no soy un ignorante. Siempre supe lo que hacía. Y no puedo absolverme a mí mismo.

-¿Si el Padre José hubiera venido, sería la cosa tan diferente?

Tuvo que aguardar un largo rato la respuesta y al fin no comprendió lo que dijo:

-Con otro hombre... sería más fácil...

-¿No puedo hacer nada más por usted?

-No. Nada.

El teniente volvió a abrir la puerta llevándose maquinalmente la mano al revólver. Sentíase taciturno, como si al tener al cura bajo llaves y cerrojos no quedara nada en que pensar. Los resortes de su actividad parecían haberse roto. Recordaba las semanas del acoso como un tiempo feliz terminado para siempre. Sentíase sin objeto como si la vida se hubiese agotado en el mundo. Dijo con amarga bondad:

-Procure dormir.

Ya estaba cerrando la puerta cuando una voz temblorosa le habló:

-Teniente.

-¿Qué?

-Usted ha visto fusilar gente. Gente como yo.

-Sí.

-¿El dolor dura... mucho tiempo?

-No, no. Un segundo -contestó con aspereza, y cerró la puerta, marchándose a través del patio encalado.

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