A María Luisa
I
Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los árboles. Y al fondo del jardín se veía una casa de pátina oscura. El dueño de la “casa negra” era un hombre alto. Al oscurecer sus pasos lentos venían de la calle; y cuando entraba al jardín y a pesar del ruido de las máquinas, parecía que los pasos masticaran el balasto. Una noche de otoño, al abrir la puerta y entornar los ojos para evitar la luz fuerte del hall, vio a su mujer detenida en medio de la escalinata; y al mirar los escalones desparramándose hasta la mitad del patio, le pareció que su mujer tenía puesto un gran vestido de mármol y que la mano que tomaba la baranda, recogía el vestido. Ella se dio cuenta de que él venía cansado, de que subiría al dormitorio, y esperó con una sonrisa que su marido llegara hasta ella. Después se besaron, ella dijo:
-Hoy los muchachos terminaron las escenas…
-Ya sé, pero no me digas nada.
Ella lo acompañó hasta la puerta del dormitorio, le acarició la nariz con un dedo y lo dejó solo. Él trataría de dormir un poco antes de la cena; su cuarto oscuro separaría las preocupaciones del día de los placeres que esperaba de la noche. Oyó con simpatía como en la infancia, el ruido atenuado de las máquinas y se durmió. En el sueño vio una luz que salía de la pantalla y daba sobre una mesa. Alrededor de la mesa había hombres de pie. Un de ellos estaba vestido de frac y decía: “Es necesario que la marcha de la sangre cambie de mano; en vez de ir por las arterias y venir por las venas, debe ir por las venas y venir por las arterias”. Todos aplaudieron e hicieron exclamaciones; entonces el hombre vestido de frac fue a un patio, montó a caballo y al salir galopando, en medio de las exclamaciones, las herraduras sacaban chispas contra las piedras. Al despertar, el hombre dela casa negra recordó el sueño, reconoció en la marcha de la sangre lo que ese mismo día había oído decir -en ese país los vehículos cambiaría de mano- y tuvo una sonrisa. Después se vistió de frac, volvió a recordar al hombre del sueño y fue al comedor. Se acercó a su mujer y mientras le metía las manos abiertas en el pelo, decía:
-Siempre me olvido de traer un lente para ver cómo son las plantas que hay en el verde de estos ojos; pero ya sé que el color de la piel lo consigues frotándote con aceitunas.
Su mujer le acarició de nuevo la nariz con el índice; después lo hundió en la mejilla de él, hasta que el dedo se hundió como una pata de mosca y le contestó:
-¡Y yo siempre me olvido de traer unas tijeras para recortarte las cejas!
Ella se sentó a la mesa y viendo que él salía del comedor le preguntó:
-¿Te olvidaste de algo?
-Quien sabe.
Él volvió enseguida y ella pensó que no había tenido tiempo de hablar por teléfono.
-¿No quieres decirme a qué fuiste?
-No.
-Yo tampoco te diré qué hicieron hoy los hombres.
Él ya había empezado a contestar:
-No, mi querida aceituna, no me digas nada hasta el fin de la cena.
