sábado

(REINVENCIÓN DE UN ROMANCE JUVENIL DE JUAN CARLOS ONETTI) - NIÑO CON LA ÑATA APOYADA EN EL SEXO DE LA DIOS

FOLLETÍN SABATINO


EPISODIO 6: PRIMUS


Llamita

Onetti se fue antes de que empezara la tertulia torresgarciana, argumentando intrigadoramente que acababa de ver a la encarnación infantil de la Virgen del Perpetuo Socorro escondida en un baldío y le era imposible demorarse hasta la madrugada para dibujar las 1000 palabras diarias de su novelón.
Guido Castillo y Gonzalo Fonseca llegaron caminando desde el Prado con la esperanza de conocerlo pero terminaron por ser presentados al juglar de las boquillas irisadas y la corbata palomita, que estaba entusiasmadísimo por la renovación del taller constructivista.

-Nosotros nos hicimos hermanos con Juan Carlos cuando la dictadura de Terra clausuró el diario Uruguay, donde yo trabajaba como corrector -les midió la avidez Espínola a los militantes veinteañeros. -Che, ¿y entonces ustedes tienes ganas de meterse en serio en este baile?

-Yo pienso que a la pintura habría que prohibirla con pena de muerte -desnudó  los colmillos Gonzalo, con un indisimulable touch de señorito disfrazado de reo. -Sería la mejor manera de descubrir quienes son los que quieren trabajar de verdad.

-¿Usted sabe que yo conseguí un ejemplar de la Revista Multicolor donde se publicó Las tres confusas borracheras? -dijo Guido, infantilizado por la novelería.

-Pero cuando se reedite en un libro le voy a poner Qué lástima, nomás. Ese título es una compadrada que no expresa bien el fondo del asunto. Y salió justo el año que me las tuve que arreglar amurado en una pensión, nada más que con un primus y a dieta forzada. A mí me gusta llamarle la época de la tristeza de la llamita.

-Ese sí que sería un lindo título para un cuento.

-Y aquel año también publiqué Sombras sobre la tierra, que en el 34 fue la única novela presentada al concurso municipal declarado desierto. ¿Cómo iban a premiar algo hecho en un quilombo? Y Juan Carlos caía a matear y comentábamos algún libro nuevo o podíamos quedarnos horas mirando la llamita. Y un día él acababa de cobrar el sueldo en la concesionaria y se ofreció a prestarme unos pesos pero me sentí peor. Lo que sí nos podríamos dar es un banquetazo en un buen restorán, retruqué. Y ahí nació la hermandad.

-Deben haber terminado más borrachos que los paisanos del cuento.

-Es que ahí está la falla del título firuletero que me dio por inventarle. Porque lo que yo quise fue conseguir el clima de la ebriedad angélica. Y te puedo asegurar que de aquel restorán también salimos abrazados como Sosa y Juan Pedro. Y ascendíamos en alas de amor sobre los mundos.


Inundaciones

Felisberto Hernández pidió prestada la entrevista de El Día y aquel sábado fue a mostrársela al Dr. Cáceres, el psicoanalista pionero que a fines de los 20 pudo convencerlo de que su vocación estética se manifestaba con más originalidad en la literatura que en la música.

-Pero qué interesante es ojearla tanto tiempo después -le alcanzó el diario a su esposa el hombre de bondadosa barbaza redonda que terminaría siendo supremamente retratado por Augusto Torres.

-El muchacho que me lo consiguió cree que en ese momento yo ya estaba hablando de los problemas técnicos que tenía para hacer mis cuentitos, pero lo que me asusta es que ahora tengo que interpretar a mi sinvergüenza íntimo y esa responsabilidad es mucho más enloquecedora que no fallarle a Beethoven. Mire: últimamente me siento más desgraciado que el soñador de El pozo. Y muchas veces pienso que cuando uno pierde hasta la fuerza para esperar a que llegue la muchacha resucitada en la tormenta lo mejor es irse al mazo.

-Por ahora lo primero que tiene que hacer es tomarse un cognac panzón -se paró sobreactuando una jovialidad despreocupada la poeta Esther de Cáceres.

-¿Ve, doctor? Ella entendió enseguida que me estoy refiriendo a la tentación del suicidio.

-¿Pero usted también es de los que piensa que las confesiones de Linacero son un canto de cisne? -compuso una candorosa desdramatización profesional el hombre a quien Felisberto visitaba muy a menudo en el Vilardebó. -¿Cómo se va a escapar del mundo un hombre que acaba de rajarse las vestiduras con tanta heroicidad?

-¿Y eso del sinvergüenza íntimo qué vendría a significar? -volvió con una bandeja la poeta mística ya renombrada internacionalmente.

-Gracias, ma Dame -recogió su copa el hombre de desesperación rolliza para acercarse al ventanal de la torre del Rex. -Es que después que apareció Por los tiempos de Clemente Colling me di cuenta que me va a ser imposible volver a escribir algo largo. Porque lo único que me manda interpretar el fulano son chorreras que giran alrededor de los muebles de mi alma como para dejarlos limpios y muertos.

-¿Y ese fulano sería el sinvergüenza?

