sábado

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)

NOVENA ENTREGA

VIII

EL HAMBRE ERA UNA BUENA DISCIPLINA

Si vivís en París y no comés bastante, el hambre te hace sufrir, porque todas las panaderías tienen las vidrieras llenas de delicias, y la gente come al aire libre, en mesas puestas en la vereda frente a los restaurantes, y podés ver y oler la buena comida. Y si acababas de renunciar al periodismo para dedicarte a escribir cosas por las que nadie en América te pagaba un peso, y si al salir de tu casa decías que te habían invitado a comer pero no era verdad, el mejor sitio para matar las horas de la comida era el jardín del Luxemburgo, porque entre la plaza de l’Observatoire y la rue de Vaugirard no había ningún lugar que te tentara. Y al entrar en el museo del Luxemburgo los cuadros se afilaban y aclaraban y se volvían más hermosos cuando los mirabas con el estómago vacío y con la agudeza que da el hambre. Teniendo hambre, llegué a entender mucho mejor a Cézanne y su manera de construir los paisajes. Muchas veces me imaginé que él también debió tener hambre cuando los pintaba, aunque después pensé que lo más seguro era que él llegara incluso hasta olvidarse de que ya era la hora de comer. Son esas cosas raras que se te ocurren cuando te estás muriendo de sueño o de hambre. Y con el tiempo terminé pensando que él debía sufrir otra clase de hambre.

Y al salir del Luxemburgo se podía bajar por la angosta rue Férou hasta la place Saint-Sulpice, porque tampoco había  ningún restaurante y la plaza estaba tranquila, con sus árboles y sus bancos. Había una fuente con leones, y las palomas andaban por el empedrado y se posaban en las estatuas de los obispos. Además estaba la iglesia, y en la parte norte de la plaza había tiendas que vendían artesanías religiosas y ropa sacerdotal.

Ya al salir de la plaza era imposible seguir caminando hasta el río sin pasar frente a tiendas que ofrecieran frutas o verduras o vinos, o frente a panaderías y confiterías. Aunque si elegías bien el itinerario, dando  vuelta a mano derecha de la iglesia de piedra gris y blanca hasta llegar a la rue de l’Odéon, y volvías a doblar  a la derecha hasta la librería de Sylvia Beach, te encontrabas con muy pocas tiendas tentadoras en el camino. En la rue de l’Odéon no había ningún lugar para comer, a no ser que siguieras hasta la plaza, donde había tres restaurantes.

Y cuando al final llegaba al número 12 de la rué de l’Odéon ya se me había calmado un poco el hambre, aunque seguía hipersensibilizado. Las fotos de la librería me parecían diferentes, y me fijaba en libros que siempre me habían pasado desapercibidos.

-¡Hemingway, usted está muy delgado! -decía Sylvia. -¿Come bien?

-Por supuesto.

-¿Qué almorzó hoy?

Y a mí se me revolvía el estómago y contestaba:

-Es que todavía tengo que ir a mi casa a almorzar.

-¿A las tres de la tarde?

-¿Ya son las tres? Se me pasó el tiempo sin darme cuenta.

-Adrienne decía el otro día que quiere invitarlos a cenar a usted y a Hadley. Y podemos invitar también a Fargue. A usted le cae bien Fargue, ¿no? O podemos invitar a Larbaud. Estoy segura de que él también debe caerle simpático. O puede ser cualquier otro por el que sienta verdadera simpatía. ¿No se va a olvidar de decírselo a Hadley?

-A ella le va a encantar ir.

-Les mandaré un pneu. No trabaje tanto como para olvidarse de las comidas.

-No se preocupe.

-Y ahora vaya a su casa, porque se va a quedar sin comer.

-Igual me guardan la comida.

-No tiene que comer frío. Le conviene una buena comida caliente.

-¿No hay correo para mí?

-Me parece que no. Pero voy a mirar.

Miró, y encontró un papel con una nota y se puso contenta, y abrió con llave un cajón de su mesa.

-Llegó esto cuando yo no estaba -dijo.

Era una carta que tenía toda la pinta de tener plata adentro.

-Wedderkop -agregó Sylvia.

