jueves

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON

SEXAGÉSIMA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOQUINTO


EL ACUSADOR (1)


Al pasar por el corredor, Syme vio al Secretario en lo alto de una gran escalera. Nunca lo había encontrado tan noble. Estaba vestido de noche negra y sin estrellas, y por el centro caía una banda o ancha zona de un blanco purísimo, como un solo rayo de luz. El conjunto tenía aire de traje eclesiástico muy severo. Syme no tuvo que esforzarse para recordar que, en la Biblia, el primer día de la creación la luz fue extraída de la sombra. El traje bastaba para sugerir el símbolo; y Syme sintió también que aquel contraste de negro y blanco expresaban el alma pálida y austera del Secretario, llena de cruel veracidad y extraño frenesí, cosas ambas que le permitían tan fácilmente combatir a los anarquistas como confundirse con ellos. No le llamó la atención a Syme que, en medio de aquella hospitalidad y confort, los ojos del Secretario conservaran su severidad. Ni el olor de la cerveza ni el perfume de los jardines podían impedir que el Secretario propusiera al mundo sus interrogaciones razonables.

Si Syme hubiera podido verse a sí mismo, hubiera apreciado hasta qué punto él también parecía existir por primera vez plenamente. Si el Secretario era el filósofo de la luz uniforme, de la luz primera, Syme era el poeta que busca la luz modelada en formas, en sol y en estrellas. El filósofo ama, a veces, lo infinito; el poeta ama siempre lo finito. Para este el gran día del universo no lo es tanto el de la creación de la luz, como el de la creación del sol y la luna.

Bajaron juntos la escalera. Se encontraron con Ratcliffe, vestido de verde primaveral, como cazador: sus armas consistían en un grupo de árboles enlazados. Era el tercer día: el de la creación de la tierra y las cosas verdes. Su cara franca y sensible, con su expresión de amable cinismo, casaba muy bien con el traje.

Pasando por una puerta baja y ancha, los condujeron a un vasto y antiguo jardín inglés lleno de antorchas y fogatas. A su trémula luz, vestida con trajes abigarrados, bailaba la turba carnavalesca. Syme descubrió en los trajes de fantasía una imitación de todas las formas de la naturaleza. Había un hombre vestido de elefante, otro vestido de globo. Estos dos últimos, juntos, parecían continuar el hilo de las aventuras anteriores. También vio Syme con horror a un danzante disfrazado de enorme cálao, con un pico dos veces mayor que su cuerpo: el pájaro cuyo recuerdo le acosaba como una interrogación desde el episodio del jardín zoológico. Había mil objetos más: un farol danzante, un árbol danzante, un barco danzante. Se dijera que la música irresistible de algún músico loco obligaba a danzar a todos los objetos del campo y de la calle en una perenne zarabanda. Años más tarde, cuando Syme llegó a la edad madura, no podía ver faroles, árboles o molinos de viento, sin pensar que eran unos trasnochadores que volvían de la mascarada.

Junto al prado donde se desarrollaba la danza, había una extensión verde, una de esas terrazas que se ven en los antiguos jardines. Allí, en forma de creciente luna, había siete sillones: los tronos de los siete días. Ya Gogol y el Dr. Bull estaban en su sitio. El Profesor se acercaba. Gogol, el Martes, llevaba un traje simbólico en su sencillez, que representaba la división de las aguas; un traje que se abría en la frente y caía hasta sus pies, argentado y gris como una caída de agua. El Profesor, a quien tocaba el día en que fueron creados pájaros y peces, formas las más elementales de la vida, llevaba un traje púrpura oscuro, sobre el cual se veían los pescados de ojos saltones y los caprichosos pájaros tropicales, mezcla de insondable fantasía y de duda. El Dr. Bull,último día de la creación, estaba cubierto de animales heráldicos en rojo y oro, y en lo alto de su cabeza, como cresta, aparecía un hombre rampante. Se dejó caer en su sillón con una sonrisa sin mancha; imagen del optimismo que era su elemento.

Uno por uno los peregrinos subieron a la verde terraza y ocuparon sus tronos. A cada uno que se sentaba, la carnavalesca multitud lanzaba un clamor como el del pueblo, que saluda a su rey. Chocaban las copas, agitaban las antorchas, lanzaban al aire los sombreros emplumados. Los hombres, a quienes aquellos tronos estaban destinados, llevaban una corona de laurel. Pero el sillón central estaba vacío.

Syme quedaba a la izquierda del sillón central, el Secretario a la derecha. Este, dirigiéndose a Syme, dijo con apretados labios:

-Aún no averiguamos si habrá quedado muerto en el campo.

Acababa de oír Syme estas palabras, cuando vio en las caras de los hombres que lo rodeaban una alteración sublime y temerosa a la vez, como si el cielo se abriera sobre su cabeza. El Domingo había pasado silencioso como una sombra y se había sentado en el trono central. Llevaba un traje sencillo, de terrible y absoluta blancura, y sobre su frente, los cabellos eran una llamarada de plata.

