domingo

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)

SEXTA ENTREGA

V

GENTE DEL SENA

Se podían elegir varios caminos para bajar hasta el río desde lo alto de la rue Cardinal-Lemoine. El más corto era bajar por una pendiente muy empinada, atravesar el tráfico denso del boulevard Saint-Germain y desembocar en un barrio aburrido, con un muelle sórdido y ventoso que tenía a la derecha la Halle aux Vins. La Halle no era un mercado como cualquier otro de París sino una especie de almacén de puerto franco donde se pagaba un impuesto para guardar el vino, y de afuera era tan deprimente como un cuartel o un campo de concentración.

Atravesando un brazo del Sena se llegaba a la Île Saint-Louis, con sus calles angostas y sus viejas casas altas y hermosas, pero en vez de cruzar yo prefería doblar a la izquierda y caminar a lo largo de los muelles, viendo al otro lado toda la longitud de la Île Saint-Louis y luego la Cité con Notre-Dame.

En los puestos de libros que hay en el pretil de los muelles a veces podían encontrarse libros americanos recién publicados, y los vendían muy baratos. En aquel tiempo el restaurante de la Tour d’Argent tenía encima unas cuantas habitaciones y las alquilaban ofreciendo un descuento en el restaurante, y si los inquilinos al marcharse dejaban algún libro en la habitación, el valet de chambre se los vendía a un puesto cercano y la dueña  los ofrecía por muy poca plata. No tenía ninguna confianza en los libros escritos en inglés, no le costaban casi nada, y los revendía por una ganancia mínima, pero rápida.

-¿Son buenos? -me preguntó una vez, después que nos hicimos amigos.

-A veces se encuentra alguno bueno.

-¿Y cómo me doy cuenta de cuál vale la pena?

-Yo me doy cuenta leyéndolos.

-Bueno, pero es como un juego de azar. ¿Y cuánta gente hay que sepa inglés?

-Guárdemelos y yo los vicho.

-No. No puedo guardarlos. Usted no pasa con regularidad. Está demasiado tiempo sin venir. Tengo que venderlos apenas pueda. Nadie me garantiza que valgan algo. Y si no valen nada, me quedo sin venderlos.

-¿Y usted cómo sabe si un libro francés vale algo?

-Lo primero que importa es que tenga ilustraciones. Y después hay que ver si las ilustraciones son buenas o malas. También importa la encuadernación. Si un libro es bueno, el que lo compra se lo hace encuadernar bien. El problema con los libros ingleses es que todos vienen mal encuadernados. No hay forma de darse cuenta.

Pasado aquel puesto cerca de La Tour d’Argent, había que caminar hasta el Quai des Grands-Augustins para encontrar otro que vendiera libros americanos o ingleses. Allí había unos cuantos, hasta más allá del Quai Voltaire, que tenían libros comprados al personal de los hoteles de la Rive Gauche y sobre todo al hotel Voltaire, que tenía una clientela más rica que los otros. Un día le pregunté a otra dueña de puesto que también era amiga mía si alguna vez los mismos dueños iban a vender sus libros.

-Nunca -me dijo-. Los tiran. Por eso sabemos que no valen nada.

-Es que muchas veces se los regaló algún amigo para leer en el barco.

-No tenga duda -dijo-. Y muchos los deben dejar tirados en el barco.

-Sí -dije-. Y la compañía los recoge y los hace encuadernar y forman las bibliotecas de los barcos.

-Bueno, algo es algo -dijo-. Por lo menos así están bien encuadernados. Y un libro bien encuadernado siempre tiene su valor.

