sábado

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)


TERCERA ENTREGA

II


MISS STEIN DA CÁTEDRA (2)


Mi mujer y yo fuimos a visitar a Miss Stein, y tanto ella como la amiga con la que vivía nos recibieron con amistosa cordialidad, y nos gustó mucho aquel gran estudio con sus cuadros extraordinarios. Era como una de las mejores salas de un museo admirable, con la diferencia de que allí había una gran chimenea y nos sentíamos cómodos, y nos daban bien de comer y té y licores naturales de ciruelas rojas o amarillas o de moras silvestres. Eran aguardientes aromáticos e incoloros, que traían en jarras de cristal tallado y servían en copitas minúsculas, y tanto el quetsche como la mirabelle o la framboise nos inundaban la lengua con el sabor de los frutos transformado en un fuego discreto.

Miss Stein tenía una complexión maciza, aunque no era alta. Sus hermosos ojos y sus facciones rudas de judía alemana hubieran podido muy bien ser friulanas, y tanto su ropa como su expresividad la hacían parecer una campesina del norte de Italia, con aquel moño alto y brillante que seguramente usaba desde que era una muchacha.  Miss Stein hablaba sin parar y al principio de nuestra amistad no hablaba más que de personas y de lugares.

Su compañera tenía una voz muy agradable, era pequeña y muy morena, peinada como Juana de Arco en los dibujos de Boutet de Monvel, y de nariz muy ganchuda. Cuando las visitamos por primera vez estaba bordando, y siguió con su labor además de servirnos la comida y la bebida y darle conversación a mi mujer. Su costumbre era mantener un diálogo y al mismo tiempo escuchar e intervenir de vez en cuando en el de al lado. Más adelante me explicó que ella estaba encargada de dar conversación a las esposas. Mi mujer y yo nos dimos cuenta de que a las esposas sólo se las toleraba. Pero Miss Stein y su amiga nos caían simpáticas, aunque la amiga asustaba un poco. Los cuadros y los pasteles y los aguardientes eran una verdadera maravilla. Evidentemente nosotros también les caíamos simpáticos a ellas y nos trataban como si fuéramos niños muy buenos y bien educados y precoces, y tuve la impresión de que nos perdonaban el estar enamorados y casados (con el tiempo, ya nos corregiríamos), y cuando mi mujer las invitó a tomar el té, aceptaron.

Cuando vinieron a casa nos parecieron más cariñosas todavía, aunque es posible que fuera porque el piso era muy chico y nos acercaba mucho más unos a otros. Miss Stein se sentó en el somier puesto en el suelo que usábamos como cama y quiso ver los cuentos que tenía escritos y le gustaron, menos uno que se titulaba Allá en el Michigan.

-Es bueno -dijo. -Eso no se discute. Pero es inaccrochable, no se puede mostrar. Quiero decir que es como un pintor que pinta un cuadro y después no lo cuelga en una exposición porque nadie se lo va a comprar porque no puede colgarlo en su casa.

-¿Pero usted no piensa que tenemos la necesidad de usar las palabras que usarían los personajes en esas situaciones, aunque sean indecentes? ¿No piensa que no hay más remedio que usarlas para que el cuento trasmita algo verdadero?

-Eso no es lo que importa -dijo ella. -No hay escribir nada que sea inaccrochable. No se gana nada con esa estupidez.

Ella incluso quería que lo publicaran en el Atlantic Monthly, según me dijo, y estaba segura de conseguirlo. Dijo que yo no era bastante buen escritor para aquella revista o para el Saturday Evening Post aunque era posible que tuviera un estilo nuevo de escribir a mi manera, pero lo primero que tenía que meterme en la cabeza era no escribir cuentos que fueran inaccrochables. No se lo discutí ni traté de volver a explicarle la intención de mis diálogos. Era asunto mío y me interesaba más escuchar que hablar. Aquella tarde nos enseñó también el modo de comprar cuadros.

-Uno puede comprarse ropa o vestidos -dijo-. Eso es todo. Hay que ser riquísimo para permitirse las dos cosas al mismo tiempo. Dele poca importancia a la manera de vestirse y no le dé ninguna a la moda, compre ropa cómoda y que dure, y con lo que ahorre en eso va a poder comprar cuadros.

-Pero es que aunque no me compre otro traje en mi vida -dije- nunca tendré dinero para comprar los Picassos que quisiera.

-No, claro. No está a su alcance. Usted tiene que comprar a pintores de su edad, a muchachos de su generación. Ya va a encontrar algunos en el barrio. Siempre aparecen nuevos pintores serios y buenos. Pero lo que importa no son los trajes que usted pueda comprarse. El problema son los vestidos de su esposa. Vestir a una mujer es lo que sale caro.

