jueves

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


QUINCUAGESIMONOVENA ENTREGA
CAPÍTULO DECIMOCUARTO


LOS SEIS FILÓSOFOS (4)

Cuando los seis viajeros llegaron, vieron en el camino una larga fila de carruajes, como los que se ven frente a las casas de Park Lane. En fila, también junto a los carruajes,  estaban los lacayos espléndidamente vestidos con uniforme azul-gris, y cierto aire solemne y fiero que, más que de lacayos, es propio de oficiales y embajadores de un gran rey. Había seis carruajes. Uno para cada uno de los tristes y desgarrados viajeros. Los criados, como en traje de corte, llevaban espada al cinto. Cuando cada uno entró en su coche, los criados desenvainaron la espada y saludaron, lanzando un relámpago de acero.

-¿Qué quiere decir esto? -le había preguntado Bull a Syme al tiempo de separarse-. ¿Otra guasa del Domingo?

-No lo sé -había contestado Syme, dejándose caer fatigado sobre los almohadones del asiento-. Pero si es una guasa, tenía usted razón: es una guasa de hombre bueno.

Muchas aventuras habían sufrido nuestros seis aventureros, pero ninguna les había asombrado tanto como esta aventura confortable. Se habían habituado a las cosas ásperas, y esta súbita suavidad les desconcertaba. No tenían la menor idea de lo que podían ser aquellos carruajes. Les bastaba saber que eran carruajes y que tenían almohadones

Tampoco imaginaban quién podía ser el que los había conducido hasta los carruajes; les bastaba saber que aquel hombre extraño los había conducido hasta los carruajes. Syme se sentía arrastrar con el mayor abandono por entre las sombras de los árboles. Le pasaba algo muy característico de su temperamento: mientras él había sido el guía, su barbilla se erguía fieramente: ahora que el asunto pasaba a otras manos, Syme se dejaba caer con desmayo sobre los cojines.

Poco a poco se dio cuenta de la hermosura del camino. Vio que pasaban la reja de lo que parecía ser un parque, y que subían una colinilla, que, aunque poblada de árboles a ambos lados, parecía más regular que un bosque. Y poco a poco le fue invadiendo, como al que despierta de un sueño saludable, una sensación de placer general. Sintió que los setos eran los que deben ser: muros vivientes. Que un seto vivo es como un ejército humano, disciplinado, pero todavía más vital. Tras los setos sobresalieron unos álamos, y pensó en la dicha de los niños a quienes fuera dable columpiarse en sus ramas. Después volvieron un recodo del camino, y Syme vio de pronto, a modo de una nube crepuscular, baja y alargada, una casa larga y baja, suave bajo la suave luz del poniente.

Los seis amigos, al comparar más tarde sus impresiones, discutieron mucho, pero todos convinieron en que aquella casa les había hecho recordar su infancia. Ya era la copa de aquel olmo, ya aquel sendero en zig-zag, ya aquel rincón del huerto, o el contorno de la ventana; pero ello es que todos recordaban aquel lugar mejor que los rasgos de su madre.

Los coches se acercaron a una puerta amplia, baja, abovedada. Otro hombre con uniforme, que llevaba una estrella de plata en el pecho, sobre el traje gris, vino a su encuentro. Este imponente personaje dijo al asombrado Syme:

-En su cuarto le esperan al señor los refrescos.

Syme, siempre bajo la influencia de aquella modorra o sueño magnético, se dejó guiar por el criado y subió una ancha escalera de encino. Recorrió después una espléndida galería de cuartos que parecían destinados a él. Se acercó a un espejo de cuerpo entero, con el instinto habitual de los hombres de su clase, para componerse el nudo de la corbata o alisar sus cabellos. Y vio aparecer en el espejo una horrible imagen: las ramas le habían rasguñado la cara, que estaba rayada de sangre; sus cabellos estaban hirsutos como manojos de yerba espesa y amarilla; su traje estaba convertido en harapos.

Y al verse así, rebrotó en su espíritu una interrogación: ¿Cómo había venido a dar allí? ¿Cómo iba a salir de allí?

En aquel momento, un criado vestido de azul -su camarero-, se acercó a decirle:

-La ropa del señor está preparada.

-¿Mi ropa? -preguntó Syme irónicamente-. No tengo más ropa que la que traigo encima. Y cogiendo dos tiras de la desgarrada levita que parecían dos cintajos fantásticos, hizo el ademán de la bailarina.

-Mi amo me ha encargado que anuncie al señor -dijo el camarero- que esta noche hay un baile de fantasía, y que él desearía que usted aceptara el traje que acabo de sacar. Entre tanto, aquí hay una botella de Borgoña y un poco de faisán frío. Mi amo espera que el señor tenga la bondad de aceptarlos, porque aún faltan algunas horas para la cena.

-Buena cosa es el faisán -dijo Syme reflexivo- y el Borgoña, cosa extraordinariamente buena. Pero la verdad es que no tengo tanto deseo de probarlos como de saber qué diablos significa todo esto, y qué traje es ése que usted prepara. ¿Dónde está?

El criado le mostró entonces, sobre una especie de otomana, una larga tela azul que parecía un dominó. En la parte delantera se veía brillar un gran sol de oro y, aquí y allá, unas estrellas relucientes.

-El señor se vestirá de Jueves -dijo el camarero con afabilidad.

-¡Vestirme de Jueves! -dijo Syme meditabundo-. No creo que sea un traje muy caliente.

-¡Oh, sí señor! -dijo el otro con convicción-. El traje de Jueves es muy caliente. Sube hasta la barba.

-Bueno, yo no entiendo una palabra -dijo Syme suspirando-. Estoy tan acostumbrado a las aventuras incómodas, que las aventuras agradables me confunden. Pero permítame que le pregunte por qué envuelto en una tela azul y verde con soles y lunas voy a estar vestido particularmente de Jueves y no de cualquier otra cosa. Supongo yo que el sol y la luna no sólo salen el jueves. Yo me acuerdo de haber visto la luna en martes.

-Dispénseme el señor -dijo el camarero-. La Biblia satisfará al señor.

Y, con dedo rígido y respetuoso, le señaló el primer capítulo del Génesis. Syme le leyó sorprendido. Era el capítulo en que se explica que el sol y la luna fueron creados el cuarto día de la creación. Respiró: en esta misteriosa casa, fuese lo que fuese, al menos, contaban la semana a partir de un "Domingo" cristiano.

-Esto se pone cada vez más divertido -dijo Syme sentándose en una silla-. ¿Qué gente es esta que le obsequia a uno un faisán frío y Borgoña, trajes tornasolados y ejemplares de la Biblia? ¿Le darán a uno aquí todo lo que pida?

-Sí señor, todo -dijo gravemente el camarero-. ¿Le ayudo al señor a vestirse?

-¡Pse! Sí: écheme eso encima -dijo Syme impaciente.

Pero, aunque fingía el mayor desdén por la mascarada, sentía a medida que se iba metiendo en el traje azul y oro, una libertad, una naturalidad mayores en sus movimientos. Y cuando vio que el traje implicaba también una espada, sintió renacer el eterno sueño infantil: ¡llevar una espada al cinto! Al salir del cuarto, se echó el embozo sobre el hombro. La espada sobresalía formando un ángulo. Syme tenía toda la arrogancia del trovador. Y es que aquel disfraz no lo disfrazaba: lo revelaba.

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