Por mucho tiempo, tal vez durante varias horas, aquella gran mascarada que parecía representar a la humanidad estuvo desfilando y danzando frente a ellos al son de una música arrebatadora y gozosa. Cada pareja parecía una novela aparte; a veces aparecía un hada bailando con un bufón, y a veces una campesina trabada con la luna; pero siempre alguna cosa tan absurda, como la historia de Alicia en el País de las Maravillas, y siempre tan grave y emocionante como una historia de amor.

Poco a poco la multitud se fue dispersando. Las parejas se perdieron por las avenidas del jardín o se encaminaron hacia el fondo del edificio, donde se veían humear, en cubas enormes como peceras, unas mezclas hirvientes y perfumadas de cerveza vieja y vino añejo.

Arriba, en un armazón negro que había sobre el techo, una gran fogata rugía presa en su taza de hierro, iluminando una distancia de varias millas. Alargaba sus reflejos de hogar doméstico hasta los inmensos bosques grises y oscuros, y parecían llenar de calor las soledades de la alta noche. Pero también este fuego se fue apagando poco a poco. Los grupos rodeaban las inmensas calderas, o se perdían riendo y charlando por los interiores de la mansión. Poco a poco fueron quedando diez, cuatro. Finalmente, el último danzante extraviado corrió hacia la casa, gritando a sus compañeros que lo esperaran. El fuego se apagaba. Las estrellas iban saliendo, lentas y claras. Los siete personajes se quedaron solos como siete estatuas de piedra en sus sitiales de piedra. Ninguno había hablado una palabra. Tampoco necesitaban hablar. Se escuchaba el zumbido de los insectos y el trino lejano de un pájaro.

Al fin el Domingo empezó a hablar. Pero era su voz tan somnolienta que, más que empezar una conversación, se diría que la continuaba con cansancio.

-Ya comeremos y beberemos más tarde -dijo-. Permanezcamos juntos un rato, ya que nos hemos amado tan dolorosamente y tanto nos hemos combatido. Creo recordar los siglos de la guerra heroica en que fuisteis héroes todos vosotros; epopeya tras epopeya, iliada tras iliada, fuisteis siempre compañeros de armas. Ora sea recientemente, ora sea el principio de los días (porque el tiempo no es nada) recuerdo que os envié a la guerra. Yo me senté en las tinieblas, donde no hay cosa creada, y fui para vosotros como una voz que ordena tener valor y exige sobrenaturales virtudes. Y oísteis la voz de las tinieblas, y nunca la volvisteis a oír. El sol la negaba en el firmamento, la tierra y el cielo la negaban, todahumana sabiduría también la negaba. Y al encontrarme con vosotros a la luz del día, yo mismo la negué.

Syme se estremecía en su sitial. Pero todo permaneció callado; y el incomprensible continuó:

-Pero erais hombres. Guardásteis el secreto de vuestro honor, aun cuando el cosmos entero se convirtió en máquina de tortura para arrancároslo. Sé que anduvisteis muy cerca del infierno. Sé que tú, Jueves, cruzaste tu acero con el Rey Satanás y que tú, Miércoles, me nombraste a la hora de la desesperación.

Hubo un completo silencio en el jardín iluminado por las estrellas radiantes. Después el cejinegro Secretario, implacable, volvióse hacia el Domingo, y dijo desde su sitial con voz ronca:

-¿Quién eres? ¿Qué eres?

-Yo soy el Sabbath: yo soy la paz de Dios. El Secretario se puso de pie y, estrujando su precioso traje con las manos.

-Te entiendo -exclamó-, por eso no puedo perdonarte. Eres el contento, el optimismo,  la reconciliación final. Y yo no estoy reconciliado. Si eres el hombre del cuarto oscuro ¿por qué también eres el Domingo, ofensa de la luz del día? Si comenzaste por ser nuestro amigo y nuestro padre ¿por qué, después nuestro mayor enemigo? Tuvimos que llorar, tuvimos que huir aterrorizados. El hierro penetró en nuestras almas: ¡Y tú eres la paz de Dios! ¡Oh, yo puedo perdonarle a Dios Su ira, aunque destruya las naciones: pero no puedo perdonarle Su paz!

Nada contestó el Domingo, y sólo volvió con lentitud su cara hacia Syme, como interrogándolo.

-No -dijo Syme-; yo no estoy tan indignado. Yo te agradezco, no sólo el vino y la hospitalidad que me has dado, sino mis hermosas aventuras y radiosos combates. Pero te quisiera conocer. Mi alma y mi corazón se sienten tan dichosos y quietos como este dorado jardín, pero mi razón está llorando: yo quisiera conocer, yo quiero conocer... 

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