Y se sirvió de un vino que recibía de Francia; pero las palabras de su mujer habían sido como pequeñas piedras caídas en un estanque donde vivían sus manías y no pudo abandonar la idea de lo que esperaba ver esa noche. Coleccionaba muñecas un poco más altas que las mujeres normales. En un gran salón había hecho construir tres habitaciones de vidrio; en la más amplia estaban todas las muñecas que esperaban el instante de ser elegidas para tomar parte en escenas que componían en las otras habitaciones. Esa tarea estaba a cargo de muchas personas: en primer término, autores de leyendas (en pocas palabras debía expresar la situación en que se encontraban las muñecas que aparecían en cada habitación); otros artistas se ocupaban de la escenografía, de los vestidos, de la música, etc. Aquella noche se inauguraría la segunda exposición; él la miraría mientras un pianista, de espaldas a él y en el fondo de salón, ejecutaría las obras programadas. De pronto, el dueño de la casa negra se dio cuenta de que no debía pensar en eso durante la cena; entonces sacó del bolsillo del frac unos gemelos de teatro y trató de enfocar la cara de su mujer:
-Quisiera saber si las sombras de tus ojeras son producidas por vegetaciones…
Ella comprendió que su marido había ido al escritorio a buscar los gemelos y decidió festejarle la broma. Él vio una cúpula de vidrio; y cuando se di cuenta de que era una botella dejó los gemelos y se sirvió otra copa del vino de Francia. Su mujer miraba los borbotones a caer en la copa; salpicaban el cristal de lágrimas negras y corrían a encontrarse con el vino que ascendía. En ese instante entró Alex -un ruso blanco de barba en punta-, se inclinó ante la señora y le sirvió porotos con jamón. Ella decía que nunca había visto un criado con barba; y el señor contestaba que esa había sido la única condición exigida por Alex. Ahora ella dejo de mirar a copa de vino y vio el extremo de la mano del criado; de allí salía un vello espeso que se arrastraba por la mano y llegaba hasta los dedos. En el momento de servir a dueño de casa, Alex dijo:
-Ha llegado Walter. (Era el pianista).
Al fin de la cena, Alex sacó las copas en una bandeja; chocaban unas con otras y parecían contentas de volver a encontrarse. El señor -a quien le había brotado un silencio somnoliento- sintió placer en oír los sonidos de las copas y llamó al criado:
-Dile a Walter que vaya al piano. En el momento en que yo entre al salón, él no debe hablarme. ¿El piano, está lejos de las vitrinas?
-Sí, señor, está en el otro extremo del salón.
-Bueno, dile a Walter que se siente dándome la espalda, que empiece a tocar la primera obra del programa y que la repita sin interrupción hasta que yo le haga la seña de la luz.
Su mujer le sonreía. Él fue a besarla y dejó unos instantes su cara congestionada junto a la mejilla de ella. Después se dirigió hacia la salita próxima al gran salón. Allí empezó a beber el café y a fumar; no iría a ver a sus muñecas hasta no sentirse bastante aislado. Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por ultimo se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados. Estuvo intrigado unos momentos y después decidió no hacer caso. De pronto se extrañó de no verse sentado en el sillón; se había levantado sin darse cuenta; recordó el instante, muy próximo, en que abrió la puerta, y enseguida se encontró con los pasos que daba ahora: lo llevaban a la primera vitrina. Allí encendió la luz de la escena y a través de la cortina verde vio una muñeca tirada en una cama. Corrió la cortina y subió al estrado -era más bien una tarima con ruedas de goma y baranda-; encima había un sillón y una mesita; desde allí dominaba mejor la escena. La muñeca estaba vestida de novia y sus ojos abiertos colocados en dirección al techo. No se sabía si estaba muerta o si soñaba. Tenía los brazos abiertos; podía ser una actitud de desesperación o de abandono dichoso. Antes de abrir el cajón de la mesita y saber cuál era la leyenda de esta novia, él quería imaginar algo. Tal vez ella esperaba al novio, quien no llegaría nunca; la habría abandonado un instante antes del casamiento; o tal vez fuera viuda y recordaría el día en que se casó; también podía haberse puesto ese traje con la ilusión de ser novia. Entonces abrió los ojos y leyó: “Un instante antes de casarse con el hombre a quien no ama, ella se encierra, piensa que ese traje era para casarse con el hombre a quien amó, y que ya no existe, y se envenena. Muere con los ojos abiertos y todavía nadie ha entrado a cerrárselos”. Entonces el dueño de la casa negra pensó: “Realmente, era una novia divina”. Y a los pocos instantes sintió placer en darse cuenta de que él vivía y ella no. Después abrió una puerta de vidrio y entro a la escena para mirar los detalles. Pero al mismo le pareció oír, entre el ruido de las máquinas y la música, una puerta cerrada con violencia; salió de la vitrina y vio, agarrado en la puerta que daba a la salita, un pedazo del vestido de su mujer; mientras se dirigía allí, en puntas de pie, pensó que ella lo espiaba; tal vez hubiera querido hacerle una broma; abrió rápidamente y el cuerpo de ella se le vino encima; él lo recibió en los brazos, pero le pareció muy liviano y enseguida reconoció a Hortensia, la muñeca parecida a la señora; al mismo tiempo su mujer, que estaba acurrucada detrás de su sillón, se puso de pie y le dijo:
-Yo también quise prepararte una sorpresa; apenas tuve tiempo de ponerle mi vestido.
