QUINCUAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
CAPÍTULO DECIMOCUARTO
LOS SEIS FILÓSOFOS (2)
-Y usted, Gogol -dijo Syme- ¿qué piensa del Domingo?
-Yo, en principio -dijo Gogol con sencillez-, nada pienso del Domingo, como nada pienso del sol de mediodía.
-Sí -dijo Syme pensativo-, es un punto de vista. ¿Y usted, Profesor?
El Profesor caminaba con la barba hundida y arrastrando el bastón. No contestó.
-¡Despierte usted, Profesor! -dijo Syme-. Díganos lo que piensa del Domingo. Y el Profesor comenzó a decir muy lentamente:
-Pienso algo que no acierto a formular claramente. O más bien, tampoco lo pienso claramente. Algo como esto: la primera parte de mi vida, como usted sabe, fue muy incoherente y dispersa. Pues bien: cuando veo la cara del Domingo pienso, como todo el mundo, que es muy vasta y dispersa, y también que es muy incoherente, como mi juventud. Es tan enorme, que no hay manera de enfocarla y verla como una cara. Los ojos quedan tan lejos de las narices, que ya no son ojos. La boca tiene de por sí tanta importancia, que hay que pensar en ella como en una cosa automática. Me es muy difícil explicarme.
Y tras una pausa, siempre arrastrando el bastón:
-Voy a ver si puedo explicarme. Una noche, por la calle, vi que un farol, una ventana y una nube formaban clarísimamente una cara. Pues bien: cuando veo la cara del Domingo, pienso que hay una cara que se parece a esa cara. Verán ustedes: caminé un poco más, y me encontré con que no había tal cara; que la ventana estaba a diez metros, el farol a ciento, la nube muy lejos de la tierra. Del mismo modo se me deshace la cara del Domingo, se me va para un lado y otro como esas mistificaciones de la vista. Su cara me ha hecho sospechar que no hay caras. Ya no sé, Bull, si lo de usted es una cara o un arreglo de perspectivas. Tal vez uno de los discos de esas abominables gafas que usted ha roto estaba aquí, y el otro estaba a cincuenta millas. ¡Ay, las dudas del materialista son cosas de risa! ¡El Domingo me ha enseñado, ay, las dudas del espiritualista! Yo creo ser budista. Y el budismo no es un credo, sino una duda. ¡Ay, querido Bull! ¡No estoy seguro de que tenga usted cara! ¡No tengo bastante fe para creer en la materia!
Los ojos de Syme seguían fijos en el globo errante que, envejecido por la luz de la tarde, parecía un mundo más sonrosado e inocente que el nuestro.
-¿Han notado ustedes que, en todas las descripciones que han hecho, hay un elemento singular de semejanza? Cada uno de ustedes ve el Domingo de un modo diferente, pero todos coinciden en que sólo pueden compararlo con el mismo universo. Bull lo compara con la tierra en primavera. Gogol con el sol a mediodía. Al Secretario le recuerda el informe protoplasma, y al Inspector el desamparo de las selvas vírgenes. El Profesor dice que es como un cambiante paisaje. Es raro todo esto; pero todavía es más raro que yo también tenga del Presidente una idea extravagante, y a mí también me parezca comparable con el mundo.
-Vamos más de prisa, Syme -dijo Bull-, no siga usted contemplando el globo.
-Cuando vi por primera vez al Domingo -continuó Syme- sólo le vi la espalda; y cuando le vi la espalda, comprendí que era el hombre más malo del mundo. Su cuello, sus hombros, eran brutales como los de un dios simiesco. Su cabeza tenía cierta inclinación, propia, más que de hombre, de buey. Y al instante se me ocurrió que aquello no era un hombre, sino una bestia vestida de hombre.
-De prisa -dijo el Dr. Bull.
-Y aquí viene lo más curioso -continuó Syme-. Yo había visto su espalda desde la calle, estando él sentado en el balcón. Entré al hotel, y cogiendo al Presidente por el otro lado, le vi la cara a plena luz. Su cara me asustó como asusta a todos. Pero no por brutal, no por perversa. Me asustó, al contrario, por su hermosura, por su bondad.
-Pero Syme, ¿se ha vuelto usted loco? -exclamó el Secretario.
-Era como la cara de un antiguo arcángel que distribuyera la justicia después de un heroico combate. En sus ojos había risa; en su boca, honor y tristeza. Eran los mismos cabellos blancos, el mismo torso robusto que acababa yo de ver desde la calle enfundado en el traje gris. Pero si por detrás me pareció un animal, por delante me pareció un dios.
-Pan -dijo el Profesor reflexivo- era un dios y era un animal.
-Desde entonces -continuó Syme como monologando- ese es también el misterio del mundo. Al ver las horribles espaldas me parece que la noble cara es una máscara. Al ver, aunque sea un instante, la cara, la espalda me parece una simple burla. El mal es tan malo, que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno, que, junto a él, hasta el mal resulta explicable. Esta impresión llegó a una crisis suprema ayer, cuando corrí en pos del Domingo para tomar un coche y, al correr, le miraba siempre la espalda.
-¿Y tenía usted tiempo para pensar? -preguntó Ratcliffe.
-A lo menos, para formular un horrible pensamiento. De pronto se me figuró que aquella cabeza vista de espaldas, ciega y sin fisonomía, era su verdadera cara: horrible cara que me contemplaba sin ojos. Y que aquella figura que huía de mí, era la de un hombre que corre de espaldas, danzando al correr.
-¡Horrible! -dijo el Dr. Bull estremecido.
-Horrible, no es la palabra -dijo Syme-. Aquel fue el instante peor de mi vida. Pero diez minutos después, cuando sacó la cabeza del coche, gesticulando como una gárgola, comprendí que aquel hombre era un padre que juega al escondite con sus chicos.
-Para juego ya dura mucho -observó el Secretario, contemplando con afligida cara sus botas destrozadas.
-Óiganme ustedes -exclamó Syme con énfasis desusado-. ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!...
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