lunes

SUPLEMENTO DEL TALLER LITERARIO DE LIVERPOOL F.C. (18)

FEDERICO RODRIGO

OBDULIO

Los relámpagos de su garganta inmovilizan el viento de miedo mientras su suave sencillez ni siquiera despega en vuelo Dientes de León.

La mañana se despertó quieta. Cuando sentí la caldera chiflar bajito supe que la paz era delicada pero imprescindible.

Anoche el técnico lo consultó y todos estamos en sus manos. En las manos del rugido sensible. En las manos del sabio analfabeto.

Vi la calma sentada a su lado, a la sombra de un árbol. Vi cómo su locura (nuestro doceavo jugador) le silbaba a cada una de las aves. Quién más podría enseñarnos a cantar la grandeza del alma.

Su mente vacía es la única capaz de agarrar esa genialidad evidente que los ojos sucios de obviedad jamás verán.

¡No molesten al prócer! Sigue preguntándose en los pájaros cómo saldremos de esta batalla.


IVONNE DÍAZ

LA IMPONENTE DIMENSIÓN DE LA TRANSPARENCIA

En mi diccionario había palabras de muchos colores, inocencia blanca, verano amarillo, por supuesto una verde esperanza, azul amor, energía naranja. No faltó la muerte negra, ni la gris monotonía o el rojo de la pasión.

Creí que el fracaso no estaba y que el vacío no existía, pero sí, los tenía frente a mis ojos y no podía verlos por su falta de color. Secos, estériles, transparentes, amargos, reales.

Y ahora vengo a reconocerlos, cuando no hay vuelta atrás, cuando estoy agotada y sin armas de combate (si alguna vez las tuve, no quise usarlas). Y me doy cuenta que ellos siempre estuvieron junto a mí, silenciosos, agazapados. Si alguna vez los presentí me distraje mirando para otro lado, insistiendo en negarlos, cuando ellos no dudaron en acompañarme. Los ignoré, me engañaron. Me envolvieron sutilmente en sus redes, justo ahora que no hay vuelta atrás. Justo ahora, cuando creí que había triunfado, cuando tenía mi recompensa, mi premio inmerecido, me atacan ferozmente, con toda su transparencia, con su imponente dimensión, y bastan dos palabras, sólo esas dos palabras.

Y vos que decías que yo no podía alegrarme con alegrías ajenas, pero sí solidarizarme con las penas, y al final yo nunca había sentido  el zarpazo  del fracaso y el vacío,  esos ladrones de fuerzas, esos asesinos de sonrisas, que corroen el más puro amor, que pudren el agua más cristalina, que inhabilitan la vida sencilla y feliz, que devoran lentamente las ganas de vivir, porque para qué, para qué, para qué.


ARIEL AZOR

EL NACIMIENTO

Jorge hace buches con aguardiente y los escupe con todas sus fuerzas sobre su antebrazo maldiciendo palabras en el idioma de sus antepasados, salpicando también el piso, escapando de la pieza de al lado, donde el horror de los gritos y el olor a sangre y muerte se mezclan.

A veces inclina la botella sobre su boca tragando el fuerte líquido hasta que le quema las entrañas y otras maldice en confusas palabras a la vez que escupe sobre las marcadas muñecas: marcadas por los dientes de aquella que sostenía con todas sus fuerzas cuando fue operada en carne viva para que su hijo naciera.

La desgraciada mujer, caída en el sueño de la fatiga y el desmayo después de tanto sufrimiento ahora dormía. Su marido, enfermo y paralitico desde hacía un tiempo, decidió cortar con su vida rebanándose la garganta en el catre de arriba.

El niño no para de llorar y las comadres no dejan de gritar rezando mientras limpian la sangre que está en las sábanas, en los colchones y en todos los rincones.

El médico y su hijo, ayudante y heredero de la profesión, ya se habían ido.

Nadie entendía por qué el marido se había suicidado mientras el niño nacía. Tampoco vieron el momento en que lo hizo, todos tenían sus ojos puestos en la cama de abajo, en la joven india que gritaba, maldecía y mordía a quien la sostuviera mientras el médico trabajaba en ella.

Jorge notó que sus apagados ojos no dejaban de mirarlo con odio desde la cama de arriba mientras él sostenía abajo a la desesperada mujer y el brillo del arma blanca bajo las sábanas, le anunció que habría alguna muerte. Sintió alivio cuando lo vio darse vuelta recostando su cara de frente a la pared, dándole la espalda a todo y que no fueran él o el niño los que probaran el filo de su daga.

El hijo del doctor escuchó los primeros llantos del niño y apoyó su pie en la cama de abajo señalándole que el recién nacido era un varón y lo encontró sin respuestas, ahogado en su propia muerte.