-Debe ser del Querschnitt. ¿Vio usted a Wedderkop?

-No. Pero vino cuando estaba George, y dejó esto. Ya va a hablar con usted, no se preocupe. Debe haber pensado que era mejor pagarle primero.

-Aquí hay seiscientos francos. Y dice que va a haber otros pagos.

-Qué suerte que a usted se le haya ocurrido hacerme mirar si había algo. Mi querido señor Buena Suerte.

-Lo que no puedo entender es por qué el único país donde puedo colocar mis cosas es Alemania. En el Querschnitt y en la Frankfurter Zeitung.

-Sí, es curioso. Pero no se preocupe. Además no es verdad. Siempre le puede colocar un cuento a Ford, para la Transatlantic Review -me tomó el pelo Sylvia.

-A treinta francos por página. Pongamos que coloque un cuento cada tres meses en la Transatlanlic. Si es un cuento de cinco páginas, terminaría sacando ciento cincuenta francos por trimestre. Seiscientos francos al año.

-Pero hombre, Hemingway, ahora no piense en lo que le pagan por los cuentos. Lo que importa es que usted sea capaz de escribirlos.

-Ya sé. Por supuesto que soy capaz de escribirlos. Pero nadie quiere comprarlos. Todavía no cobré nada desde que dejé el periodismo.

-Ya se van a vender. Fíjese que ahora mismo acaban de comprarle uno.

-Perdóneme, Sylvia. Perdone que hable de estas cosas.

-¿Qué hay que perdonar? Usted siempre puede hablarme, de esto o de cualquier otra cosa. ¿No sabe usted que los escritores nunca hablan más que de sus propios problemas? Pero prométame que no se preocupará, y que comerá lo suficiente.

-Se lo prometo.

-Bueno, entonces vaya a su casa y almuerce.

Salí a la rué de l’Odéon disgustado por haberme quejado de mi pobreza. Hacía lo que hacía por mi propia voluntad, y después me ponía estúpido. Aquel día hubiera podido comprarme por lo menos un pan, en lugar de quedarme sin comer. Al pensarlo, sentía en la boca el sabor de la cáscara tostada. Pero la boca se seca, con pan y sin nada que beber. Maldito quejoso. Sucio farsante haciéndote el santo y el mártir. Dejaste el periodismo porque quisiste. Tenés crédito, y sabés que Sylvia te prestaría plata. Ya te prestó plata muchas veces, además. Pero ahora te flagelás y después vas a seguir aflojando en otras cosas. Vas a decir que el hambre es una maravilla, y que hasta los cuadros te parecen mejores si no comiste. Pero comer es otra maravilla. ¿Y sabés adónde vas a comer ahora? Vas a comer en Lipp. A comer y a beber.

Caminé rápido hasta Lipp, y como mi estómago percibía todo con la misma rapidez que mis ojos o mi nariz el paseo se me hizo cortísimo. Había poca gente en la brasserie, y apenas me senté en la banqueta, entre el espejo y una mesa, el mozo me preguntó si quería cerveza. Pedí un distingué, que era una gran jarra de cristal con un litro de cerveza, y una ensalada de papas.

La cerveza estaba muy fría, y era un placer beberla. Las pommes à 1’huile eran de pulpa firme, marinadas en un delicioso aceite de oliva. Las condimenté con pimienta, y me las comí con el pan mojado en el aceite. Después de beber el primer largo trago de cerveza, seguí bebiendo y comiendo muy despacio. Cuando terminé las pommes à 1’huile pedí otra ración y un cervelas, que es una salchicha parecida a las de Frankfurt, pero muy grande, cortada en dos mitades y cubierta con una salsa especial, a base de mostaza.

Rebañé con pan todo el aceite y toda la salsa y bebí la cerveza despacio hasta que empezó a entibiarse. Cuando la terminé pedí un demi, y observé cómo llenaban el vaso de la espita del barril. Me pareció más frío todavía que el distingué, y bebí la mitad del vaso.