Entonces me di cuenta que mi mujer estaba haciendo un gran esfuerzo por no mirar las extrañas ropas de batalla que usaba Miss Stein y que lo logró. Porque las dos señoritas no parecieron retirarse molestas con nosotros, y fuimos invitados a volver al 27 de la rue de Fleurus.

Algún tiempo después yo fui invitado a pasar por el estudio a cualquier hora después de las cinco, todo el invierno. Fue un día que encontré a Miss Stein en el Luxemburgo. No puedo recordar si ella estaba paseando al perro, y ni siquiera recuerdo si en aquel tiempo tenía un perro. Yo me estaba paseando a mí mismo, porque entonces no podíamos mantener ni perro ni gato, y mis únicos gatos conocidos eran los de los cafés o los pequeños restaurantes, o los grandes gatos que se hacían admirar en las ventanas de las porterías. Más adelante, a menudo encontré a Miss Stein con su perro en los jardines del Luxemburgo, pero me parece que en ese momento todavía no tenía ninguno.

En todo caso, con perro o sin perro acepté su invitación, y me acostumbré a ir a su estudio, y ella me servía siempre el eau-de-vie natural, y enseguida me volvia a llenar la copa, y yo miraba los cuadros y charlábamos. Los cuadros me entusiasmaban y la charla era muy buena. Ella me hablaba mucho de pintura moderna y de los pintores, más como personas que como pintores, y me hablaba de su propia obra. Me mostró todos los tomos que tenía manuscritos y que su compañera iba pasando a máquina. Dedicar cada día cierto tiempo a escribir la hacía feliz, pero a medida que la fui conociendo mejor me di cuenta de que para sostener su felicidad hacía falta que aquella producción diaria, incesante pero variable según su energía, se publicara y tuviera éxito.

La crisis todavía no era aguda cuando la conocí, gracias a que tenía publicados tres relatos perfectamente inteligibles para todo el mundo. Uno de ellos, Melanctha, era muy bueno, y también se habían publicado algunas buenas muestras de sus experimentos de estilo en un volumen y habían sido elogiadas por críticos que eran amigos o conocidos suyos. Ella tenía tanta personalidad que cuando quería ganarse a alguien no había modo de resistirse, y muchos críticos que la visitaron y vieron sus cuadros se entusiasmaron con textos suyos que no comprendían, simplemente porque ella los entusiasmaba como persona y porque tenían confianza en su sentido crítico. Además ella había descubierto verdades válidas y valiosas en cuestiones de ritmo y repetición de palabas, y las sabía explicar.

Pero le repugnaba el trabajo sacrificado de retocar y corregir, y se sublevó contra la obligación de hacerse entender, por mucha que fuera su necesidad de que la publicaran y la aceptaran oficialmente, sobre todo en el libro increíblemente largo que tituló The Making of Americans.

El libro empezaba espléndidamente y marchaba muy bien por un largo tramo con pasajes de brillantez majestuosa, hasta que terminaba prolongándose interminablemente con repeticiones que un escritor más concienzudo y menos tozudo hubiera tirado a la papelera. Llegué a conocer muy bien la obra cuando convencí (aunque más bien obligué) a Ford Madox Ford a publicarla por entregas en The Transatlantic Review, sabiendo que duraría más que la revista. Incluso tuve que corregirle todas las galeradas, porque a ella ese trabajo también la molestaba.

Y me acuerdo que años después, una tarde muy fría Miss Stein también se decidió a darme cátedra sexual. Ya habíamos llegado a querernos mucho y yo a aprender la lección de que en todas las cosas que no comprendemos se puede descubrir un secreto importante. Miss Stein pensaba que en materia sexual yo era un ser primitivo, y debo admitir que me quedaban prejuicios contra la homosexualidad ya que conocía sus aspectos más toscos. La conocía como la razón para que un muchacho tuviera que llevar un cuchillo y estar dispuesto a usarlo cuando se encontraba en compañía de vagabundos, en los días en que la palabra «lobo» ya tenía un sentido obsceno en América, pero no designaba precisamente, como ahora, a un obseso por las mujeres. Desde mis tiempos en Kansas City, conocía muchos términos y frases inaccrochables, y sabía lo que pasa en muchos lugares de aquella ciudad y de Chicago y en los barcos que cruzan los grandes lagos de la frontera. Miss Stein me hacía muchas preguntas y yo trataba de explicarle que cuando un muchacho andaba en compañía de hombres tenía que estar dispuesto a matar a cualquiera, y saber cómo se hace y realmente sentirse capaz de hacerlo, si no quería ser “molestado”, para decirlo con un término accrochable. Cuando alguien se siente capaz de matar los demás se daban cuenta enseguida y lo dejan en paz, aunque siempre había ciertas situaciones a las que no convenía dejarse llevar ni por la fuerza ni por la trampa. Hubiera podido expresarme con mayor claridad usando un dicho inaccrochable que les oí a los lobos en los barcos de los lagos: “Si se cosen las rajas, yo se las meto por los ojos.» Pero siempre cuidé mi lenguaje con Miss Stein, aunque un dicho verdadero hubiera podido aclarar o expresar mejor mi prejuicio.