Ella siguió conversando, pero él no la oía; aunque estaba pálido le agradecía, a su mujer, la sorpresa; no quería desanimarla, pues a él le gustaban las bromas que ella le daba con Hortensia. Sin embargo esta vez había sentido malestar. Entonces puso a Hortensia en brazos de su señora y le dijo que no quería hacer un intervalo demasiado largo. Después salió, cerro la puerta y fue en dirección hacia donde estaba Walter, pero se detuvo a mitad de camino y abrió otra puerta, la que daba a su escritorio; se encerró, sacó de un mueble un cuaderno y se dispuso a apuntar la broma que su señora le dio con Hortensia y la fecha correspondiente. Antes leyó la última nota. Decía: “Julio 21. Hoy, María (su mujer se llamaba María Hortensia; pero le gustaba que la llamaran María; entonces, cuando su marido mandó a hacer esa muñeca parecida a ella, decidieron tomar el nombre de Hortensia -como se toma un objeto arrumbado- para la muñeca) estaba asomada a un balcón que da al jardín; yo quise sorprenderla y cubrirle los ojos con las manos; pero antes de llegar al balcón, vi que era Hortensia. María me había visto ir al balcón, venía detrás de mí y me soltó una carcajada”. Aunque ese cuaderno lo leía únicamente él, firmaba las notas; escribía su nombre, Horacio, con letras grandes y cargadas de tinta. La nota anterior a esta, decía: “Julio 18: Hoy abrí el ropero para descolgar mi traje y me encontré a Hortensia: tenía puesto mi frac y le quedaba graciosamente grande”.
Después de anotar la última sorpresa, Horacio se dirigió hacia la segunda vitrina; le hizo señas con una luz a Walter para que cambiara la obra del programa y empezó a correr la tarima. Durante el intervalo que hizo Walter, antes de empezar la segunda pieza, Horacio sintió más intensamente el latido de las máquinas; y cuando corrió la tarima le pareció que las ruedas hacían el ruido de un trueno lejano.
En la segunda vitrina aparecía una muñeca sentada a la cabecera de una mesa. Tenía la cabeza levantada y las manos al costado del plato, donde había muchos cubiertos en fila. La actitud de ella y las manos sobre los cubiertos hacían pensar que estuviera ante un teclado. Horacio miro a Walter, lo vio inclinado ante el piano con las colas del frac caídas por detrás de la banqueta y le pareció un bicho de mal agüero. Después miró fijamente la muñeca y le pareció tener, como otras veces, la sensación de que ella se movía. No siempre estos movimientos se producían enseguida; ni él los esperaba cuando la muñeca estaba acostada o muerta; pero en esta última se produjeron demasiado pronto; él pensó que esto ocurría por la posición, tan incómoda, de la muñeca; ella se esforzaba demasiado por mirar hacia arriba; hacía movimientos oscilantes, apenas perceptibles; pero en un instante en que él sacó los ojos de la cara para mirarle las manos, ella bajó la cabeza de una manera bastante pronunciada; él, a su vez, volvió a levantar rápidamente los ojos hacia la cara de ella; pero la muñeca ya había reconquistado su fijeza. Entonces él empezó a imaginar su historia. Su vestido y los objetos que había en el comedor denunciaban un gran lujo pero los muebles eran toscos y las paredes de piedra. En la pared del fondo había una pequeña ventana y a espaldas de la muñeca una puerta baja y entreabierta como una sonrisa falsa. Aquella habitación sería un presidio en un castillo, el piano hacía ruido de tormenta y en la ventana aparecía, a intervalos, un resplandor de relámpagos; entonces recordó que hacía unos instantes las ruedas de la tarima hicieron pensar en un ruido lejano; y esa coincidencia