No podía decirse que yo estuviera preocupándome en serio, pensé. Yo sabía que mis cuentos eran buenos, y que al final iban a publicarlos en América. Cuando dejé el periodismo ya estaba completamente seguro de que mis cuentos iban a publicarse. Por ahora, sin embargo, todos los editores me habían devuelto los manuscritos que les mandé. Pero agarré confianza cuando Edward O’Brien aceptó el cuento «My Old Man» para su antología anual de relatos cortos, y además me dedicó el volumen de aquel año. Al acordarme me reí solo y bebí otro sorbo de cerveza. Mi cuento no había aparecido en la revista, y O’Brien tuvo que violar todas sus reglas para incluirlo en la antología. Me volví a reír solo, y el mozo me miró de reojo. Lo divertido era que después de tantas vueltas O’Brien había escrito mal mi nombre. El cuento que eligió era uno de los dos que me quedaron cuando se me perdieron todos los manuscritos. A Hadley le robaron la valija en la Gare de Lyon, cuando se le ocurrió llevarme todos los manuscritos a Lausanne para darme darme una sorpresa y así yo iba a poder trabajar en mis cosas durante las vacaciones en la montaña. Hadley se llevó los manuscritos originales y los pasados en limpio a máquina y las copias hechas con carbónico, todo muy bien ordenado en carpetas de cartulina. Uno de los dos cuentos se salvó porque Lincoln Steffens se lo había mandado al director de un periódico, y al final lo devolvieron. Cuando me robaron los demás todavía no me había llegado por correo. Y el otro cuento que se salvó era «Up in Michigan», que acababa de escribir cuando nos visitó Miss Stein. Como ella dijo que el relato era inaccrochable, nunca llegué a pasarlo a máquina. Se quedó traspapelado en un cajón.

A la vuelta de Lausanne pasamos por Italia, y un día le mostré el cuento que había escrito sobre las carreras de caballos a O’Brien, un hombre amable y tímido, pálido, con ojos azul claro y un pelo liso y lacio que se cortaba él mismo. En ese momento vivía como pensionado en un monasterio cerca de Rapallo y yo andaba muy mal. Creía que nunca más iba volver a ser capaz de escribir y le mostré el cuento a O’Brien como una curiosidad, en uno de esos impulsos que nos hacen mostrar tontamente la bitácora de un barco perdido en un naufragio inconcebible, o cuando exhibimos la bota y hacemos un chiste sobre el pie que tuvieron que amputarnos después de un accidente. Y cuando O’Brien leyó el cuento me di cuenta que aquello le dolía más que a mí. Yo nunca había visto nadie sufrir tanto por nada que no fuera una muerte o un dolor físico insoportable, como cuando Hadley me dijo que le habían robado los manuscritos. Mi mujer lloraba y lloraba sin parar, y no se animaba a contarme lo que le había pasado. Yo le dije que por muy grave que fuera el desastre, no valía la pena llorar tanto, y que dejara de preocuparse, porque fuera lo que fuera ya se iba a arreglar. Y que lo íbamos a arreglar entre los dos. Hasta que al final me lo dijo. Y aunque me lo aseguró varias veces yo no pude creer que también se hubiesen llevado las copias hechas con papel carbónico. En aquel momento yo ganaba un buen sueldo en el periódico y le pagué a un compañero para que hiciera mi reportaje, y volví a París en tren. Entonces comprobé que el desastre era verdad, y me acuerdo demasiado bien de lo que hice aquella noche, después de llegar al piso y comprobarlo. Pero cuando llegamos a Italia todo aquello ya estaba olvidado y como Chink me había enseñado a no hacer comentarios sobre las bajas después de un combate, le dije a O’Brien que no se lo tomara así porque probablemente la pérdida de mis trabajos de aprendiz me iba a servir de mucho, y en fin, le die toda esa clase de bobadas con las que se le levanta el ánimo a una tropa. Dije que iba a ponerme en seguida a escribir otros cuentos. Y en el momento en que pensé que le estaba mintiendo para que no se deprimiera, me di cuenta de que no era mentira.

