lunes

ENCUENTRO CON LA SOMBRA (El poder del lado oscuro de la naturaleza humana)


TRIGESIMOQUINTA ENTREGA


SEGUNDA PARTE: EL ORIGEN DE LA SOMBRA: LA FORMACIÓN DEL YO ENAJENADO EN LA FAMILIA

9.  EL LADO OCULTO DE LA RELACIÓN MADRE-HIJA (1)      


Kim Chernin


Autora de The Obsesion; In My Mother’s House; The Hungry Self, el libro de poesía The Hunger Song y la novela The Flame BearersActualmente vive en Berkeley, California, donde trabaja con mujeres quejadas de desórdenes alimenticios y crisis de desarrollo.

El lado más oculto y amargo de la relación madre-hija se deriva de la creencia de que todo lo que posean las hijas se debe al esfuerzo de las madres. De este modo a la madre no le queda más remediar que terminar envidiando a su hija. ¡Qué desdichada y cruel ironía envidiar aquellas oportunidades que tanto se han esforzado en proporcionar a sus hijas!

El análisis de mi propia experiencia como madre no sólo me ha llevado a darme cuenta de que la mayor parte de las mujeres que acuden a mi consulta sienten envidia y resentimiento por el prometedor futuro que parece abrirse ante sus hijas sino que también me ha permitido tomar conciencia de que los desórdenes alimenticios suelen acabar rápidamente con esta situación.

Hay pocas emociones más difíciles de asumir que la envidia que siente una madre por su querida hija. Naturalmente queremos lo mejor para nuestras hijas, por ellas somos capaces de negarnos a nosotras mismas. ¿Qué podemos hacer, por tanto, con la irritación que nos despierta escucharlas hablar de la “nueva mujer”? ¿Qué hacer con el resentimiento -muchas veces imposible de encubrir- que nos embarga cuando las vemos organizar su futuro, decidir los hijos que tendrán, cuántas veces darán la vuelta al mundo, como llegarán a ser pintoras o irán de compras a las rebajas de la tienda de la esquina? ¿Conviene entonces reprimir una amarga sonrisa, esbozar una mirada condescendiente o simplemente asentir con la cabeza?

Las mujeres que acuden a mi consulta suelen haber elegido su propia vida. Son mujeres que recibieron una educación esmerada e iniciaron incluso una carrera universitaria a la que terminaron renunciando a regañadientes como parte del precio que exige la maternidad. Son mujeres, en fin, que sienten envidia y resentimiento hacia sus propias hijas.

Pero esta envidia también está presente en las mujeres que intentan combinar la maternidad con la vida profesional. En este caso, sin embargo, el problema radica en las múltiples decisiones -generadoras de gran cantidad de incertidumbre, angustia y rabia- que deben tomar cotidianamente. ¿Permitiremos que el niño vea la televisión un rato más para poder seguir dibujando o pintando? ¿Prepararemos espinacas congeladas -que no necesitan ser lavadas- para poder disponer de diez minutos extras para la contemplación o la meditación? ¿Dejaremos a los niños una o dos horas antes más en la guardería para poder asistir a ese cursillo que tanto nos interesa? A veces tomamos una decisión, otras la contraria, otras, por último, comenzamos nuestra meditación para terminar interrumpiéndola súbitamente advertimos que ya ha sonado la hora de ir a recoger a los niños.

Por más esfuerzos que hiciera nuestra madre por disimularlo cuando éramos pequeñas nos dábamos perfecta cuenta de sus enfados. La escuchábamos repetir una y otra vez hasta la saciedad que las aspiración mas noble de una mujer es la de sacrificarse por su familia para oír, acto seguido, que ella no estaba haciendo ningún sacrificio. La vimos malgastar días enteros haciendo el pastel sueco de centeno que aprendió de su abuela; sentimos cómo buscaba en nuestro rostro una justificación a sus esfuerzos; vimos cómo el frasco de harina y el de levadura quedaron olvidados  en el fregadero hasta que la hija mayor -la misma que años más tarde terminaría sometiéndose a un severo régimen alimenticio- los lavó y colocó nuevamente en el estante.

Vimos cómo nuestra madre iba y venía inquietamente una y otra vez entre la sección de comida congelada y la de verduras frescas del supermercado; la recordamos cogiendo, con expresión desencajada, un paquete de espinacas congeladas mientras nos explicaba que no ocurriría nada malo si por una vez cenábamos comida congelada; la vimos dar súbitamente media vuelta y dejar de nuevo el paquete en su lugar como si fuera algo repugnante; recordamos cómo la seguimos hasta la sección de verduras frescas, cómo dejaba un manojo de espinacas en su cesta, cómo echaba una mirada al reloj con una expresión de angustia y cansancio en el rostro y arrojaba nuevamente las espinacas en su sitio para correr otra vez a la sección de alimentos congelados. Recordamos cómo discurrió la mañana yendo de las verduras a los congelados entre risas inquietas, como si fuera un juego, en un periplo cotidiano entre las obligaciones y la libertad personal que expresaba toda su inseguridad y resentimiento. Recordamos también cómo finalmente nuestra madre compró espinacas frescas que terminaron pudriéndose en el congelador.

Pero los niños, al igual que los adultos, también disciernen y se dan cuenta de que su madre no acepta sin más sus obligaciones, sienten la amarga resignación con la que asume su maternidad, se dan cuenta de la envidia que las embarga cuando la hija toma sus propias decisiones, experimenta los intentos larvados de boicotear su desarrollo y advierte claramente la amarga decepción que la atormenta por su propia ambigüedad. Pero aunque la madre se avergüence de sus sentimientos y no los llegue a reconocer, la hija, sin embargo, se da perfecta cuenta.

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