lo inquietó; además, antes de entrar al salón, había oído los ruidos que deseaban insinuarle algo. Pero volvió a la historia de la muñeca: tal vez ella, en aquel momento, rogara a Dios esperando una liberación próxima. Por último, Horacio abrió el cajón y leyó: “Vitrina segunda. Esta mujer espera, para pronto un niño. Ahora vive en un faro junto al mar; se ha alejado del mundo porque han criticado sus amores con un marino. A cada instante ella piensa: “Quiero que mi hijo sea solitario y que escuche sólo el mar”. Horacio pensó: “Esta muñeca ha encontrado su verdadera historia”. Entonces se levantó, abrió la puerta de vidrio y miró lentamente los objetos; le pareció que estaba violando algo tan serio como la muerte; él prefería acercarse a la muñeca; quiso mirarla desde un lugar donde los ojos de ella se fijaran en los de él; y después de unos instantes se inclinó ante la desdichada y al besarla en la frente volvió a sentir una sensación de frescura tan agradable como en la cara de María. Apenas había separado los labios de la frente de ella vio que la muñeca se movía; él se quedó paralizado; ella empezó a irse para un lado cada vez más rápidamente, y cayó al costado de la silla; y junto con ella una cuchara y un tenedor. El piano seguía haciendo el ruido del mar; y seguía la luz en las ventanas y las máquinas. Él no quiso levantar la muñeca; salió precipitadamente de la vitrina, el salón, de la salita y al llegar al patio vio a Alex:
-Dile a Walter que por hoy basta; y mañana avisa a los muchachos que vengan a acomodar la muñeca de la segunda vitrina.
En ese momento apareció María:
-¿Qué ha pasado?
-Nada, se cayó una muñeca, la del faro…
-¿Cómo fue? ¿Se hizo algo?
-Cuando yo entré a mirar los objetos debo haber tocado la mesa…
-¡Ah! ¡Ya te estas poniendo nervioso!
-No, me quedé muy contento con las escenas. ¿Y Hortensia? ¡Aquel vestido tuyo le quedaba muy bien!
-Sera mejor que te vayas a dormir, querido -contestó María.
Pero se sentaron en un sofá. Él abrazó a su mujer y le pidió que por un minuto, y en silencio, dejara la mejilla de ella junto a la de él. Al instante de haber juntado las cabezas, apareció en la de él, el recuerdo de las muñecas que se habían caído: Hortensia y la del faro. Y ya sabía él lo que eso significaba: la muerte de María; tuvo miedo de que sus pensamientos pasaran a la cabeza de ella y empezó a besarla en los oídos,
Cuando Horacio estuvo solo, de nuevo, en la oscuridad de su dormitorio, puso atención en el ruido de las máquinas y pensó en los presagios. Él era como un hilo enredado que interceptara los avisos de otros destinos y hubiera presagios equivocados; pero esta vez todas las señales se habían dirigido a él: los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano habían escondido a otros ruidos que huían como ratones; después Hortensia, cayendo en sus brazos, cuando él abrió la puerta y como si dijera: “Abrázame, porque María morirá”. Y era su propia mujer la que había preparado el aviso, y tan inocente como si mostrara una enfermedad que todavía ella misma no había descubierto. Más tarde, la muñeca muerta en la primera vitrina. Y antes de llegar a la segunda, y sin que los escenógrafos lo hubieran previsto, el ruido de la tarima como un trueno lejano, presagiando el mar y la mujer del faro. Por último ella se había desprendido de los labios de él, había caído, y lo mismo que María, no llegaría a tener ningún hijo. Después Walter, como un bicho de mal agüero, sacudiendo las colas del frac y picoteando el borde de su caja negra.
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