miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

QUINCUAGÉSIMA ENTREGA
                            
TERCERA PARTE


I  (3)

Él siguió andando. “Un centenar de chicos (iba pensando) significan ciento sesenta pesos, incluida la misa de mañana. Tal vez pueda obtener los mulos y el guía por cuarenta pesos. El señor Lehr me dará comida para seis días. Me quedarían ciento veinte pesos.” Comparado con los años recientes, era una riqueza. Notaba el respeto que acompañaba su paso por la calle; los hombres se quitaban el sombrero. Parecía retroceder a los días anteriores a la persecución. Sentía la antigua vida robustecerse a su alrededor como un hábito, una situación inconmovible que le mantenía alta la cabeza y le marcaba el camino a seguir y hasta le componía las palabras. Una voz le dijo desde la cantina:

-Padre.

Era un hombre muy gordo, con triple papada mercantil: llevaba chaleco a pesar del  calor, y una cadena de reloj.

-¿Diga? -contestó él.

Detrás de la cabeza del hombre había botellas de agua mineral, de cerveza, de alcohol... Él dejó la calle polvorienta y se acercó al calor de la lámpara.

-¿Qué hay? -preguntó con sus recobradas maneras de autoridad e impaciencia.

-Pensé, Padre, que podría usted necesitar un poco de vino para la misa.

-Quizá... pero tendría usted que darme crédito.

-El crédito de un cura siempre es bueno para mí. Padre. También yo soy hombre religioso. Este es un lugar religioso. Sin duda celebrará usted algún bautizo.

Se inclinaba con avidez, con modales respetuosos e impertinentes, como si ambos fueran personas de las mismas ideas, hombres educados.

-Quizá...

El gordo sonrió comprensivo. Entre gentes como nosotros, parecía indicar, no hace falta ser explícito; nos adivinamos los pensamientos. Se expresó así:

-En otros tiempos, cuando estaba la iglesia abierta, yo era tesorero de la “Hermandad del Santísimo Sacramento”. ¡Oh, soy un buen católico, Padre! El pueblo, desde luego, es muy ignorante. ¿Acaso me honraría usted tomando un vaso de aguardiente?

En su estilo era del todo sincero. Él contestó indeciso:

-Es muy amable...

Ya estaban llenos los dos vasos. Recordó la vez anterior que bebiera, sentado en la cama a oscuras, escuchando al jefe de Policía, y viendo, cuando la luz se encendía, extinguirse lo que del vino restaba... La memoria era como una mano que tiraba del caso y se lo exponía. El olor del aguardiente le secaba la boca. Pensó: “¡Qué comediante soy; éste no es mi sitio, entre gente buena!”

Giraba el vaso entre los dedos, y todos los otros vasos giraban con él. Se acordó del dentista hablando de sus hijos, de María desenterrando la botella que había guardado para él... ¡para el “pater-whisky”!

Bebió un sorbo de mala gana.

-Es buen aguardiente. Padre -observó el cantinero.

-Sí. Buen aguardiente.

-Podría cederle a usted doce botellas por sesenta pesos.

-¿Y dónde hallaría yo sesenta pesos?

Cavilaba: “En cierto modo estaba mejor allí, al otro lado de la frontera. El miedo y la muerte no son las cosas peores. A veces es un error continuar viviendo”.

-No quiero sacar provecho de usted, Padre. Deme cincuenta pesos.

-Cincuenta, sesenta... Para mí es lo mismo.

-Vamos. Tome otro vaso, Padre. Es muy buen aguardiente. -El hombre se inclinó insinuante sobre el mostrador y susurró-: Después de todo, Padre... están los bautizos...

Es asombrosa la facilidad con que uno se olvida y vuelve a pecar. Aún oía su propia voz hablando por la calle, con el acento de Concepción, que no habíase cambiado con el pecado mortal, la impenitencia ni la deserción. Su propia corrupción enranciaba el aguardiente sobre su lengua. Dios puede perdonar la cobardía y la pasión, ¿pero era posible perdonar la devoción maquinal? Recordaba a la mujer de la cárcel y la imposibilidad; en que se vio de conmoverla a causa de su propia suficiencia. Ahora le parecía ser él de la misma clase. Bebió el aguardiente como una maldición: los hombres como el mestizo pueden salvarse, la salvación puede caer como un rayo en el corazón malvado; pero el hábito de la devoción lo excluye todo menos el rezo de la tarde, las reuniones de la hermandad y el contacto de los labios humildes sobre la mano enguantada.

-Las Casas es una ciudad magnífica. Padre. Se dice que hay misa todos los días.

Aquel era otra persona piadosa. Había un montón de ellas en el mundo. Estaba sirviendo un poco más de aguardiente, pero con precaución, no demasiado. Añadió:

-Cuando esté allí, Padre, vaya a ver un compadre mío en la calle de Guadalupe. Tiene la cantina muy cerca de la iglesia: un buen hombre. Tesorero de la “Hermandad del Santísimo”. Lo mismo que yo lo fui aquí en los buenos tiempos. Procurará darle lo que necesite. Ahora, ¿qué hay de unas botellas para el viaje?

Él bebió. No mantenía el puntillo de no beber. Ya tenía la costumbre... como la de rezar y la de la voz parroquial. Contestó:

-Tres botellas. Por once pesos. Guárdemelas aquí.

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