domingo

NICOLÁS MAQUIAVELO - EL PRÍNCIPE (11)


CAPITULO VI

De las soberanías nuevas que uno adquiere con sus propias armas y valor (2)

Los que por medios semejantes llegan a ser príncipes no adquieren su principado sin trabajo, pero le conservan fácilmente; y las dificultades que ellos experimentan al adquirirle dimanan en parte de las nuevas leyes y modos que les es indispensable introducir para fundar su Estado y su seguridad. Debe notarse que no hay cosa más difícil de manejar, ni cuyo acierto sea más dudoso, ni se haga con más peligro, que el obrar como jefe para introducir nuevos estatutos. Tiene el introductor por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los antiguos estatutos, mientras que los que pudieran sacar el suyo de los nuevos no los defienden más que con tibieza. Semejante tibieza proviene en parte de que ellos temen a sus adversarios que se aprovecharon de las antiguas leyes, y en parte de la poca confianza que los hombres tienen en la bondad de las cosas nuevas, hasta que se haya hecho una sólida experiencia de ellas. Resulta de esto que siempre que los que son enemigos suyos hallan una ocasión de rebelarse contra ellas, lo hacen por espíritu de partido; no las defienden los otros más que tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellas.

Cuando uno quiere discurrir adecuadamente sobre este particular, tiene precisión de examinar si estos innovadores tienen por sí mismos la necesaria consistencia, o si dependen de los otros; es decir, si para dirigir su operación, tienen necesidad de rogar o si pueden precisar. En el primer caso, no salen acertadamente nunca, ni conducen cosa ninguna a lo bueno; pero cuando no dependen sino de sí mismos, y que pueden forzar, dejan rara vez de conseguir su fin. Por esto, todos los profetas armados tuvieron acierto, y se desgraciaron cuando estaban desarmados.

Además de las cosas que hemos dicho, conviene notar que el natural de los pueblos es variable. Se podrá hacerles creer fácilmente una cosa; pero habrá dificultad para hacerlos persistir en esta creencia. En consecuencia de lo cual es menester componerse de modo que, cuando hayan cesado de creer, sea posible precisarlos a creer todavía. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer observar por mucho tiempo sus constituciones, si hubieran estado desarmados, como le sucedió al fraile Jerónimo Savonarola, que se desgració en sus nuevas instituciones. Cuando la multitud comenzó a no creerle ya inspirado, no tenía él medio ninguno para mantener forzadamente en su creencia a los que la perdían, ni para precisar a creer a los que ya no creían.

Los príncipes de esta especie experimentan, sin embargo, sumas dificultades en su conducta; todos sus pasos van acompañados de peligros y le es necesario el valor para superarlos. Pero cuando han triunfado de ellos, y que empiezan a ser respetados, como han subyugado entonces a los hombres que tenían envidia a su calidad de príncipe, se quedan poderosos, seguros, reverenciados y dichosos.

A estos tan relevantes ejemplos, quiero añadirles otro de una clase inferior, que, sin embargo, no está en desproporción con ellos; y me bastará escoger, entre todos los otros el de Hierón el Siracusano. De particular que él era, llegó a ser el príncipe de Siracusa, sin tener cosa ninguna de la fortuna más que una favorable ocasión. Hallándose oprimidos los siracusanos, le nombraron por caudillo suyo; en cuyo cargo mereció ser elegido después para príncipe suyo. Había sido tan virtuoso en su condición privada que, en sentir de los historiadores, no le faltaba entonces para reinar más que poseer un reino. Luego que hubo empuñado el cetro, licenció las antiguas tropas, formó otras nuevas, dejo a un lado a sus antiguos amigos, haciéndose otros nuevos; y como tuvo entonces amigos y soldados que eran realmente suyos, pudo establecer, sobre tales fundamentos, cuanto quiso; de modo que conservó sin trabajo lo que no había adquirido  más que con largos y penosos afanes.

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