sábado

FELISBERTO HERNÁNDEZ - LAS HORTENSIAS (6)


IV (1)       


Horacio logró convencer a María de que lo mejor sería pasar en silencio la puñalada a Hortensia. El día que Facundo la vino a buscar traía a Luisa, su amante. Ella y María fueron al comedor y se pusieron a conversar como si abrieran las puertas de dos jaulas, una frente a la otra y entreveraran los pájaros; ya estaban acostumbradas a conversar y escucharse al mismo tiempo. Horacio y Facundo se encerraron en el escritorio; ellos hablaron en voz baja, uno por vez y como si bebieran, por turno, en un mismo jarro. Horacio decía:

-Fui yo quien le dio la puñalada: era un pretexto para mandarla a tu casa sin que se supiera, exactamente, con qué fin.

Después los dos amigos se habían quedado silenciosos y con la cabeza baja. María tenía curiosidad por saber lo que conversaban los hombres; dejó un instante a Luisa y fue a escuchar a la puerta del escritorio. Creyó reconocer la voz de su marido, pero hablaba como un afónico y no se le entendía nada. (En ese momento Horacio, siempre con la cabeza baja, le decía a Facundo: “Será una locura; pero yo sé de escultores que se han enamorado de sus estatuas”). Al rato María pasó de nuevo por allí; pero sólo oyó decir a su marido la palabra posible; y después, a Facundo, la misma palabra. (En realidad, Horacio había dicho: “Eso tiene que ser posible”. Y Facundo le había contestado: “Yo haré todo lo posible”).

Una tarde María se dio cuenta que Horacio estaba raro. Tan pronto la miraba con amable insistencia como separaba bruscamente su cabeza de la de ella y se quedaba preocupado. En una de las veces que él cruzó el patio, ella lo llamó, fue a su encuentro y pasándole los brazos por el cuello, le dijo:

-Horacio, tú no me podrás engañar nunca; yo sé lo que te pasa.

-¿Qué? -contestó él abriendo ojos de loco.

-Estás así por Hortensia.

Él se quedó pálido:

-Pero no, María; estás en un grave error.

Le extraño que ella no se riera ante el tono en que le salieron esas palabras.

-Sí… querido… ya ella es como una hija nuestra -seguía diciendo María.

Él dejó por un rato los ojos sobre la cara de su mujer y tuvo tiempo de pensar muchas cosas; miraba todos sus rasgos como si repasara los rincones de un lugar a donde había ido todos los días durante una vida de felicidad; y por último se desprendió de María y fue a sentarse a la salita y a pensar en lo que acababa de pasar. Al principio, cuando creyó que su mujer había descubierto su entendimiento con Hortensia tuvo la idea de que lo perdonaría; pero al mirar su sonrisa comprendió el inmenso disparate que sería suponer a María enterada de semejante disparate y perdonándolo. Su cara tenía la tranquilidad de algunos paisajes; en una mejilla había un poco de luz dorada del fin de la tarde; y en un pedazo de la otra se extendía la sombra de la pequeña montaña que hacía su nariz. Él pensó en todo lo bueno que quedaba en la inocencia del mundo y en la costumbre del amor; y recordó la ternura con que reconocía la cara de su mujer cada vez que él volvía de sus aventuras con sus muñecas. Pero dentro de algún tiempo, cuando su mujer supiera que él no sólo no tenía por Hortensia el cariño de un padre sino que quería hacer de ella una amante, cuando María supiera todo el cuidado que él había puesto en organizar su traición, entonces, todos los lugares de la cara de ella serían destrozados: María no podía comprender todo el mal que había encontrado en el mundo y en la costumbre del amor; ella no conocería a su marido y el horror la trastornaría.

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