-Sí, Hemingway, sí -decía ella. -Pero usted vivía en un ambiente de delincuentes y de pervertidos.

No quise discutírselo, aunque mi opinión era que yo había vivido en un mundo como cualquier otro, donde había toda clase de gente que traté de entender, aunque a algunos tipos no pude tomarles cariño y a otros todavía los odiaba.

-¿Y qué me dice usted del viejo de modales exquisitos y apellido ilustre, que en Italia me visitaba en el hospital y me traía botellas de Marsala o de Campari y se portaba perfectamente hasta que un buen día tuve que decirle a la enfermera que nunca más lo dejara entrar en mi cuarto? -pregunté.

-Esos son enfermos que no pueden contenerse, y a los que usted debería compadecer.

-¿Debo compadecerme de Fulano? -pregunté, y dije el nombre de alguien que vive nombrándose tanto a sí mismo con tanto placer que me parece que no hay necesidad de que ahora yo lo repita en lugar suyo.

-No. Es un vicioso. Es un corruptor y de verdad vicioso.

-Pero dicen que es buen escritor.

-No -dijo ella-. Es un charlatán que corrompe por el placer de corromper, y arrastra a los demás a otras prácticas viciosas. A las drogas, por ejemplo.

-¿Y el sujeto de Milán a quien debo compadecer no estaba acaso queriendo corromperme?

-Pero no diga tonterías. ¿Quién va a corromperlo a usted? ¿Quién puede corromper a alguien que es capaz de mezclar alcohol blanco con una botella de Marsala? No, hombre, era un viejo desgraciado que no podía contenerse. Estaba enfermo y usted debería compadecerle.

-Ya lo compadecí -dije. -Pero me decepcionó porque sus modales exquisitos me habían impresionado.

Tomé otro sorbo del aguardiente y compadecí al viejo y miré al Picasso que era un desnudo de una chica con una canasta de flores. No era yo el que había empezado aquella conversación, y me pareció que se ponía peligrosa. Casi nunca había ninguna pausa en una conversación con Miss Stein, pero estábamos en una pausa y ella quería decirme algo y llené mi copa.

-La verdad, Hemingway, es que en esta cuestión usted es un ignorante -dijo ella. -Solamente conoció a delincuentes convictos y a enfermos y viciosos. El punto decisivo es el que el acto que cometen los homosexuales masculinos es feo y repelente, y después se tienen asco a sí mismos. Se emborrachan y se drogan para apagar el asco, pero su acto les repugna y siempre están cambiando de partenaires y nunca logran ser verdaderamente felices.

-Ya me di cuenta.

-Entre mujeres es lo contrario. No hacen nada que les dé asco ni nada repulsivo; y luego son felices y pueden pasar juntas una vida feliz.

-¿Y qué piensa de Fulana? -dije.

-Es una viciosa -sentó Miss Stein. -Es viciosa de verdad, y claro, no logra sentirse feliz más que con gente nueva. Es una corruptora.

-Comprendo.

-¿Está seguro de que lo comprende?

En aquellos días habían tantas cosas nuevas para comprender, que me sentí aliviado cuando cambiamos de conversación. El parque ya estaba cerrado y tuve que rodearlo caminando por la rue de Vaugirard. Me puso triste no poder atravesarlo para llegar más rápido a la rue Cardinal-Lemoine y meterme en casa. Y pensar que aquella mañana había tanta claridad. Al otro día iba a tener que trabajar como una bestia. El trabajo es capaz de curar casi todo, pensaba yo entonces y lo sigo pensando ahora. Y de golpe me di cuenta de que para dejar contenta a Miss Stein lo único que tenía que hacer era curarme de ser joven y querer a mi mujer. No me sentía triste en absoluto cuando llegué a casa, y le expliqué lo que había aprendido a mi mujer. Aquella noche nos sentimos felices tanto con ese aprendizaje como con otras cosas que habíamos aprendido en las montañas.

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