QUINCUAGESIMOSEXTA ENTREGA
TERCERA PARTE
II (1)
-Allí -exclamó el mestizo con una especie de relincho triunfante, como si por espacio de siete horas hubiese padecido con inocencia bajo la sospecha del fraude. Señalaba por encima del barranco a un grupo de cabañas en una península de rocas que sobresalía en el otro lado del precipicio. Estaban, quizás, a unas doscientas yardas, pero tardarían lo menos una hora en alcanzarlas, bajando unos mil pies por un camino en revueltas y subiendo después otros tantos.
El cura, desde su mula, escudriñaba con atención: no descubría movimiento por parte alguna. Incluso el puesto de vigía, la pequeña plataforma de ramaje construida sobre un montículo más alto que las chozas, estaba vacío. Dijo:
-No parece haber nadie por allí.
-Y bien -repuso el atravesado-, no esperaba usted encontrar a nadie, ¿verdad? Excepto a él. Y él está allí. Pronto lo verá usted.
-¿Dónde están los indios?
-¿Ya vuelve usted a lo mismo? -se quejó el hombre-. Desconfianza. Siempre desconfianza. ¿Cómo he de saber dónde están los indios? Le dije a usted que él estaba solo, ¿no es así?
El cura se apeó.
-¿Qué hace usted ahora? exclamó el mestizo desesperadamente.
-Ya no necesitaremos las mulas. Se las puede llevar.
-¿Que no las necesitaremos? ¿Y cómo marchará usted de aquí?
-Oh -contestó él-. No tendré que preocuparme de eso, ¿no es cierto?
Contó cuarenta pesos y dijo al muletero:
-Le alquilé a usted para Las Casas. Pues ha tenido usted suerte. Le pago los seis días.
-¿No me necesitará más, Padre?
-No; creo es mejor que se marche usted de aquí de prisa. Y déjeme lo que usted sabe.
El mestizo protestó con excitación:
-No podemos andar todo ese trecho, Padre, ¡ca! El hombre se muere.
-Adelantaremos lo mismo con nuestras propias pezuñas. Ahora, amigo, váyase.
El mestizo vio emprender el camino a las mulas por el sendero pedregoso y estrecho con ojos ávidos de codicia; desaparecieron al rodear un saliente rocoso... crac, crac, crac, el sonido de sus cascos iba disminuyendo hasta apagarse del todo.
-Ahora -dijo el cura con prisa- no nos demoraremos más.
Y empezó a bajar el sendero, con una talega pequeña colgada de un hombro. Sentía jadear detrás al atravesado. Su aliento olía a podrido; le habrían dado demasiada cerveza en la capital. Y él pensó con raro matiz de afecto desdeñoso, en lo mucho que ocurriera a los dos desde su primer encuentro en un pueblo cuyo nombre no sabía siquiera: el atravesado tumbado bajo el calor del mediodía, meciendo su hamaca con el amarillo pie desnudo. Si en aquel momento hubiese estado dormido, no hubiera sucedido todo aquello. En realidad el pobre diablo tuvo una mala suerte horrible al ir a cargar con un pecado de tal magnitud. Echó una mirada rápida detrás y vio los rollizos dedos de los pies sobresalir como babosas de las sucias alpargatas. El hombre caminaba cuesta abajo refunfuñando sin cesar. “Pobrecillo -pensaba él-, en realidad no es bastante malo.”
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