Yo paseaba por los muelles al terminar mi trabajo o cuando intentaba reflexionar y organizar mis ideas. Me resultaba más fácil reflexionar mientras caminaba y hacía algo o miraba a la gente hacer algún trabajo que supiera hacer bien. Al final de la isla de la Cité, debajo del Pont-Neuf, donde está la estatua de Henri-Quatre y la isla termina en una punta afilada como una proa de barco, había un jardincito al borde del agua con unos hermosos castaños, robustos y de copa ancha, y con las corrientes y remolinos que el Sena forma al fluir se encuentran excelentes puntos de pesca. Yo bajaba al jardín por una escalera, y podía observar a los pescadores que estaban allí mismo o debajo del gran puente. Los puntos buenos para la pesca cambian según el nivel del río, y me acuerdo de que los pescadores usaban cañas muy largas con varias secciones enchufadas, pero pescaban con hilo muy fino y anzuelo liviano, con flotadores de plumas, y exploraban la corriente con mucha sabiduría. Siempre pescaban algo, y a veces sacaban muchos gobios, un pescado que frito queda delicioso, y yo era capaz de comerme sartenes enteras. Eran pescados gordos y de pulpa suave, con un sabor incluso mejor que el de la sardina fresca, y nos los comíamos con espinas y todo.

Uno de los mejores lugares para comerlos era un restaurante al aire libre, río arriba, en Bas-Meudon, adonde íbamos cuando teníamos plata para hacer una excursión lejos de nuestro barrio. Se llamaba Le Pêche Miraculeuse y tenían un espléndido vino blanco por el estilo del muscadet. Era un lugar salido de un cuento de Maupassant, con un panorama de río de cuadro de Sisley. Pero no había necesidad de llegar tan lejos para comer el goujon. Se comían muy buenas frituras en la Île Saint-Louis.

Yo conocía a varios pescadores de los que se ponían en los puntos buenos del Sena entre la Île Saint-Louis y la place du Vert-Galant, y a veces cuando hacia un día hermoso me compraba un litro de vino y un pan y salchichón y me sentaba al sol a leer algún libro también recién comprado y a mirar cómo pescaban.

Los viajeros que escriben libros sobre París hablan de los pescadores del Sena como si fueran unos despistados que nunca sacan nada, pero aquella era una pesca seria y fructífera. La mayoría de los pescadores eran jubilados con pequeñas pensiones que entonces todavía no sabían si iban a parar en nada con la inflación, o fanáticos de la pesca que aprovechaban los días libres. Había mejor pesca en Charenton, donde el Marne desemboca en el Sena, o río arriba o abajo de París, pero también se encontraba muy buena pesca en París mismo. Yo no pescaba porque no tenía aparejo y prefería ahorrar para irme de pesca a España. Además, en aquel tiempo nunca sabía cuándo iba a tener un día libre porque el periódico podía mandarme a cubrir una corresponsalía  en cualquier momento, y no quería enredarme en una pesca que a veces se daba bien y a veces se daba mal. Pero la observaba con atención y era interesante y útil conocer la técnica, y siempre me alegraba que hubiera pescadores en la ciudad, dedicados a una pesca sensata y metódica, que llevaban buenas frituras a sus casas.

Mirando a los pescadores y a los trenes de hermosas gabarras guiadas por un remolcador con chimeneas que se plegaban para pasar bajo los puentes, además de los grandes olmos y los plátanos que orillaban los muelles de piedra, nunca me sentía solo paseando por el río. Con tanto árbol en la ciudad, era posible detectar todos los días cómo se acercaba la primavera, hasta que después de una noche de viento cálido de repente la teníamos allí. A veces la volvían a espantar algunas lluvias espesas y frías y parecía que nunca iba a volver, y que uno perdía una estación de la vida. Eran los únicos momentos de verdadera tristeza en París, porque iban contra la naturaleza. Ya se sabía que el otoño tenía que ser triste. Cada año perdíamos una parte de nosotros mismos cuando las ramas se iban quedando desnudas frente al viento y la luz fría del invierno. Pero siempre sabíamos que la primavera iba a volver, como vuelve a fluir el río después de helarse. Y sin embargo cuando aparecían esas lluvias que parecían matarla, sentíamos como si alguien muy joven se hubiese muerto absurdamente.

Claro que la primavera siempre terminaba por volver, aunque era aterrador sentir cómo nos había fallado por un tiempo.

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