Jorge sacudió la botella y se tomó de un sorbo el resto de aguardiente. Su cara de cacique, parda pero pálida, se puso colorada y más blanca.

En la otra pieza ahora reinaba el confundido silencio del murmullo.

-Habrá sido para no ver sufrir tanto a su mujer -se escuchó decir a alguien.

Jorge entró y tomó al niño en brazos. “No hay dudas” se dijo, y lo levantó tan alto como sus brazos pudieron mostrándoselo al cielo, a las comadres y a sus antepasados, “Es igual a su padre” gritó. Lo apretó contra su pecho y le besó la cabecita calva y parda. La madre, ya despierta, dijo:

-Perdoname por haberte mordido. El dolor me obligó.

-Miralo -le dijo Jorge, llevándole al niño. -Miralo, es igual al padre y a la madre. Los caciques siempre existiremos.


JOSÉ LUIS MACHADO

ESTO NO ES NADA

En el borde del arroyo habían preparado otra sepultura por las dudas, y el tío Jorge esperaba sentado a pocos metros, fumando.

El cacique de la tribu y la curandera se sentaron en el tronco de un árbol y los indios comenzaron a preparar las cosas para la ceremonia. Uno de ellos tarareaba. Tío Jorge se paró y caminó hacia el agua sin dejar de mirar la toldería. El indio viejo que cantaba le pasó al lado con unos yuyos en la mano y lo miró como si no existiera.

Él sabía que la embarcación donde iban su hermano y su sobrino ya había dejado atrás la oscuridad. La suya, en cambio, reposaba vacía en la otra orilla. El tío Jorge escuchó el llanto del recién nacido, que parecía mezclarse con la niebla matinal, más allá del humo de un fogón. Los nativos trabajaban con solemnidad lenta. La madre del muerto estaba lavando el cuerpo de su hijo mientras una indiecita joven cargaba la colcha húmeda hacia las piedras. Todavía hacía frío en el lago. El sol remaba con todas sus fuerzas, pero la bruma le llevaba ventaja.

-¿Cómo está la madre, Tuma? -preguntó el tío Jorge.

El indio dejó de tararear y dijo:

-Mala. Pero abrió los ojos.

-¿Y el niño?

-El niño prendido a la teta.

Después de un rato el tío Jorge se subió a lo más alto de una colina y pudo ver cómo la enfermera subía sus cosas al bote ayudada por un indio joven. La bruma se disipó por completo. La claridad era pura. El indio joven empujó el bote y comenzó a remar ágilmente. Los vio atravesar la pradera reverdecida. El indio joven iba delante cargando un bulto. Entraron al  monte y enseguida hicieron un alto para descansar. Después siguieron las huellas hasta el pasaje de las leñas. Allí el camino se abría llano y el andar se hacía más sencillo. El guía se detuvo y acomodó el bulto en su espalda. Los dos parecían parecían flotar por el campo, con paso decidido.

Antes de la curva apareció un perro moviendo la cola. Más acá se veían los techos de las tolderías de los indios. Unas cuantas gallinas revolotearon ante los recién llegados. El indio joven bajó con cuidado la carga y la apoyó al lado de la puerta. Mary les repartió unas frutas a los niños que salieron a recibirla. Desde la toldería manaba un vaho limpio mezclado con olores antiguos. En la puerta esperaba una anciana con los ojos cansados.

El tío Jorge dejó de mirar y comenzó a bajar por la colina.

Adentro de la choza, una india joven estaba recostada en una tarima: en su cara tenía el color a madre recién parida y el bebé parecía dormir plácido entre sus brazos. Mary saludó y brindó sus respetos. Después, con su pulcritud y profesionalidad de siempre, revisó y desinfectó la herida.

Afuera algunos indios tapaban el pozo. El ritual estaba por empezar.

Al rato la enfermera ordenó sus cosas y se lavó las manos con alcohol. La anciana mandó llamar al indio joven para que se encargara del equipaje, ahora más liviano.

En el momento en que se iban llegó el tío Jorge. La enfermera lo miró sorprendida y el tío Jorge la miró con dos signos de interrogación por ojos.

-La india está bien -dijo Mary.

-¿Y el niño?

-Durmiendo. Bueno, yo ya terminé mi trabajo aquí. ¿Viene con nosotros?

-No. Ese niño precisa un padre.

Mary enarcó las cejas pero no dijo nada. En ese momento notó de las marcas de una mordedura en el brazo del tío Jorge.

-¿Y eso?

-¿Esto? -dijo el tío Jorge tocándose la herida. -Esto no es nada.

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