Y sentado allí en Lipp me acordé del primer cuento que había logrado escribir después de la pérdida de mis manuscritos. Fue en Cortina d’Ampezzo, adonde me reuní con Hadley después de una temporada de esquí en primavera interrumpida para ir a hacer un reportaje a Renania y al Ruhr. Era un cuento muy sencillo titulado «Out of Season», al que había decidido sacarle el verdadero final, que era que el viejo protagonista se ahorcaba. Se lo saqué basándome en mi recién estrenada teoría de que es posible sacarle cualquier parte a un relato con la condición de saber muy bien lo que se le saca, y de que la parte que no se cuenta le da más fuerza al relato, y el lector siente que le están contando algo más de lo que está leyendo.

Bueno, pensé, y debe ser por eso que ahora nadie entiende mis cuentos. Porque es evidente que no les interesan a nadie. Pero algún día los van a entender, como pasa siempre con la pintura. Lo único que hay que hacer es dejar que pase el tiempo y tener confianza.

Y además hay que tener mucho cuidado para no dejar traslucir, en las épocas bravas, la obsesión con el hambre. El hambre es una buena disciplina, y enseña mucho. Y mientras la gente no entiende lo que escribimos, estamos más adelantados que ellos. Eso es lo que pasa, pensé, que estoy tan adelantado que no me alcanza la plata ni para comer todos los días. No estaría mal si los que vienen atrás se acercaran un poco.

Me di cuenta de que tenía que escribir una novela. Pero me parecía imposible lograrlo, cuando, justamente, me costaba muchísimo meter en un solo párrafo todo el jugo que se le puede sacar a una novela. Tenía que ponerme a escribir cuentos más largos, y a entrenarme para una carrera de larga distancia. Cuando escribí mi única novela anterior, perdida también con la valija que me robaron en la Gare de Lyon, yo tenía todavía la facilidad lírica de la adolescencia, tan perecedera y engañosa como la propia juventud. Yo sabía que probablemente era una suerte haber perdido aquella novela, pero sabía también que tenía que escribir otra. De todos modos, iba a demorar todo lo que pudiera, hasta que no me quedara más remedio. Y prefería matarme antes que escribir una novela nada más que para comer tranquilo. La tenía que escribir por otra clase de necesidad y cuando no me quedara otra elección. Ahora había que esperar el momento en que subiera la presión en la caldera. Mientras tanto, podía escribir un cuento largo sobre un tema que conociera bien.

Cuando tomé esa decisión ya había pagado la cuenta y salido de la cervecería, y crucé la rue de Rennes doblando hacia la derecha para no entrar en los Deux Magots a tomar café. Después me fui caminando a casa por la rue Bonaparte, que era el camino más corto.

¿Cuál era el tema que yo conocía mejor, y que todavía no había tocado en ninguno de los manuscritos perdidos? ¿Qué era lo que conocía mejor, y consideraba más importante para mí? Sobre ese punto, no tenía la menor duda. La única duda que tenía ahora estaba en la elección de cuál el camino más corto que había que tomar para llegar lo antes posible al lugar de trabajo. Aquel día, el camino más corto llevaba de la rue Bonaparte a la rue Guynemer, y después a la rué d’Assas, y finalmente subía por la rué Notre-Dame-des-Champs hasta la Closerie des Lilas.

Me senté en un rincón con la luz del atardecer pasándome por arriba del hombro, y me puse a escribir en mi libreta. El mozo me trajo un café crème, y llegué a tomar la mitad hasta que se enfrió, y el resto  quedó olvidado allí en la mesa. Cuando terminé de escribir, no quería alejarme de mi río ni dejar de mirar las truchas en el remanso y la superficie del agua henchida y lisa, que presionaba contra la resistencia del puente de madera. El tema del cuento era la vuelta de la guerra, pero a la guerra no se la nombraba nunca.

Y al otro día el cuento volvería a estar frente a mí, y yo tenía que construir el río y los campos y todo lo que pasaba en el relato. Empezaba una serie de días que había que llenar completamente con el trabajo.  Era lo único que importaba. En el bolsillo tenía la plata que había llegado de Alemania, así que no tenía apuro. Y cuando se me terminara aquella plata, ya iba a aparecer otra.

Ahora lo que importaba era mantener la cabeza tranquila hasta que me pusiera a trabajar la próxima mañana.

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