sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


QUINCUAGESIMOTERCERA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE (3)

-Los candidatos -repuso el Domingo- sólo están obligados a responder ocho de las diecisiete preguntas del cuestionario. Según creo haber entendido, ustedes desean que les diga yo qué soy y qué son ustedes, y qué es esta mesa, y qué este Consejo, y qué es este mundo en general. Pues bien: consiento por lo menos en descubrir el velo de uno de estos misterios. Si ustedes quieren saber lo que son, tengan por sabido que son una colección de asnos jóvenes, animados de las mejores intenciones.

-Y usted -interrogó Syme acercándosele-, ¿qué cosa es usted?

-¿Yo? ¿Qué soy yo? -rugió el Presidente, levantándose poco a poco a una increíble altura, como una ola que amenazara envolverlos-. Quieren saber qué soy ¿no es verdad? Bull, usted es un hombre de ciencia: escarbe las raíces de esos árboles y pídales su secreto. Syme, usted es un poeta: contemple usted esas nubes de la mañana y dígame o díganos la verdad que encierran. Oigan ustedes lo que les digo: antes descubrirán el secreto del último árbol y de la nube más remota, que mi secreto. Antes entenderán ustedes el mar: yo seguiré siendo un enigma. Averiguarán ustedes lo que son las estrellas: no averiguarán lo que soy yo. Desde el principio del mundo todos los hombres me han perseguido como a un lobo, los reyes y los sabios, los poetas como los legisladores, todas las iglesias y todas las filosofías. Pero nadie ha logrado cazarme. Los cielos se desplomarán antes que yo me vea reducido a los últimos aullidos. A todos los he hecho correr más de la cuenta. Y lo voy a seguir haciendo.

Y sin dar tiempo a que los otros lo impidiesen, el monstruo, como un gigantesco orangután, se decolgó por la balaustrada del balcón. Pero, antes de dejarse caer, se izó como en los ejercicios de barra fija, y sacando la mandíbula inferior a la altura de la balaustrada, dijo solemnemente:

-Una cosa puedo deciros, sin embargo: yo soy el hombre del cuarto oscuro que os ha hecho a todos policías. Y se descolgó definitivamente, rebotando sobre el pavimento como una pelota. A grandes saltos alcanzó la esquina de la Alhambra, hizo señas a un coche, trepó en él y desapareció.

Los seis detectives, al oír las últimas palabras, se habían quedado fulminados y lívidos. Cuando el coche desapareció, Syme recobró su sentido práctico, y saltando desde el balcón a riesgo de romperse las piernas, hizo parar otro coche.

Él y Bull subieron juntos al coche, el Profesor y el Inspector se acomodaron en otro, y el Secretario y el antes llamado Gogol en un tercer coche, a tiempo apenas para seguir al volador Syme, que iba, a su vez, en seguimiento del alado Presidente...

El Domingo los arrastró en loca carrera hacia el noroeste. Su cochero, sin duda bajo la influencia de alicientes extraordinarios, hacía correr desesperadamente al caballo. Pero Syme, que no estaba para andarse con miramientos, se puso de pie en el coche y empezó a gritar:

-¡Al ladrón!

Empezó a acudir gentío, y la policía a intervenir e interrogar. Esto produjo su efecto en el cochero del Presidente, que comenzó a vacilar y a morigerar la carrera. Abrió el postigo para explicarse con su cliente y, al hacerlo así, abandonó un instante el látigo. El Domingo se levanta, se apodera del látigo, y fustiga al caballo y lo arrea con gritos estentóreos. Y el coche rueda por esas calles como un huracán. Y calle tras calle y plaza tras plaza volaba el estrepitoso vehículo, el cliente azuzando el caballo y el cochero tratando de sofrenarlo. Los otros tres coche iban detrás como unos sabuesos jadeantes, disparados por entre calles y tiendas, verdaderas flechas silbadoras.

En el punto más vertiginoso de la carrera, el Domingo se volvió y sacando fuera del coche su inmensa cara gesticulante, mientras el viento desordenaba sus canas, hizo a sus perseguidores una mueca horrible como de pilluelo gigantesco. Después, alzando rápidamente la mano, lanzó a la cara de Syme una bola de papel, y desapareció dentro del coche. Syme, para evitar el objeto, lo atrapó instintivamente con las manos: eran dos hojas comprimidas. Una dirigida a él, y la otra al Dr. Bull, con un irónico chorro inacabable de letras a continuación de su nombre. La dirección del mensaje al Dr. Bull era mucho mayor que el mensaje, pues éste sólo constaba de las palabras siguientes: "¿Qué hay ahora de Martín Tupper?"

-¿Qué quiere decir este viejo maniático? -preguntó Bull muy intrigado-. Y a usted Syme, ¿qué le dice?

El mensaje de Syme era menos lacónico: "Nadie lamenta más que yo todo lo que huela a intervención del Archidiácono. Creo que las cosas no llegarán a ese extremo. Pero, por última vez ¿dónde están sus chanclos? La cosa es muy grave, sobre todo después de lo que ha dicho el tío".

El cochero del Presidente parecía haber recobrado el gobierno de su caballo, y los perseguidores pudieron ganar algún terreno al llegar a Edgware Road. Y aquí aconteció algo providencial para los aliados. El tráfico estaba interrumpido, y algunos vehículos se echaban a un lado apresuradamente, pues del fondo de la calle llegaba el tañido inconfundible de la bomba de incendios, que pocos segundos después se vio pasar envuelta en un trueno de bronce. Pero he aquí que el Domingo salta del coche, alcanza la bomba a todo correr, y se mete entre los asombrados bomberos. Se le vio perderse en la atronada lejanía, haciendo ademanes de justificación.

-¡Tras él! -gritó Syme-; ya no puede escapar. No es posible perder de vista una bomba de incendios.

Los tres cocheros, inmóviles un instante, fustigaron sus caballos, y pronto lograron disminuir la distancia que los separaba de su presa. El Presidente, al verlos cerca, se plantó en la parte posterior del coche, inclinándose repetidas veces y fingiendo que les besaba la mano. Finalmente, lanzó un papelito muy bien doblado sobre el pecho del Inspector Ratcliffe. Lo abrió éste con impaciencia, y he aquí lo que leyó:

"Huya usted al instante: el secreto de sus tirantes de resorte ha sido descubierto. -Un amigo".

La bomba de incendios caminaba rumbo al norte, entrándose por una región desconocida. Al pasar a lo largo de una alta reja sombreada de árboles, con gran sorpresa y con algún alivio por parte de los seis aliados, se vio al Presidente saltar fuera del vehículo. Pero no pudieron comprender si esto obedecía a un nuevo arrebato caprichoso, o si al fin se daba por vencido. Pero no: antes de que los tres coches llegasen al sitio, ya el Presidente había saltado a la reja como un enorme gato gris. La escaló ágilmente, y desapareció entre los tupidos follajes. 

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