-Sí. El que me manda las inundaciones. Y le puedo asegurar que es un déspota más insoportable que Beethoven y Schumman juntos.

Entonces el doctor Cáceres recogió su copa y le hizo una seña a su esposa de que dejara al hombre contemplar tranquilo el socavón ya estrellado del crepúsculo.


Diablo

-Sobre el mostrador pendía la pendía la lámpara -se aplastó de repente la gomina con una desmandada teatralidad Guido Castillo. -Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebian caña. Sosa sentía algo imposible de expresar, pero que era como el desarrollo de aquel “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!” que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!”, sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.

-Pero mire qué cosa -enfocó por arriba de los lentes Espínola a Fonseca. -Dicen que una vez Cervantes descubrió a un campesino que les estaba leyendo una parte del Quijote a otros que eran analfabetos y sintió que ya estaba cumplido en la vida. Yo ahora me siento así.

-¿Y usted cree que existe ese alguien capaz de acomodar mejor las cosas? -retrucó desafiantemente el muchacho que con los años sería capaz de hacer un curso relámpago de alemán nada más que para recitar a Goethe.

Y cuando se dieron cuenta de que Torres García los estaba escuchando como si las chupadas a la pipa le hubiesen desorbitado el braserío azul hasta la incandescencia hubo un silencio apenas cortado por toses atabacadas.

-¿Y usted sigue escribiendo su poema épico, don Paco? -terminó de acercarse el dueño de casa. -¿Cómo era que se titulaba?

-Don Juan, el Zorro. Pero lo tengo abandonado hace tiempo porque se lo quería dedicar a mi padre y me faltó el aliento. Ahora tengo pensado hacer primero una serie de Cuentos con el diablo, que también vengo escuchando desde chico en San José. Y esto que me acaba de preguntar su discípulo el literato me viene a pelo para explicar que con el tema místico me siento igual que Onetti: ciego, atento y muy solo. Pero cuando se me aparece el mandinga en la inmensidad lunar a tentarme con la mágica negra ni siquiera lo miro.

-Y sin embargo tanto usted como Onetti esperan que alguien nos acomode las desolaciones, como si no fuésemos capaces de recuperar un rumbo terrenal guiados por el espíritu que nos habita a todos.
Entonces llegó Manolita a recargarles los pocillos con el terciopelo amargo y fragante de las tertulias y comentó arrancándole una hebra de tabaco a su media sonrisa:

-Pues qué se le va a hacer si para mi marido el mundo avanza en lugar de dar vueltas. Y ya pueden irse acercando al piano, porque hoy pensamos ofrecerles el primer movimiento de La primavera de Beethoven con Horacio. Y esta vez me obligó a estudiarla con metrónomo.


Nácar

Fue recién después de servirse la segunda copa que el doctor Cáceres sacó de la biblioteca el ejemplar de El pozo caratulado por el falso Picasso y leyó:

-Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella. Sonrío en paz, abro la boca, hago chocar los dientes y muerdo suavemente la noche.

-A lo que tendría que contestarle con todo mi humilde respeto que ahora me está haciendo trampa, don Alfredo -se dejó caer en un sillón Felisberto con muchísimo cuidado para no derramar el cognac.

-Bueno, yo acabo de recibir una carta de Susana Soca que me parece que tiene mucho que ver con lo que usted llama la enfermedad de la ostra -sacó dos hojas Esther De Cáceres de un sobre matasellado en París. -Y ella me cita este párrafo que tradujo de La nube del no-saber, un libro anónimo escrito originalmente en inglés y redescubierto  hace muy pocos años.

-Y le advierto que puede confundirse con San Juan de la Cruz -la complementó el psicoanalista que siempre supo acomodar sus intuiciones a la inevitable formación freudiana recibida en la facultad. -Pero es del siglo XIV.

-A mí me conmueven mucho estos tratamientos místicos que le dedican a mi sinvergüencismo -suspiró el hombre globulado por la desesperanza. -Adelante, ma Dame.

-Si lloraras en perpetuo llanto tus pecados y la Pasión de Cristo y ponderaras incesantemente los goces del cielo, ¿crees que te haría algún bien? -salmodió con exacerbamiento de cantante de ópera la mujercita obesa. -Mucho bien, no me cabe la menor duda. Estoy seguro de que aprovecharías y crecerías en la gracia, pero en comparación con el ciego impulso del amor, todo esto es muy poco. Pues la obra contemplativa del amor es la mejor parte y pertenece a María.

-Ah -dejó que se le bifurcaran hacia la copa dos caireles sebosos el hombre que ya había perdido dos botones del chaleco reventón. -Era eso.

-Sí -puso de nuevo en la biblioteca el librito acusado de degeneramiento y amoralidad Cáceres. -Y estoy seguro de que la sustancia extraña infiltrada en esta ostra que terminó por encandilar al mismísimo Torres fue lo que podríamos llamar el nácar de María. Ese es el precio que ustedes pagan al trabajar orientados nada más que por el bordecito de oro de la nube negra.

-Pero mire qué cosa, diría Paco poniéndose más carretilludo que un cocodrilo -provocó una carcajada unánime el ex-pianista mientras desapelotonaba el pañuelo mugriento.

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